Ricardo Cie migró a Guatemala con la esperanza de trabajar para poder llevarse consigo a su esposa e hijo. Luego de dos años en ese país, en los que tuvo no pocos tropiezos, seguía sin estabilizarse económicamente, así que decidió regresar a Venezuela. Pero apenas compró el boleto de retorno sufrió un infarto.
Ilustraciones: Shari Avendaño
Hay proyectos de vida que nacen muertos, pero la terquedad los deja deambular por ahí, como zombis. Así fue mi plan de ir a buscar resguardo para mi familia en Guatemala. Con mi país tomado por una invasión de chiripas asesinas, busqué entre mis contactos a quien pudieran serles útiles mis destrezas de viejo creativo publicitario. Lo conseguí con un querido amigo en esas tierras volcánicas, y nos embarcamos en una aventura que no llegó a esponjar y que, al contrario, propició un distanciamiento. En eso pasé un año. Y otro en un medio digital en el que obtuve logros notables que, sin embargo, no se tradujeron en ingresos suficientes como para estabilizar mis finanzas y finalmente sacar a los míos de Venezuela.
Luego de una conversación con Vero, en la que quedó claro que de seguir extendiendo la aventura poníamos en riesgo nuestra única propiedad generadora de dividendos, que era el matrimonio; y consciente de que me estaba perdiendo el fin de la infancia de mi hijo Santiago (había estado ausente desde los 10 a los 12 años), le puse fecha al regreso a Caracas: me quedaba con la promesa de trabajo a distancia y una cuantas cicatrices nuevas en el ego y la persistencia.
“Seis de diciembre”, decía el boarding pass. Yo lo veía salir de la impresora la noche del domingo 25 de noviembre de 2018.
El lunes 26 de noviembre me levanto temprano y bajo al primer piso. Alquilé una casa de buen tamaño, porque se suponía que aquí viviríamos tres. Hago café y reviso el celular. Tengo un dolor de espalda quién sabe desde cuándo, pero no le he prestado atención. Es bastante fuerte e incluso me afecta un poco la capacidad de respirar. Sumo al café y al cigarrillo un relajante muscular. De aquí a mi salida a la oficina debería empezar a desvanecerse, pienso.
Como no tengo carro, llamo a Uber y en seis minutos llegan a mi puerta. El conductor es callado, cosa que agradezco. El dolor de espalda no solo no se ha ido, sino que está peor. La casa que alquilo en Guatemala está en San Pedro Pinula, una ciudad satélite a una media hora de Ciudad de Guatemala. Llegando ya a la capital, me empiezo a sentir peor. El dolor, como una pereza, cuelga a mi espalda, agarrado de mi cuello. Mueve lentamente un brazo con sus zarpas inmensas, luego el otro, y va pasándose al frente, con todo el peso de su cuerpo descansando ahora en mi pecho. Comienza entonces a mutar, a crecer, a perder pelo verdoso y se vuelve un elefante con brazos de pereza. Sus dos inmensas patas traseras descansan todo su peso en mi esternón, se afincan y me aplastan. Me cuesta mucho respirar. Entonces el dolor, concentrado en el pecho, se rasga por un lado y se desborda en un hilo intenso que recorre mi brazo izquierdo.
Allí aparecen en mi mente todas las películas donde la gente se agarra el pecho primero, luego el brazo izquierdo y caen tiesas con disolvencia a tomas de un entierro, un día lluvioso, lleno de paraguas negros.
Empiezo a sudar frío, se empapa mi frente, se me humedece la camisa y siento mareo, náuseas, ganas de orinar, de lo otro también, de vomitar, de acostarme, de correr y de haberme quedado tranquilo en mi casa.
Llegamos.
Como puedo, subo al piso 14. El edificio donde trabajo tiene un baño grande para los empleados de las oficinas en el lobby de cada piso, y allí me meto. Entro en uno de los cubículos. Me bajo los pantalones y me siento. No sé cómo llegué hasta aquí con el enorme elefante-pereza agarrado de mi cuello. Pasan un par de minutos. Creo que me estoy estabilizando. Salgo. Me lavo la cara con mucha agua y me dirijo a la oficina.
Uno a uno, los cinco compañeros que ya están en sus sillas, voltean, me ven, y la cara se les transforma en mueca de sorpresa con susto. Uno de ellos se levanta disparado, me dice que me recueste en un sofá que tenemos ahí dentro y me quite los zapatos. Antes de decir nada, me los quita él mismo. No entiendo para qué.
Llaman al dueño del medio. Un tipo un par de años menor que yo, y que me cae muy bien (a pesar de que estamos, no a distancia, sino en planetas diferentes con respecto a muchas cosas). De inmediato me dice que me llevará a una clínica. Entonces por mis propios medios me levanto para ponerme de nuevo los zapatos. Puedo caminar, bajar en el ascensor y sentarme en el asiento trasero de la enorme camioneta blindada en la que se desplaza este hombre que, desde que los guerrilleros mataron a su abuelo, teme por su vida.
En el asiento del copiloto viene María Inés, quien quiso acompañarnos. Politóloga e imagen del medio digital, se ha convertido en una amable amiga en mi dura estancia en su país. Siempre le estaré agradecido. Llegamos a una clínica, de esas a las que iría mi jefe. A mí me preocupa bastante porque mi capacidad económica es de ínfima a nula. No tengo mis papeles de permanencia en Guatemala en orden, por lo que no estoy en la nómina de la empresa y no tengo seguro médico.
Me recuestan en una camilla y me dan unas seis u ocho pastillas.
Me informan que he tenido un infarto.
Mientras mi jefe va a atender los asuntos del ingreso, me quedo con María Inés. Puedo hablar y hasta bromear con relativa normalidad: le pido que me tome una foto con mi celular como recuerdo. El elefante-pereza sigue ahí, ahora sentado en mi pecho porque estoy acostado. Pienso que debo llamar a Vero, ahora que puedo hablar perfectamente, para contarle yo mismo lo que está pasando. Para que la noticia sea más suave, le marco a mi cuñada, rogando que estén juntas. Y lo están. Logro informarle, y decirle que la amo, mandarle mi amor a Santi e insistirle en que todo va a estar bien.
Vuelve mi jefe. La clínica es cara, y ya debo más de lo que tengo. Me dice que el pronóstico por infarto es de varios días internado. Que si yo apruebo, él pone el dinero pero entiendo que se ocupará y luego tendremos que establecer alguna fórmula para saldar la deuda. Yo no quiero morir, por supuesto, pero tampoco quedar esclavizado a una deuda moral y monetaria imposible de cuantificar. ¿Mi vida vale más que una deuda que me rebasa? ¿La soberbia de no querer deberle a nadie me puede costar la existencia?
Le pregunto si hay otra opción. Me dice que hay una unidad de cardiología reconocida en Guatemala y es pública. Que puede meterme ahí por medio de un contacto, pero debo ingresar por el hospital. Pienso en los hospitales públicos de Venezuela y trato de trasladar esa imagen a uno en Centroamérica. No ayuda, pero igual no tengo cómo elegir.
Si me voy deben habilitar una ambulancia, porque no me dejan ir en camionetota blindada. La clínica se resiste a que me vaya: me enumera varios horrendos finales a los que me arriesgo si en mi estado me voy a otro lugar. Para que me dejen salir, firmo un documento donde los libero de responsabilidad si muero en el camino.
Camilla. Luces de techo. Luces, luces, luces, sol, copas de árboles, ambulancia. Carreritas de paramédicos, portazo doble, sirena y oxígeno. Puerta, sol, luces, luces, luces y entonces bullicio, desorden, embotellamiento de camillas y paredes verde-quién-sabe-qué. El elefante-pereza ni siquiera ha perdido el equilibrio. Llegamos al hospital.
Aquí mi memoria empieza a saltar y a tener lagunas. No recuerdo ningún tipo de atención al infarto. Recuerdo hablar con María Inés, que no venía en la ambulancia pero estaba ahí (mi jefe ya no), diciéndome que tenía un amigo trabajando en el hospital. El amigo vino y dijo que me pasarían a terapia intensiva, pero después de un tiempo imposible de predecir. Que María Inés no podía seguir allí. Y empezó el modo hospital-latinoamericano: que mejor le diera a ella mi billetera, mi celular y todo lo de valor.
Siento que estoy en una copia latina de la escena de Titanic posterior al hundimiento. En vez de tablas y restos del transatlántico, las que flotan son camillas abandonadas en un pasillo, movidas por los empujones de enfermeras y visitantes. Hay quejidos, dolores varios, heridas. Decido que, como en los viajes de avión, lo mejor es dormirme y ahorrarme la experiencia.
Me despierta un empujón a la camilla.
Lamento no haberle mandado a Santi una buena cantidad de emojis del muñeco de nieve después de hablar con Vero. Ese emoji es nuestro icono privado de abrazo, lo habíamos elegido como algo nuestro porque, entre las opciones de emojis, nos parecía que no había uno que representara un abrazo realmente convincente. Vero debe estar muy preocupada, pienso. Y me duermo. Y así no sé cuántas veces.
La camilla empieza a moverse con una dirección definida. No es otro empujón, parece que me llevan a terapia intensiva. Me hacen preguntas. No, no tengo a quién notificar. No sé cuándo me pusieron la vía; ni cuándo me conectaron al aparato que registra mis signos vitales; ni cuándo me inyectaron algo que me durmió profundamente.
Me despierta un cardiólogo, con su enfermera satélite y su bata impecable: que tuve un infarto al miocardio. Que debo agradecer porque he recibido una vida extra. Que deben hacerme un cateterismo porque tengo un coágulo, pero que no pueden pasarme a la unidad cardiológica pública que mencionó mi jefe, porque yo no soy guatemalteco. Yo le digo que ni soy guatemalteco ni puedo recibir de ellos nada que no sea gratis. Entonces me dice que la única opción de disolver un coágulo sin cateterismo es una medicina peligrosa (cuyo nombre no recuerdo, pero es una suerte de destapa cañerías intravenoso para humanos). Que si yo tengo, por ejemplo, alguna hemorragia no detectada, puedo morir desangrado muy rápido.
Accedo, no por valiente sino porque qué más. Y vuelvo a firmar un documento liberando a terceros de responsabilidad si muero este día.
Despierto. Es martes 27 de noviembre.
Aparece de nuevo el cardiólogo con su satélite. Todo indica que el destapa cañerías hizo su trabajo. No hay rastros del coágulo. Debo mantener reposo absoluto. No puedo salir de la cama. Debo olvidarme de la diabetes light y de ahora en adelante inyectarme insulina a diario. Y dejar de fumar, por supuesto.
El miércoles mi evolución es positiva. Si no hay sobresaltos, tal vez estaré aquí tres días más. No he vuelto a ver a ningún conocido. No puedo más con la incomunicación. Desde que entregué mi billetera y celular, perdí contacto con el exterior. Necesito hablar con Vero, escuchar a Santi, tranquilizarlos y tranquilizarme. Tengo un nudo en la garganta de impotencia y no puedo entender que todos en la oficina me hayan olvidado. Que no me hayan ni traído el teléfono. Tengo sed. Pregunto y me repiten que no han preguntado por mí, pero empiezo a sentirme paranoico: sospecho que han venido a verme y les han dicho que no estoy aquí. Tal vez las visitas son solo para guatemaltecos también, se me ocurre pensar.
De pronto reconozco una cara del otro lado de la puerta. Es el amabilísimo administrador en el medio digital, con una bolsa grande en sus manos. Trae el celular, mi billetera y mis llaves. En la bolsa hay un par de botellas de agua, varias de Gatorade (que no puedo tomar) y papel de baño. Me cuenta que tienen día y medio tratando de entrar pero, como nadie es familiar directo, y estoy en terapia intensiva, no los dejaban. Hasta que a él se le ocurrió la solución obvia: mentir. Dijo que era mi primo y entró. No lo beso porque no puedo agitarme.
Puedo al fin hablar con Vero, ponerla al día y tranquilizarla. Me pregunta si viaja para acá. Le digo que, salvo que me prohíban viajar y tenga que posponer el regreso, mejor mantenemos nuestros planes para yo regresar el 6 de diciembre. La noto tan serena que me vuelve a impresionar su fortaleza. Hablo también con Santi. Tengo que recuperarme por ambos, pienso. Tengo que tomar ese avión y verlos y amarlos. El cambio a Guatemala fracasó, pero hay más vida para compartirla donde sea.
No tengo noción alguna de en qué rincón de la ciudad está este hospital. Llegué boca arriba en una ambulancia. Hablo por celular con Gerberth, otro querido amigo ganado en este país: él sí sabe dónde estoy y vendrá por mí. Es una nueva razón para dormir tranquilo.
Es 1ro de diciembre. ¡Feliz Navidad! ¡Me voy! Estoy afuera. Los rayos del sol casi me dejan ciego luego de tantos días de encierro. Al borde de un llanto inexplicable, agotado, agradecido y emocionalmente muy desordenado, veo llegar el carro de mi amigo.
Volteo a mirar por última vez el edificio donde no morí. Está llegando una ambulancia y corren los paramédicos a bajar a alguien. Lo veo acostado y me queda claro que ahí, sobre él, está el elefante-pereza. Ya debe habérsele desparramado el dolor a ese pobre hombre por todo el brazo izquierdo.
Recién infartado pero libre, compré medicinas y una maleta extra, regalé cosas, entregué la casa. Viajé y abracé a los míos obviando sus caras de susto por lo demacrado y flaco que bajé del avión.
Recuperé peso y color durmiendo feliz en mi cama. Veo crecer a mi hijo y maldigo a diario a las chiripas con poder que siguen desangrando el país. Vivo teniendo consciencia de que en medio del pecho llevo un motor rectificado. Una sensación que antes no tenía, la certeza de que hay algo ahí, delicado e importante. ¿Eso es un dolor? ¿Una presión? Antes, nunca pensaba en mi pecho.
Hay fracasos que saben a victoria. Proyectos zombis que resucitan como Lázaro.
Guatemala me dio una nueva vida, pero primero me rompió el corazón.