El arte narrativo vive en el tiempo. Se mueve para poder ser. Las historias tienen un combustible secreto que permite que avancen: la emoción. Cuando contamos historias no contamos hechos sino visiones acerca de esos hechos. Y esas visiones traen una carga emocional que debe llegar al lector.
Fotos: Martha Viaña
Ocurre algo porque lo sentimos. Toda historia se podría resumir como el encuentro de un personaje con los obstáculos que le impiden alcanzar el equilibrio. Esa oposición de fuerzas somete la historia a un vaivén, lo cual produce en el lector (cuya mente suele anticiparse a los hechos) la tensión de no saber cuál será el resultado de ese encuentro. Esa tensión produce una emocionalidad, que provoca el avance de la historia. Es decir, avanza porque sentimos que pasa algo y que pasará algo. Y ese algo pasa, porque lo sentimos.
Explicando el mundo se explica uno a sí mismo. Toda percepción de la realidad es fatalmente subjetiva. Recibimos impresiones del mundo exterior y las convertimos en expresiones, pero pasadas por el tamiz de nuestra subjetividad. Toda narración es, por tanto, la visión singular y subjetiva de un hecho. Es decir, toda narración explica el mundo, a partir de los valores del que la cuenta. Y como la gente solo puede explicar lo que entiende, esto indica que entiende al mundo a partir de sus valores. En fin, que explicando el mundo uno se explica a sí mismo.
La visión del mundo del que cuenta permanece en el lector. Una historia es un universo cerrado, autónomo, que debe ser coherente en sí mismo. Es la composición de un conjunto de elementos, seleccionados y ordenados de forma tal que facilite su comprensión, valiéndose de una estructura que se divide en una introducción (presentar un personaje), un desarrollo (presentar una situación) y un desenlace (ese hecho que cambia la situación y, por ende, la vida del personaje), que debe mantener el interés del lector, en todo momento y de forma creciente, hasta su fin.
Toda historia se propone producir un efecto con el fin de vender un discurso (un punto de vista), y para producir dicho efecto, se vale de las emociones. Ese efecto debe conmover al destinatario, para que sienta que su vida ha cambiado luego de esa experiencia. Y decir cambiar su vida es decir cambiar su visión del mundo. Eso supone haber asimilado todo un sistema ajeno de valores, que explican el mundo desde otra perspectiva. Cuando el lector devuelve esos ojos prestados, aquella visión del mundo permanece con él.
La experiencia del otro ayuda a vender nuestra visión del mundo. Antes de la razón, está la emoción. Desde que el hombre es hombre ha sentido la necesidad de comunicarse para compartir lo que sentía. Todo cuanto un hombre desea compartir, es porque agitó en él algo que estaba quieto. Algo difícil de explicar, porque las emociones y los sentimientos son universales pero difíciles de definir. Pero, como las emociones son instintivas, creando las condiciones adecuadas, se pueden activar sin el control de la razón. Son difíciles de definir, pero fáciles de estimular. Siendo universales y fáciles de estimular, las emociones son el camino idóneo para trasmitir la experiencia humana. Representan el espacio común del cual partimos para compartir puntos de vista individuales. Nos valemos de la experiencia del otro para venderles nuestra visión del mundo.
Hay hechos que no tienen explicación en palabras. Una historia está viva en tanto se mueve. Y se mueve gracias a la emoción, las imágenes visuales, las atmósferas. Por tanto, una historia es un organismo vivo, autónomo, cerrado, que tiene explicación y justificación en sí mismo, que pretende darle sentido a la vida a partir de un hecho. Las emociones son el puente entre dos mundos: el del autor y el del lector. Y así como la gente cuenta lo que siente, solo puede explicar lo que ve, a partir (valiéndose) de las emociones de los demás. Por tanto, estas constituyen la arquitectura invisible de las historias.
Reproducir en el lector las emociones involucradas en una historia es la única forma de hacer que el lector entienda esos hechos, complejos y sutiles, que no tienen explicación en palabras y son los que contienen el mecanismo invisible que echa a andar la infinita gama de las motivaciones y, en general, de las relaciones humanas.
Héctor Torres