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Katy Camargo y su poética de la escoba

Héctor Torres | 3 ago 2022 |
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Creció caminando por Los Palos Grandes, una urbanización del este de Caracas que le parecía muy bonita. En algún momento, Katiuska Camargo se preguntó por qué San Blas, el barrio de Petare en el que vivía y en el que sigue viviendo su madre, no podía estar así de limpio. Muchos se opusieron, pero —con el lema: “El barrio también es ciudad”—, no descansó hasta erradicar los basureros de sus calles. 

Katy Camargo, fundadora de Uniendo Voluntades - Fotografía de Johan AzuajeFOTOGRAFÍAS: JOHAN AZUAJE

En ocasión de conmemorar el Día Internacional de la Mujer, una marca invitó a varias figuras conocidas a participar en una sesión de fotos en las que se sintieran representadas en sus labores. Entre las invitadas estaba Katiuska Camargo, fundadora de Uniendo Voluntades, una organización que impulsa el trabajo comunitario para transformar vidas en San Blas, uno de los tantos barrios de Petare. En la foto salió elegantemente vestida, sentada en una silla alta, con una escoba en la mano

Como era de esperarse, la foto suscitó comentarios del tipo: “La escoba es todo lo contrario a lo que se conmemora ese día”. Pero la misma Katy les salió al paso: “Yo me siento orgullosa de la escoba. Para mí, es un símbolo de dignidad. La foto la escogí yo y la quiero así”.

Esa respuesta ubicaba ciertas coordenadas que fijan su visión de vida: el orgullo que siente por el honesto pan llevado a la casa por su madre, por ejemplo. O las tantas batallas luchadas y ganadas. Y el enorme poder transformador que ha encontrado en ese utensilio doméstico, visto como símbolo de opresión femenina.

Quienes conocen su historia saben de qué se trata. 

La madre de Katy salió de Colombia, a los 16 años, acompañada de una vecina amiga de su mamá, para venirse a Venezuela con intención de trabajar y mandarle dinero a su familia. Era 1959. Llegaron directo a Caracas, donde comenzaron a limpiar casas. Consiguieron vivienda en el barrio La Cruz, de Chacao, y después se mudaron a La Floresta. Pasado un tiempo, les contaron que había un barrio que se estaba formando, que no era tan cerca, pero que disponía de terrenos para construir. Cuando se fue a vivir en una casa de tablas en San Blas, tenía 21 años y un primer hijo.

Katy Camargo, fundadora de Uniendo Voluntades - Fotografía de Johan Azuaje

Katy es la tercera hija de una unión que duró hasta que ella tuvo tres meses de nacida. En la casa había episodios de violencia doméstica con su mamá como víctima y algunas parejas como victimarias. Como la señora no quería que la niña viera eso, la mandó a vivir con su abuela, en Colombia, a donde llegó a los 7 años y estudió del 1er al 3er grado.

Al cabo de los años, la mamá sintió que estaba perdiendo el afecto de una hija muy apegada a esa abuela con la que vivía, por lo que la hizo volver a su lado. Pero como el apego era recíproco, la abuela, que vivía en una casa grande en Cartagena, decidió venirse con la niña a vivir en la humilde vivienda de su hija en San Blas. 

Pero la niña que regresó era otra. Tímida, sumisa e introspectiva. Donde la sentaban ahí se quedaba. Eso, que no era necesariamente malo, tampoco era muy bueno para vivir en Petare. 

La mamá de Katy trabajaba como ama de llaves de Dennis Schmeichler, un judío descendiente de alemanes propietario de una tienda de artesanía llamada Casa Curuba, ubicada en la calle Andrés Bello de Los Palos Grandes, una urbanización de clase media ubicada en el este de Caracas. Su apartamento quedaba en la 5ta Avenida de esa misma urbanización. Katy creció caminando por esas calles que le parecían tan bonitas. Schmeichler, hombre sensible y culto, le tomó tanto cariño que se convirtió en su mentor. 

Eran los años 80. En ese entonces se desató una ola de rumores sobre supuestas violaciones en los barrios de Caracas. Cuando estos llegaron a los oídos de su mamá, sintió que su muchachita estaba doblemente expuesta: por niña y por no tener el callo hecho para sobrevivir en ese ambiente. Cuando le confió sus temores a su jefe, este habló con Evita, su cuñada, quien le consiguió cupo en un internado de religiosas llamado Luisa Cáceres de Arismendi, ubicado en Guarenas. 

Katy llegó a ese lugar sin saber qué hacía allí. Separada de su madre, conoció todo aquello que esta le estaba evitando. En ese lugar convivían 120 niñas. Algunas violentadas por padres, tíos, primos. Otras habían tenido abortos a los 12 años. Ella, por su parte, todavía jugaba con muñecas y era, a pesar de la pobreza, una niña mimada. 

Pero allí también conoció la antítesis de ese horror, encarnada en la profesora Amarilis, una trabajadora social del internado que marcó su vida. Esta funcionaria iba con ella en su carro, de Guarenas a Petare, para evaluar si su entorno familiar estaba en condiciones de garantizar su integridad, a fin de autorizar sus salidas quincenales a casa. 

Katy Camargo, fundadora de Uniendo Voluntades - Fotografía de Johan Azuaje

Allí aprendió a desarrollar su instinto de conservación valiéndose del diálogo y la mediación. La niña introspectiva que entró en ese sitio a los 10 años, saldría a los 13 convertida en una adolescente fuerte y con madera de líder. Cuando la mamá la visitaba los domingos y le llevaba sus insumos de aseo, ella picaba la pastilla de jabón en trozos y lo compartía con otras niñas que no tenían ni para bañarse.

Iba a las mesitas y se los dejaba sin decirles nada.

Durante esos años tuvo pocas ocasiones de compartir en el barrio. Cuando salía del internado prefería estar en casa. El “deberías ser como Katy” era la monserga que soportaban las niñas de la zona, despertando el encono de sus pocas amiguitas.

Al salir del internado, tuvieron que inscribirla en el liceo Simón Bolívar, en el barrio, ya que perdió la posibilidad de estudiar en un colegio de monjas de Los Chorros, donde le habían ofrecido media beca, pero su mamá no pudo conseguir el resto del dinero. Allí se presentó otro choque: conocer la realidad de la juventud de su barrio. Aunque sus hermanos (de 14 y 17 años) la cuidaban como fieras, debió fortalecer su condición de líder para poder sobrevivir a ese entorno. 

Su vida a los 15 años parecía el cruce de dos ríos, entre el “yo quiero vivir así” cuando caminaba por Los Palos Grandes, y el “estas son mis raíces y debo ayudar a los necesitados” que sentía cuando estaba en el barrio. La conclusión a la que llegó con esos sentimientos encontrados, fue que su mamá merecía algo mejor. 

Ese año conoció a Harrison, con quien se casó, y a los 17 salió embarazada de su única hija. A los 19 comenzó a ir formalmente a la tienda del señor Dennis a ayudar a limpiar, a hacer inventario y, como él siempre la quiso mucho, le daba nuevas responsabilidades. Ella cuidaba niños de empleados petroleros y, a las 3:00 de la tarde, buscaba a su hija en el colegio para dejarla en la casa e irse a la tienda hasta las 7:00 de la noche.

Tiempo después, gracias a una beca, comenzó un curso de asistente administrativo. Y Dennis le pidió que aplicara en el negocio todo lo que estaba aprendiendo. Allí, a su vez, fue aprendiendo de arte y fue gestando sus primeras nociones de activismo. La Casa Curuba se convirtió en parte de su vida y en su otra casa.

Teniendo 23 años, Katy y su esposo compraron una casa en Barrio Nuevo, un sector de Petare sur a cinco minutos en carro de la casa materna. Pero no iba mucho por allá ya que a su mamá la veía en Los Palos Grandes. 

Por eso, uno de esos días que fue a San Blas, lo vio tan decadente, tan lleno de basura, de drogas, de violencia, que se preguntó: “¿Qué estoy haciendo? ¿Viviendo en la burbuja de mi felicidad personal mientras el barrio de mi mamá está destruido?”. 

Entonces decidió que iba a quitar el basurero. 

Todo el mundo le decía: “Tú quieres hacer vainas que no se pueden hacer”. Y ella insistía en que sí se podían hacer. Para no dejarla sola, su familia, sus vecinos, decían que la iban a apoyar, pero estaban convencidos de que no se iba a lograr. Y de todas esas voces que mostraban su apoyo, la única que lo creía posible era su mamá. La única, de todo el entorno, que la apoyaba incondicionalmente. 

Lo voy a quitar, repetía a cada tanto.

El basurero al que se refería estaba a unos 250 metros de la casa de su mamá. Era inmenso y tenía unos 40 años en ese sitio. La gente del barrio lanzaba ahí de todo: muebles viejos, bolsas de desechos, escombros… En teoría, el aseo debía pasar dos veces por semana, pero eso nunca sucedía, por lo que la montaña crecía día tras día. La que más lo padecía era la señora Maritza, una vecina, que echaba kerosene en la puerta de su casa para que no se le metieran los gusanos. Y Katy le repetía que ella no merecía vivir así. 

Hasta que un día de 2010 sacó una escoba y se encaminó hacia el basurero.

Y fue tanta su determinación ante una tarea que parecía tan imposible que, poco a poco, algunos vecinos comenzaron a salir de sus casas con sus escobas en mano. Cuando vinieron a ver, unos 30 hombres y mujeres estaban montados en la dura tarea de reducir una montaña de basura, metro a metro, hasta hacerla desaparecer.

Ahí empezó una larga y árida batalla. Llegaron incluso a amenazarla de muerte. Porque para muchos era más cómodo deshacerse de la basura en esa esquina, en lugar de esperar el camión. Cada mañana, ella y sus aliados hacían guardia para que no dejaran basura en la esquina recuperada. Debió mudarse todo un año a San Blas para que su labor no se viese revertida.

En una ocasión unos vecinos quemaron por fuera la casa de su mamá: prendieron con basura alrededor de la vivienda, mientras le gritaban que ya que su hija quería “vivir como una sifrina” se encargara ella de los desechos. 

La madre temía por la integridad de su hija. Sentía que se arriesgaba mucho y que las amenazas podían convertirse en una tragedia. Un día Katy le dijo: “Mami, si usted quiere que pare, yo paro”, pero la mamá le respondió: “No pares. Yo tengo miedo y todos los días le pido a Dios que te cuide, pero no pares”.

Así, con esas palabras resonando en su mente, atravesó esa guerra. 

Si una mañana se asomaba y veía que amanecía basura en la esquina, trancaba las calles para que la comunidad tomara conciencia. Esa tozudez le hizo entender a los vecinos que ella iba en serio, lo cual le hizo ganar más aliados. 

Y claro que también tenía miedo. Pero el miedo a las posibles represalias era menor al de sentir que se iba a morir sin hacer nada por cambiar las cosas. O a que su hija se quedara en el barrio e hiciera descendencia allí con las cosas como estaban. O a que le mataran a algún familiar por la violencia. Ese era el miedo que la movía (y la sigue moviendo) todos los días.

Y, de la misma manera, todos los días la amenazaban. Y no solo gente de su cuadra. Ese basurero clausurado le complicó la vida a gente que venía de otros sectores, con camiones, a descargar basura ahí. En una ocasión, discutiendo con unos hombres, uno de ellos intentó golpearla. Allí ella descubrió cosas de sí misma. No ya su tozudez, sino saber que podía ser tan violenta como los que la enfrentaban.

Y no le gustó eso que vio salir de dentro de sí.

Con el tiempo, los que la adversaban entendieron que ese basurero había desaparecido para siempre. Y reconocieron que esa esquina limpia le daba otro rostro a la calle. Había muchachos, como ella, que llegaban al barrio, se metían en sus casas y no salían más. Se preguntaban por qué no podían vivir como sus amigos que vivían en otras partes de la ciudad. Luego de esa revolución que ella inició, le decían: “Chama, ahora sí provoca traer a mis amigos para acá”.

Así se fue generando una cultura de enamorarse del barrio. Logró que la gente se contagiara con la certeza de que vivir en un barrio no significaba vivir en la inmundicia, en la delincuencia, en la resignación. 

Luego de eliminar ese primer basurero, se propuso que por donde transitara su mamá no tuviese que ver montañas de basura. Y fue por todos los basureros de San Blas. La mamá, cada vez que bajaba y subía a su casa, camino del trabajo, veía orgullosa cómo, poco a poco, se iban extendiendo los “kilómetros de dignidad”.

Por eso, ante cada persona que la confrontaba para saber cuál era el empeño de mantener esa campaña, por toda respuesta decía: “Por mi mamá. Y si tú amas a tu mamá deberías sumarte”.

Así, con ese sencillo argumento, eliminaron los basureros de Petare Sur. 

Cada vez que la gente se enteraba de que quitaban un basurero cerca de su comunidad, decían: “Yo también quiero quitar este”. Y se reunían para lograrlo. Una guerra, que en principio fue solo de ella, pasó a ser de todos. 

¿Qué hace ahora la gente con la basura? La mantiene en casa, congelando los desechos orgánicos, hasta que pasa el aseo. 

Fue tanto su empeño que los vecinos concluyeron que era más fácil ayudar a Katy que enfrentarla. Y bajaban todos los fines de semana con sus escobas. De ese modo activaban lo que ella llamó “el poder de la escoba”, movidos por un lema que ella siempre repite: “El barrio también es ciudad”.

Ya con calles limpias de basura, sintió que el barrio estaba preparado para otro paso. Su primo había hecho un mural en el sitio donde estaba el primer basurero. Ella, que creció rodeada de arte, pensó que ese era el siguiente eslabón hacia eso de vivir con dignidad.  

Eran los duros días de 2017, el año más sangriento de nuestra historia inmediata. Iraida, una amiga manicurista que trabajaba en una peluquería en Los Palos Grandes, y participaba en las actividades de la comunidad, escuchó a una clienta hablar de que su hijo hacía grafitis, por lo que aprovechó para comentarle que ella era activista de un movimiento y que a su hijo le iba a gustar conocer a su amiga, que promovía actividades culturales en Petare y le interesaba el muralismo. 

“Y como su hijo sabe de eso, quizá la puede apoyar”, le comentó. 

La señora de inmediato llamó al hijo. A las horas Rodrigo Ara estaba en la peluquería conversando con Iraida, quien llamó a Katy diciéndole que había alguien que la quería conocer. Al rato estaban conversando los tres y al día siguiente Katy le estaba haciendo un tour por el barrio para mostrarle lo que habían hecho y lo que querían hacer. Rodrigo fue con arquitectos para medir paredes y hacer un mural donde había estado uno de los basureros. 

Desde entonces se convirtió en un fuerte aliado de la causa. Ella incluso lo considera el padrino fundador de Uniendo Voluntades. Rodrigo le comentó que él era miembro del Laboratorio Ciudadano (Labo) y la invitó a un encuentro en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela, para que los presentes conocieran la experiencia de San Blas, y ella asistió junto con otras de las activistas del barrio. Desde esa primera charla comenzó su conexión con el activismo creativo de Caracas.

En una de esas jornadas en San Blas, Rodrigo la invitó a una charla sobre grafiti versus muralismo, en el Centro de Arte Los Galpones. Allí conoció el trabajo de Dagor, un muralista húngaro-venezolano, y lo abordó para proponerle que fuera a conocer la experiencia de San Blas. Le dijo que esa experiencia de ver arte en las paredes estaba fuera del alcance de su gente, por lo que quería que la vivieran en sus propias calles. Él, un tanto escéptico y evasivo, le dijo que tal vez. 

Como a los dos meses se apareció en el barrio acompañado de Rodrigo Ara. Y, en adelante, se enamoró de San Blas y empezó a hacer murales en dúo con aquel. De esa manera, donde hubo un basurero nació un mural. Y como contaban con Haciendo Ciudad, una organización fundada por el artista plástico Jesús Briceño y el arquitecto Ronald Treviño, toda la comunidad se fue vinculando a esa movida. 

Con el tiempo fue estrechando sus relaciones con la gente del Labo. En 2018, por ejemplo, se acercó Eduardo Burguer, de esa organización, con quien hicieron un corto y luego un largometraje llamado Latidos de San Blas. Gracias a ese trabajo han ido registrando las transformaciones, convencida de que se debe construir memoria, para ver cómo empezaron, dónde están y hacia dónde van. Esa labor fue fundamental para registrar el monumental trabajo que lograron al construir la hermosa cancha del sector Matapalo, en lo que era un terreno que usaban para estacionar camiones y autobuses.

Y allí están los testimonios de los basureros, de cómo vivían y de cómo ahora le han dado valor a una palabra invisible pero vital para hacer la diferencia: dignidad.

Su energía y las carencias de Estado hacen que los vecinos se vuelquen a ella. La casa de su mamá parece a veces una alcaldía: van a contarle los problemas con la esperanza de que ella los resuelva: desde “mi marido me pega” hasta “por la casa están vendiendo drogas”, todos esperando que ella haga algo. Piden ayuda, le dejan récipes. Ella no se cansa de repetirles que no se deben repetir patrones culturales que nos han hecho mucho daño. Que no es ella, sino que todos podemos aportar a la transformación. 

Pero igual los ayuda.

Por eso, cuando lo ve en retrospectiva, descubre que a lo largo de su vida ha ido macerando una poética de la escoba, viéndola como instrumento para la transformación. Para la creación de espacios de dignidad. Con ese espíritu, con esa historia a cuestas, defendió esa foto de aquella campaña del Día de la Mujer.

Héctor Torres

Narrador. Ciudadano neo-punk. Escribo porque no pude ser un pop-star. Sumergido en el cine, la música y todas las formas de contar historias. Autor de Caracas muerde, entre otros títulos. Coeditor de La Vida de Nos.
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