Hace un mes, la tarde del domingo 28 de marzo de 2021, falleció Luis Rugeles a sus 67 años. Tres días después, murió Elba Rodríguez, su esposa. Ambos tenían covid-19 y estaban en Caracas. En medio de su duelo solitario, su sobrino, el escritor venezolano Eduardo Sánchez Rugeles, comenzó a escarbar en sus recuerdos y a explorar facetas de sus tíos que no conocía. Desde Madrid, donde reside, escribió esta historia testimonial.
Fotografías: Álbum Familiar
En memoria de Elba Rodríguez y Luis Rugeles
Mi tío era una figura de autoridad. La memoria infantil de Luis Rugeles me presenta el semblante de un hombre riguroso y estricto. “¡Sobrino, no diga groserías!”, ese regaño enérgico es el primer recuerdo que conservo de él. Mi tío, al igual que su padre, Carlos Martín Rugeles, corrector de pruebas en la Gaceta Oficial de Venezuela, no decía malas palabras. Mi vocabulario basto y delictivo lo sacaba de quicio. La afición a las telenovelas también era un agravio. Alguna vez, en un viejo edificio en Santa Mónica, mientras veía un episodio de Niña bonita con mi hermana, entró a la habitación y apagó el televisor. Nos dijo que ese tipo de contenidos maltrataba nuestro imaginario y degradaba nuestros cerebros en desarrollo. Si queríamos ver telenovelas, teníamos que hacerlo a sus espaldas.
Aquella figura impoluta e inflexible tenía un lado más amable. Mi tío viajaba mucho por asuntos de trabajo. Cada vez que regresaba a Caracas traía una maleta llena de regalos para sus sobrinos. Luis fue el principal financista de mi colección de muñecos He Man (RamMan, Evil-Lyn, Man-At-arms). Antes de entregármelos, me preguntaba si había dicho muchas groserías, si había sacado buenas notas en el colegio y si había dejado de ver telenovelas. Mentía, por supuesto. El paso de los años nos permitió acercarnos de otra manera. La complicidad y la camaradería llegaron con la adolescencia y se fortalecieron con la adultez.
Elba Rodríguez, su esposa, siempre tendrá un lugar especial entre mis afectos familiares. No sé cómo ni dónde se conocieron. Ella era mayor que él y eso dio lugar a singulares habladurías, pero nunca asistí al spin-off de su romance secreto. Elba era una persona selectiva. Un ceño fruncido de mi tía podía intimidar al más valiente, pero conmigo fue una mujer espléndida. Nuestro amor filial era honesto y correspondido. No recuerdo regaños de Elba, tensiones, conflictos, diferencias o llamados de atención. Teníamos una confianza absoluta. Me toleraba chistes que no les soportaba a muchas personas. Hasta nuestra última conversación no dejamos de atizarnos con nuestro humor irreverente.
Luis Rugeles falleció la tarde del domingo 28 de marzo de 2021 en la Policlínica Méndez Gimón, un día después de cumplir 67 años. Tres días más tarde, Elba murió en el Hospital Universitario de Caracas, sin saber lo que le había ocurrido a su esposo.
Dos semanas antes habían sido diagnosticados con covid-19.
En ocasiones, el parentesco desdibuja las vidas de los seres amados. El entorno nos ofrece una perspectiva fragmentaria. Conocía la versión casera de mis tíos, sus máscaras domésticas. El duelo solitario me llevó a preguntarme quiénes eran más allá del circuito reconocible del hogar. Mi tío era ingeniero; Elba, abogada. Me cuesta imaginarlos ejerciendo sus oficios, atendiendo asuntos profesionales, porque nosotros solo compartíamos fiestas decembrinas, semanas de vacaciones o cumpleaños en los que únicamente se hablaba de cosas sin importancia.
En los últimos días, inicié conversaciones por WhatsApp con algunos amigos de mis tíos a los que les expresé mi curiosidad por la historia de esas vidas cercanas, pero también ajenas. Carolina Maggi, una de las personas más próximas a Luis, me hizo llegar por correo un enlace a su última clase por Zoom, un día antes de que le hicieran el hisopado. Por primera vez en mi vida asistí a una cátedra de gerencia. El profesor Rugeles se expresaba con soltura. Lo escuché exponer sus sólidos conocimientos, profundizar conceptos complejos. Didáctico. Detallista. Tomé varios apuntes. Utilicé muchos de sus argumentos para reflexionar sobre mi trabajo literario. En el fondo, hacemos lo mismo: planificar estructuras sostenibles con intenciones científicas o narrativas. Físicamente, parecía cansado. Al despedirse, le advirtió al grupo que el próximo lunes tendrían otro encuentro. Reconoció que tenía un pequeño malestar físico, pero dijo que creía que se trataba de un constipado pasajero.
La clase del lunes fue suspendida.
Joaquín da Silva, quien fue jefe de mi tío en Edelca, me contó detalles específicos sobre su vida laboral: Luis Rugeles entró a la empresa en 1982, en el Departamento de Investigación y Pruebas. Tuve que retroceder el voice varias veces para comprender los requerimientos técnicos del Programa Digital para el Cálculo sobre Tensiones de Maniobras y Análisis de Transitorios en el que mi tío había participado con éxito. Él y su equipo trabajaron en un laboratorio móvil a lo largo del país en el que se evaluaban escenarios de conflicto: simulacros, fallos, cortocircuitos. La experiencia laboral en Edelca fue entrañable y valiosa.
Dos décadas después de su ingreso, Luis Rugeles forzó su jubilación. La empresa a la que le dedicó su vida profesional comenzaba a ser absorbida por el desparpajo de la Revolución. Una persona cercana me contó que días antes de la inauguración de una represa, a la que asistiría el presidente Hugo Chávez, algunos empleados de Edelca recibieron un pack con una gorra y una camisa roja. Luis eligió apartarse. Nunca se disfrazó.
Su segunda etapa laboral se desarrolló en Asincro, una empresa multinacional que ejecuta proyectos de ingeniería. Conversé con algunos conocidos: Betty Baptista, Francesco D’Ambrosio y Celso Fortoul, quienes alabaron sus aptitudes como gerente y los beneficios de su amistad distendida. Un comentario de Celso me llamó la atención. En una oportunidad, Luis se sintió muy abatido por el estancamiento de un proyecto. A pesar de su empeño por comprender y satisfacer las necesidades del cliente, la experiencia no fue exitosa. “Fue la única vez que Luis Rugeles no pudo ejercer a plenitud sus labores de gerencia. Entristecido, cedió el proyecto a otra persona para que lo desarrollara de la mejor manera, porque era consciente de que la resolución no estaba en sus manos. Esa situación le generó un profundo desasosiego, porque se tomaba los compromisos profesionales muy en serio”, me contó Celso.
Elba, por su parte, hablaba poco sobre su trabajo. Recuerdo que trabajaba en el Centro Simón Bolívar, no sé si en un bufete o en alguna institución pública y años más tarde fue consultora jurídica de un banco. Mis tíos nunca llevaron sus dificultades laborales a la casa ni compartieron con la familia grandes reveses o incertidumbres. Las reuniones con los Rugeles eran el espacio de la calma y el esparcimiento.
El amor a la madre es uno de los tópicos literarios más recurrentes de la cultura occidental, un romántico cliché. Me atrevo a decir, sin temor a exagerar, que Luis Rugeles es una de las personas que he conocido que más amaba a su mamá. Las atenciones con mi abuela eran desproporcionadas y espléndidas. Siempre le procuró el mejor lugar en la mesa. Se preocupaba con celo por su comodidad, su buen humor, su paz, con una diligencia tan espontánea como exhaustiva. Carolina Maggi me contó que en la etapa más crítica de su dolencia, en uno de los últimos mensajes que pudo compartir con él, Luis no hizo referencia al deterioro de su salud. Aunque le faltaba el aire, tenía otra prioridad. Poco antes de entrar a terapia, le pidió ayuda a su mejor amiga para encontrar algún medicamento preventivo para su mamá y sus hermanos.
La relación de Elba con mi abuela era tan divertida como tensa. Competían por la atención de mi tío, lo que daba lugar a situaciones caricaturescas. Estas dos mujeres tenían una manera particular de adorarse. De temperamentos aguerridos, ninguna daba su brazo a torcer, bajo ninguna circunstancia. Para Elba, mi abuela siempre fue la “Señora Rugeles”. Cuando Chichí se disgustaba con ella por cualquier tontería la llamaba, simplemente, “la mujer de Luis”. Las reconciliaciones ocurrían entre manjares, parrillas domingueras, tertulias o cumpleaños. Todos los 28 de diciembre, sin falta, mi abuela empeñaba su malicia contra su nuera predilecta. Año tras año, Elba caía en la trampa. La ausencia repentina de mi tía convertirá para nosotros el día de los Santos Inocentes en una singular efeméride.
Cuando éramos pequeños, ante las dudas escolares, mi mamá solía decirnos: “Pregúntenle a su tío”, sugerencia que evitábamos, porque las explicaciones eran exageradamente detalladas y hacendosas. Luis era una persona que se leía los prospectos de las medicinas y las instrucciones de los electrodomésticos. El último mensaje privado que conservo de él, registrado en WhatsApp el 26 de enero de 2021, hace justicia a ese recuerdo. Mi hijo de 6 años está obsesionado con el espacio exterior. En alguna videollamada con Caracas, mientras Luis estaba de visita en casa de mis padres, el niño compartió con sus abuelos su fascinación por las galaxias y, en especial, por los agujeros negros. La conexión a Internet era infame, pensé que no nos habían escuchado. Al día siguiente, recibí un mensaje con un enlace a una web infantil, especializada en ciencia: “Hola, sobrino. Para que se lo leas al chamo y le expliques lo que es un agujero negro”.
Con Elba conversé hasta el final, convencido de que, en cualquier momento, recibiría la noticia de su recuperación. Siempre me llamó por diminutivo. “Dios te bendiga, Eduardito”, dijo al despedirse, en su último voice.
La experiencia de la diáspora obligó a los sobrinos migrantes a compartir un silencioso duelo por Zoom. No dudo que a Luis le hubiera gustado mucho reunir a su familia, reencontrarnos en el patio de Terrazas del Club Hípico o en el terreno baldío de San Antonio. Lo que nunca imaginamos fue que ese encuentro estaría condicionado por su ausencia. Mis primos y yo tenemos más de 10 años sin estar juntos. Después de compartirlo todo, de crecer enredados como en una comuna hippie, nos convertimos en habitantes de mundos diferentes. Nuestros hijos apenas se conocen. Las realidades de los otros nos resultan extrañas. El cariño vive, pero está amedrentado por el tiempo que nos tocó vivir.
Las madrugadas españolas del lunes 29 de marzo y el jueves 1 de abril de 2021 compartí con ellos un respetuoso sepelio virtual e internacional: Ciudad de Panamá, Los Ángeles, Miami, Toronto, Madrid, Caracas, Barcelona (ausente en la pantalla, pero presente en todas las remembranzas). Un grupo de carajitos envejecidos nos encontramos de repente en varios recuadros pixelados; caí en cuenta de que una de las niñas (la que nació un diciembre, hace apenas unos días) ahora es profesional y mamá. A pesar de la distancia, tuve la impresión de que atravesábamos los pasillos de una casa en Los Rosales en la que, en los días de trasnocho, los mayores nos invitaban a dormir alegando que el primero que lo hiciera se convertiría en un grano de oro.
Versos aleatorios del cantautor asturiano Nacho Vegas acompañan los últimos desvelos: “Doy una fiesta a la que asistirá / toda la gente a la que he amado, / pero llego y no veo a nadie”, porque el destierro tiene la costumbre de asimilar las pérdidas como despedidas pasajeras y asumir que, en el mundo conocido, las cosas permanecen tal como las abandonamos.
Cuando mi papá me llamó para contarme lo que había ocurrido en la Policlínica Méndez Gimón compartimos un largo silencio. Y entonces vi pasar la estela de un Malibú amarillo, convertido en Century, por las carreteras sinuosas de San Antonio de los Altos. El televisor se apagó de repente, interrumpiendo un parlamento amoroso de Ruddy Rodríguez en Niña bonita. Y rompieron las olas en la orilla, frente a un conjunto residencial en Margarita y a una casa grande en el pueblo de Machurucuto. Apareció un apartamento en Parque Central, una larga estadía en Schenectady, el sonido de un cuatro, el coro de un aguinaldo. Y las fotos de mi tío en el cuarto del piano de la abuela, el día de su grado de ingeniero en la Universidad Central de Venezuela. Cuando era niño, en aquellas fotos aparecía la imagen de un hombre adulto, serio y estricto. Ahora, al mirarlas con atención, me impresiona darme cuenta de que el adulto soy yo, y de que la persona que aparece retratada es un muchacho asustado e incrédulo, orgulloso por haber alcanzado un sueño. La reflexión interrumpió la remembranza: el conjunto doliente de mi abuela, mis padres, mis tías y mi prima forzó una incómoda parálisis. En voz baja, en letanía, sin estridencias, alcancé a susurrar: “¡Coño ’e la madre, coño ’e la madre, coño ’e la madre, coño ’e la madre, coño ’e la madre!”… Hasta que, como en la famosa secuencia de Game of Thrones en la que el espectador descubre el origen del nombre del personaje Hodor, el balbuceo se convirtió en un ruido ininteligible, censurado por el rigor de la ausencia. “¡Sobrino, no diga groserías!”.