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La cicatriz en el vientre es el único recuerdo

Fabiola Mouzo | 19 may 2021 |
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El trabajo consistía en bailar salsa, merengue y bachata en República Dominicana. Alejandra, segura de que tenía swing, hizo la audición y quedó seleccionada. Tuvo tropiezos al salir de Venezuela, pero no perdió el entusiasmo. Allá, entre escenarios, conoció a Wander. Poco después, sus vidas dieron un giro que los estremeció.

Ilustraciones: Glorilib Montilla

 

Aunque estudió para ser profesora de biología, la vocación de Alejandra es ser maestra de baile. En Nirgua, el pueblo del estado Yaracuy —en el occidente de Venezuela— donde nació, siempre estaba rodeada de niños a los que enseñaba a bailar. Tiene el pelo larguísimo, hasta las caderas, oscuro y liso. Es delgada, de brazos largos, y su caminar es de pasarela. Llama la atención. Y lo sabe: sobre todo cuando está en el escenario, ella destaca.

En 2018, Alejandra veía que la crisis en Venezuela se profundizaba. No estaba dentro de sus planes, pero quizá un poco hastiada por todo lo que ocurría en el país, sintió que podía sacarle provecho a su talento: hizo un casting virtual para pertenecer a un cuerpo de baile en República Dominicana, esa isla del Caribe en la que el baile tiene un lugar especial. Los sonidos del merengue, la salsa y la bachata se escuchan en hoteles turísticos en los que, tanto músicos de orquesta como bailarines, se dedican a amenizar y entretener a turistas.

A eso iría Alejandra. Porque, en efecto, fue seleccionada. Le pagarían el pasaje y demás gastos del viaje. Estaba emocionada. Sentía que nada podía salirle mal. Pero como un presagio de lo que esa isla de azules cristalinos le aguardaba, Alejandra, que aún no tenía los papeles en regla, fue deportada al pisar por primera vez el aeropuerto de Santo Domingo, el 14 de mayo de 2018.

La llevaron a ese temido lugar que los migrantes conocen como “el cuartico”. La interrogaron esposada y vigilada junto a casi medio centenar de personas, la mayoría venezolanos. Los tenían en un pasillo muy estrecho. No podían comunicarse con nadie porque la señal de wifi era deficiente. Hasta que, 24 horas después, los enviaron en un vuelo de regreso a Venezuela.

 

Alejandra, entusiasmada con asumir el puesto que se había ganado en la compañía de baile, insistió. Regresó a la isla tan solo nueve días después de aquel episodio que ya sentaba un precedente en su viaje. Esta vez, pudo atravesar sin contratiempos las puertas de migración en el mismo aeropuerto. A los pocos días ya tenía la bandera dominicana puesta en un traje típico, con la que se movía al ritmo del merengue y la salsa en hoteles de la costa.

En poco tiempo hizo amigos. Cada día conocía gente nueva. Uno de ellos fue Wander, un músico que, al igual que ella, trabajaba amenizando las noches de desenfreno de aquellos turistas que visitaban el país.

Sola en la isla, encontró refugio en aquel dominicano que le abrió las puertas de su casa y, apresuradamente, quizá llevado por la fuerte conexión que sintió con ella, la invitó a formar hogar. Lo de formar un hogar también ocurrió mucho antes de lo esperado: Alejandra apenas tenía tres meses en el país cuando una prueba de sangre confirmó la noticia que cambiaría su vida. Wander se puso muy feliz. Tanto, que Alejandra se sorprendió.

No empezó como un embarazo fácil.

Los primeros meses, como suele sucederles a algunas mujeres encinta, el malestar la dominaba. Un día tuvieron que hospitalizarla porque se descompensó por los vómitos constantes. En ese momento, comenzó a extrañar a su madre y sus hermanas, que seguían en Nirgua.

La exaltación de Dios, el que muestra exageradamente el dolor, el que informa de las calamidades: Jeremías… Así se llamaría si era varón.

Si era niña sería una princesa: Sarah. 

Alejandra llegó a la consulta del 4to mes de gestación, emocionada por conocer el sexo del bebé. Aquel caluroso día, la fila de mujeres era interminable, así que Wander se fue a trabajar y ella se quedó sola en la sala de espera.

—Algo pasa aquí… —dijo la doctora que la atendió mientras veían juntas la imagen del ultrasonido.

Las palabras cayeron como plomo en los oídos de Alejandra, quien no entendía a qué se refería la mujer. 

—Es varón —continúo la doctora y comenzó a explicar que algo relacionado con el cerebro del bebé no estaba bien.

Alejandra no podría recordar exactamente lo que dijo, porque desde que la doctora comenzó a hablar, ella dejó de escuchar. 

Anencefalia es el síndrome que ese día le detectaron a Jeremías: al feto le faltaba parte del encéfalo, del cerebro, algo para lo que no hay cura posible: la mayoría de los bebés que logran nacer con esta condición muere a los pocos minutos. Alejandra era una entre las 10 mil mujeres que en promedio pasan por una situación así en sus embarazos.

A partir de ese momento, cada día que pasaba era uno más, o uno menos, en la vida de Jeremías… O de Alejandra. 

La pareja decidió agotar todos los recursos disponibles para tomar decisiones, así que fueron a otro especialista. Este doctor sacó una enciclopedia gigantesca y con ella les explicó lo que pasaba.

No había vuelta atrás, Jeremías no podía nacer, y si lo hacía era una situación de alto riesgo. Estaría vivo poco tiempo. Ese era el pronóstico.

Ahora solo quedaba salvar la vida de ella. 

 

República Dominicana es uno de los seis países latinoamericanos donde el aborto es ilegal incluso cuando está en peligro la vida de la madre. El Código Penal vigente data de 1884. Tiene más de un siglo de antigüedad. Human Rights Watch señala en un informe de 2018 que es difícil conocer la incidencia de abortos y el riesgo de muertes a consecuencia de esta prohibición en Dominicana, pero sí se aproxima a los datos de países caribeños. La tasa estimada de abortos en el Caribe es de 59 por cada 1 mil mujeres y niñas, 9 puntos por encima de la media en Latinoamérica y 24 por encima de la media mundial. Es decir, según el informe, la prohibición del aborto no disminuye su práctica, solo la hace más insegura.

En la isla, y como ocurre en todos los países donde es ilegal, existen caminos verdes para llevar a cabo un aborto. Todos, unos más o menos seguros, conducen a riesgo de muerte. El corazón de Jeremías latía y Alejandra tenía en sus manos seis píldoras de un medicamento indicado para el tratamiento de úlceras que en mujeres embarazadas puede provocar el aborto. En Dominicana este medicamento se puede comprar con receta médica en la farmacia y, de no tenerla, quienes lo necesitan acuden al mercado negro, donde abunda. Pero ella pudo obtenerlo de forma regular.

Tres píldoras se introducen por la vagina y tres píldoras se toman.

Alejandra hizo el proceso en su casa, sin acompañamiento profesional, una práctica que se considera de riesgo. Se acostó en su cama a esperar. A los pocos minutos, empezó a sentir cómo su barriga se encogía, se retorcían sus entrañas y el bebé se ubicaba en una sola posición. Sentía como un dolor estomacal, pero mucho más profundo.

Ese día, sin embargo, no pasó nada más.

Los dolores cesaron y Jeremías siguió dentro de ella: no hubo sangrado, no hubo dilatación, no hubo emergencia que atender.  

Pasó una segunda vez, apenas dos días después. Tres pastillas tomadas y tres intravaginales de 200 miligramos. Un nuevo proceso, nuevas retorcidas en el estómago, nuevos movimientos de Jeremías, llanto y una espera que parecía infinita.

Nada más pasó. 

Y mientras tanto, el tiempo seguía corriendo, las semanas pasaban y el riesgo aumentaba.

A pesar de todo, Alejandra decidió seguir trabajando, porque tal y como iban las cosas, el gasto del aborto podría incrementarse. Se ponía trajes exuberantes, ensayaba las coreografías y se maquillaba para salir a escena varias veces cada noche. Quien la veía en el escenario jamás se habría podido imaginar lo que estaba atravesando. Tampoco que una vez que se cerraba el telón y llegaba al camerino lo único que hacía era llorar.

 

Transcurrió un mes.

En total, fueron 20 pastillas las que usó, 10 vía oral y 10 vía vaginal. La última dosis fue mayor, de 4 píldoras, y ocurrió, esta vez, bajo asistencia médica en la clínica donde controlaban su embarazo. Las pastillas, de nuevo, no tuvieron efecto en ella.

Un día después, el médico se vio obligado a ponerle fecha a la cesárea: Alejandra ya tenía cinco meses de embarazo y seguir intentando un aborto farmacológico era cada vez más riesgoso. El artículo 42 de la Constitución de República Dominicana indica que nadie puede ser sometido, sin consentimiento previo, a exámenes o procedimientos médicos excepto cuando se encuentre en peligro su vida. Es un artículo que en ocasiones las mujeres usan como respaldo. La clínica se cuida las espaldas recabando todos los informes, exámenes y consultas donde se evidencie, por ejemplo, la malformación del feto y el peligro que corre la paciente. 

Esta intervención no la cubren la salud pública ni los seguros médicos. Hay que contar moneda por moneda. El costo era de 57 mil pesos, alrededor de 1 mil dólares, de los que Alejandra había logrado ahorrar 400. Wander tenía otra parte, que completó pidiendo prestado a sus jefes.

Alejandra estaba muy asustada, solo quería que todo se acabara. Estaba cansada, no dormía ni comía, solo quería estar bien. Entró a quirófano el 17 de enero de 2019. No quiso estar completamente dormida durante la intervención, y les pidió a los médicos que le mostraran al bebé. Pudo verlo. Tenía sus dos manitos. En el cráneo tenía una línea larga y gruesa, roja, de sangre.

“¿Cómo pude yo crear algo así?”, se preguntó.

Se lo llevaron y nunca más lo vio.

Jeremías… el que muestra exageradamente el dolor, el que informa de las calamidades.

Ese nombre no llegó a imprimirse en ninguna partida de nacimiento. La cicatriz en el vientre de su mamá es el único recuerdo palpable que queda de él. Su cuerpo fue entregado a la clínica, y a los padres les dijeron que sería usado para investigar sobre esa condición que le impidió vivir.

Al tiempo de lo ocurrido, Alejandra y Wander decidieron romper su relación. Ella se dedicó a continuar su carrera y siguió bailando en Dominicana, esta vez en otra agrupación. Dice no estar preparada aún para intentar un nuevo embarazo. Las heridas que dejó Jeremías están abiertas, aunque ella las intente olvidar.

 

 

Esta historia fue desarrollada durante el taller “Tras los rastros de una historia”, impartido a través de nuestra plataforma El Aula e-nos a 15 periodistas venezolanos migrantes, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.

Fabiola Mouzo

Me inicié en el periodismo como productora en un canal de televisión regional en Valencia, Venezuela. Pocos meses después pasé a la reportería y me desarrollé en la corresponsalía de un canal nacional. Ahora escribo historias en la prensa escrita local en Córdoba, España.
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