Entre el 16 y el 19 de diciembre de 2016, se produjeron saqueos en Ciudad Bolívar, al sur de Venezuela. Algunos comerciantes decidieron defender sus propiedades y vidas. Adelso fue uno de ellos. Como en las historia del viejo oeste, armó su propio escuadrón para salvarse de ese rapto de rapiña que se apoderó de la ciudad. No sabía, sin embargo, que podía ocurrir algo más grave que perder su negocio.
Si a ese muchacho lo hubiesen matado, Adelso estaría hoy cargando la cruz de una vida perdida a cambio de que no le saquearan el negocio. Y aunque el muchacho sigue vivo, y Adelso se cree por ello tocado por la mano de Dios, vivió esos tres días viéndose a sí mismo como otra persona, o como si hubiese protagonizado una película del viejo oeste y no su propia vida.
Afuera de su negocio tampoco nadie se esperaba una antesala de la Navidad tan fuera de lo normal. Ciudadanos corrientes convertidos en saqueadores de los comercios adonde cotidianamente iban a comprar; hombres armados, en camionetas o en motos, circulando por las calles infundiendo terror y, como si eligieran al azar, violentando santamarías para que otros saquearan; policías uniformados participando de los robos. Ciudad Bolívar se había convertido en un botín en manos de delincuentes consumados y delincuentes sobrevenidos.
Adelso tiene 33 años y desde los 14 vive en el mismo barrio de Ciudad Bolívar donde él y su padre montaron, hace 10 años, esa venta de materiales de construcción. Por eso supo que quienes venían a saquearlo eran sus propios vecinos que llevaba años conociendo, junto a hombres cuyos rostros no le eran familiares pero que, por su aspecto, pertenecían a la avanzada de forajidos que estaba dejándose ver en varios puntos de la ciudad. Al colombiano de al lado ya le habían vaciado un negocio igual al suyo. A su amigo Elías, de la ferretería San Pedro, también. A todos los chinos de la calle de atrás les habían acabado sus ventas de víveres y alimentos. Solo era cuestión de horas, quizás minutos, para que invadieran su terreno.
Su venta de materiales está en un solar arenoso de 2 mil 500 metros cuadrados con dos grandes galpones desnudos de paredes y repletos de puertas de metal, tanques de agua, techos y tubos de todos los diámetros. En un amplio trecho están las montañas de granza y piedra picada. Los largos paredones que lo rodean son bajos, de 1,70 metros de altura, fáciles de saltar. El portón de la entrada principal es grande y pesado, pero igual de bajo.
Montado en el techo de una construcción a medio terminar, que hacía de torre de vigía, los vio venir.
El terreno se extiende de una calle a otra. En una, en el extremo de la avenida España más cercano a la Perimetral que bordea el sur de Ciudad Bolívar, habían comenzado los saqueos el viernes 16 de diciembre en la mañana. Por la otra, al inicio de la calle Colón, venía otro aluvión de gente que fue la que irrumpió en las ferreterías vecinas. Cargaban, a pasos apresurados, planchas de zinc, tubos, bloques en carretillas… Las mujeres reían y, envalentonadas, sacaban fuerzas de donde no tenían para cargar. A cada tanto se paraban y descansaban. Sus maridos acudieron a Adelso dos semanas después pidiéndole que, por favor, les diera unas facturas por si la Guardia Nacional allanaba sus casas. Los camiones que solían estacionarse en las afueras, para ofrecer el servicio de flete a los clientes de comercios como el suyo, estaban ahí, prestos para llevar lo robado. Todo lo veía Adelso desde su torre improvisada.
El colombiano se encontraba a dos horas de distancia y llamó a Adelso por teléfono no más se enteró de que habían entrado a su local.
—¡Adelsito, ayúdeme, me están saqueando el negocio! ¡Ayúdeme que yo estoy en Upata y de aquí a que llegue no voy a encontrar nada!
Adelso llamó a la policía y le dijeron que no podían acudir porque habían recibido la orden de permanecer acuartelados. Llamó una y otra vez, incluso a policías amigos, y la respuesta fue siempre la misma.
Era el sábado en la mañana y Adelso, viendo cómo habían arrasado con los negocios de la avenida España y cómo habían comenzado con las ferreterías de sus colegas de la calle Colón, decidió proveerse de la seguridad que no le brindaban las fuerzas policiales y se transformó él mismo en administrador de la Ley. No permitiría que acabaran con lo suyo.
Llamó a sus primos de Soledad, un pueblo de Anzoátegui separado de Ciudad Bolívar por la parte más estrecha del río Orinoco, y en menos de una hora tenía en el terreno a su propio batallón de custodia. Las dos pajizas y el escopetín que usaban sus vigilantes serían insuficientes, así que también comenzó a proveerse de armas.
Cuando el colombiano, que es un evangélico de convicciones inquebrantables, traspasó su puerta, cerca del mediodía del sábado, se arrodilló con los brazos extendidos hacia el cielo.
–¡Qué me han hecho, Dios mío!
Días después, le contó a Adelso que él mismo se le había acercado a un vecino de la calle de atrás, que construyó unas habitaciones en su casa con materiales que él le había vendido a crédito, y le dijo:
—Vecino, perdóneme. Yo le debí haber hecho algún mal para que usted me saqueara. No sé qué fue, pero perdóneme. Dios lo ama. No le guardo rencor.
A Elías lo saquearon ese mismo sábado. No solo le llevaron el inventario sino que le desvalijaron tres camiones y un carro. Los cauchos, piezas de motor, baterías, reproductores… todo, con la maestría de los ladrones que no se llevan el carro para los picaderos, sino que lo desarman en el sitio, en cuestión de minutos y en medio de la noche. Adelso no dejaría que le hicieran eso.
Se atrincheró en su negocio con toda su familia. El padre, la madre, sus dos hermanas, su tío con sus nueve hijos, sus esposas y sus críos, y con sus trabajadores, los de la venta de materiales y los de la fábrica de bloques que tiene en las afueras de la ciudad. Y para completar, los hombres que sus primos de Soledad pudieron montar en sus camionetas Van con las que hacen viajes hacia los pozos de la Faja Petrolífera del Orinoco. Las mujeres resguardadas en el área de las oficinas y los hombres caminando de un lugar a otro o montados en los techos blandiendo sus armas; las propias, porque algunos de los hombres alistados por sus primos acudieron al llamado con ellas, y las que Adelso consiguió que le prestaran varios amigos.
Veían venir a la multitud y echaban tiros al aire.
—¡Vamos a entrar!, ¡vamos a entrar! —escuchaba Adelso desde el alto de un promontorio de granza, donde se había montado. Es relleno y de baja estatura, pero ágil.
—¡No, vale! ¿Cómo vamos a saquear a Adelso? ¡Tranquilo, Adelsito, que vamos a cuidarte!
—Al que pase le disparo —les respondía—. No pasen, vecinos, porque vamos a disparar.
Adelso bajaba y subía del arrume de granza. Recibía llamadas telefónicas de amigos preocupados. Su teléfono no paraba de sonar. Abría el portón, salía en su camioneta con hombres en la parte trasera sujetando muy bien sus armas enfiladas hacia el cielo, y en minutos estaba de vuelta con más municiones. Intercambiaba municiones con otro vecino del ramo que, al igual que él, se había decidido a custodiar su negocio, luego de que le habían saqueado el de Los Próceres, a pocos kilómetros de distancia. Salía con sus guardaespaldas armados a comprar comida y refrescos para alimentar a su ejército. Alguien de afuera lo mandaba a llamar e iba caminando con cinco o seis hombres de escolta. Habían levantado dos barricadas en la calle Colón, cercando los linderos de su terreno con cauchos, troncos de árboles, basura, que solo se despejaban para que él y sus hombres pasaran. Desde su colina, él hablaba con los vecinos. Les insistía en que no traspasaran ese umbral. Que si así lo hacían se vería obligado a dar a sus hombres la orden de disparar. Ellos le repetían que estaban ahí para protegerlo.
—Protejan de ahí hacia allá —les decía Adelso, como si creyera que de verdad la multitud lo estaba cuidando—. No se vayan a meter, no queremos que vaya a haber un derramamiento de sangre. ¡Yo estoy dispuesto a defender lo mío a costa de mi vida!
El sábado al mediodía Adelso era el comandante de su propio ejército: cerca de 20 hombres armados con Pietro Berettas, morochas, pajizas, escopetas sencillas. Las mujeres cocinaban en su casa, donde vive con su esposa y sus tres hijos, justo enfrente del local, y cruzaban la calle con enormes ollas para alimentar al contingente.
Entonces experimentó lo que creyó que sería lo peor: para él, ese enjambre de personas que saqueaban a su alrededor y amenazaban con entrar a su terreno dejaron de ser personas y se convirtieron en ratas, que estaba dispuesto a aplastar. Nunca había sentido algo como esto. Nunca había sentido que una persona quedara despojada de toda condición humana. Eran tantas las que veía encaramadas en el negocio chino de al lado, que en medio del desorden las veía chocar entre ellas y caer de barriga. Vio a uno lanzarle un aire acondicionado a otro que estaba en el piso listo para recibirlo como si fuese una pelota. Y vio cómo al cómplice le quedó el rostro ensangrentado por el impacto. De la platabanda de sus vecinos chinos caían en su terreno y él ordenaba que los dejaran salir.
Su mandato era claro: solo debían disparar si alguien entraba a saquear. Los disparos debían ser al aire para ahuyentar a los invasores. Tenía que controlar no solo a los que estaban afuera sino a los que estaban adentro.
Así transcurrió el sábado y el domingo. En los alrededores de su fortaleza ya se contaban en más de 300 los comercios saqueados.
Y entonces vino, esta vez sí, lo peor: la llegada de los policías. El mundo al revés. La locura acabando con la pizca de normalidad que quedaba en aquella situación tan inusual.
Ya era lunes en la noche. La ciudad estaba más tranquila y, finalmente, bajo el control de las autoridades. El saldo preciso de negocios saqueados y destruidos: 353. El domingo, Adelso le había pedido a sus primos que se llevaran a buena parte de los hombres y le dejaran solo a los más obedientes, los más tranquilos. Le pidió a Richard, uno de sus trabajadores de confianza, que guardara las armas. Y Richard lo hizo: abrió un hueco, metió las armas en dos bolsas plásticas y las enterró. Les colocó un hule encima. Los guardianes quedaron apenas con un par de escopetines.
Y Adelso decidió irse a su casa a descansar. Tenía tres días sin dormir. Eran las 8 de las noche.
Debía tener poco más de dos horas dormido cuando escuchó los disparos. Y pensó: no me hicieron caso los muchachos, sacaron las armas de nuevo, entraron los saqueadores. Se levantó de un salto y se asomó por la ventana de su casa. Entonces pensó que le estaban matando a su familia.
No podía creer lo que veía: uniformados de la Policía Nacional Bolivariana empinados en el paredón disparando hacia dentro sin mirar. Ahí quedaron visibles las huellas: un tanque de agua con un disparo relleno con un parche de silicón; una pared con disparos; uno, dos, tres. Él comenzó a gritar, todavía dentro de su casa:
—¡No disparen! ¡Esa es mi familia! —hasta que se quedó sin voz.
—Nos están disparando a nosotros —le respondió un policía. Pero Adelso sabía que eso no podía ser cierto. Habían recogido las armas. Los más desobedientes de su ejército ya no estaban ahí. Si alguien hubiese disparado desde adentro no habría quedado nadie vivo. Eran casi las 11 de la noche y es una calle oscura.
—Sal para que hablemos —le dijo uno de los policías.
Este video fue grabado desde el terreno de Adelso. La voz corresponde a pasajes de una de las entrevistas al comerciante. Las fotos de los policías fueron tomadas por uno de sus familiares y las dos restantes corresponden a los saqueos y destrozos en ferreterías vecinas de la calle Colón.
Adelso salió, sin camisa y sin zapatos, solo con un blue jean puesto.
Adentro, ya había ocurrido el asalto, porque esa fue la palabra que usaron los policías que entraron por la otra calle tumbando el zinc que completaba el paredón.
Eran una camioneta y un jeep. Una por la calle Colón y el jeep por la avenida España. De allí se bajaron unos 12 policías que arremetieron por los dos accesos con disparos que se cruzaban como una corriente de aire.
—¡Esto es un asalto! —gritaron los de la calle Colón y sometieron al hombre de Adelso que custodiaba ese lado del terreno. Lo esposaron en el suelo y cada policía que entraba, en seguidilla, le daba una patada.
—¿Quién es Adelso?
—Yo soy Adelso —les mintió el muchacho esposado con la voz ahogada en la tierra.
Y continuaron hacia adentro. Una de las hermanas de Adelso preparaba perros calientes. Los demás jugaban dominó. Estaban por cenar.
Sometieron uno a uno a los nueve centinelas. En el piso arenoso conformaron una fila de hombres muy quietos, boca abajo, que parecían muertos, entre los que estaba el muchacho herido con un disparo en el pecho aplastando el charco de su propia sangre. Al ver a los policías, el chico de 16 años había alzado los brazos como lo hacen aquellos que se rinden y una bala le entró por un costado, cerca de la axila.
Esa fila de hombres que parecían muertos y la sangre fue lo que vieron Adelso y su hermana Isabella cuando abrieron el portón para hacer entrar a los policías, intentando mostrarles que adentro no había saqueadores sino gente resguardando el negocio, su familia. El hijo de Adelso, de 13 años de edad, había corrido hacia adentro pensando en la suerte de sus primos, y él lo siguió para atajarlo.
A Isabella se le esfumó el miedo. Iracunda, comenzó a gritarles a los policías que eran unos malnacidos, unos asesinos, que aquello era abuso de poder.
—¡Cállate, puta! —le gritó uno de los uniformados y la haló por los cabellos. La golpeó.
Adelso la rodeó con sus brazos, exigiéndoles respeto, y otro policía se le vino por detrás y le dio un planazo en los muslos. Le exigió que saliera del negocio, su negocio. Y Adelso tuvo que salir. E Isabella tuvo que salir. Sin saber si los que quedaban dentro del área de las oficinas estaban con vida.
Media hora. No se extendió por más de media hora la incursión policial. Los hombres de Adelso les dieron las armas, que era lo que los policías buscaban, y se marcharon cargando con el muchacho herido, rumbo al hospital, y ocho detenidos más. En el acta que consignaron en la Fiscalía a la mañana siguiente declararon la incautación de cinco armas, aunque fueron 12 las que se llevaron. Adelso contó lo que se habían llevado después de que se habían ido y pudo entrar a su terreno.
Entonces fue al hospital para saber del chico de 16 años. Supo que estaba bien, que la bala apenas le había paseado por el pecho. No debía cargar la cruz de una vida perdida a cambio de que no le saquearan su negocio. Ahora le tocaba interponer la denuncia en la Fiscalía, como lo hizo al amanecer del martes, y esperar la decisión de la justicia.