Cuando tenía 1 año y 3 meses de edad, a Ricardo Andrés le detectaron un enorme tumor adherido al hígado. Por eso debían operarlo. Sus padres y Musa Eekhout, la cirujano pediatra que se encargó de su caso, unieron esfuerzos para llevar adelante el complejo procedimiento quirúrgico en el menguado hospital Luis Ortega, de Porlamar.
Fotografías: Álbum familiar
“¡Y es dichoso aquel a quien aman las Musas! De su boca fluye una voz dulce. Si se entristece alguien, gimiendo en su corazón, con el alma herida por un dolor reciente… ese alguien olvidará sus males y no se acordará más de sus dolores, pues los dones de las Diosas le habrán curado.”
Hesíodo (La Teogonía,VIII a. C).
Ricardo Andrés comenzó a caminar a sus anchas en la casa de los abuelos, en San Felipe, estado Yaracuy. Daba pasitos temblorosos, pero al verlo tan suelto, ese día de septiembre de 2016 todos celebraron. Tenía 1 año y 3 meses de edad, y era un niño muy querido. Sus padres, Lemnis —una artesana y orfebre de 41 años— y Guillermo —un técnico en refrigeración de 53— lo habían deseado con todas sus fuerzas. La historia de cada ser humano se va escribiendo desde el deseo y, cuando finalmente lograron concebirlo, después de muchos intentos, se sintieron afortunados. El bebé nació el 8 de junio de 2015, en El Valle del Espíritu Santo, en La Isla de Margarita, donde vivían.
Al regresar a casa, días después de aquel viaje familiar a la casa de la abuela, Guillermo observó que el abdomen de su hijo estaba muy distendido. Se lo comentó a Lemnis, quien ya se había percatado. Pensaron que podía tratarse de un trastorno gastrointestinal, porque Ricardo Andrés ahora se desplazaba a cualquier lugar, jugaba con lo que tuviera a su alcance y a veces se metía en la boca cualquier objeto.
Lo llevaron a una consulta privada donde lo atendió la joven pediatra Cristil Ochoa. Al examinar al niño, palpó en el lado derecho de su torso una gran masa. Preocupada, se asesoró con la doctora Musa Eekhout, quien había sido su profesora en el postgrado de pediatría. Y antes de referírselo a ella, les indicó a los padres que le hicieran al pequeño una tomografía de abdomen con doble contraste: ante la sospecha de tumores malignos pediátricos, los médicos saben que se inicia una carrera contra el tiempo. Como un animal salvaje, el cáncer rápidamente devora las células y tejidos sanos de sus víctimas.
Si se trataba de eso, había que tomar la delantera.
Cuando la doctora Musa recibió a Ricardo en su consultorio de la Clínica El Valle, confirmó la presencia de la tumoración haciendo cuerpo con el hígado: ocupaba, de acuerdo con el examen preliminar, más del 50% del abdomen. Era tan grande que la especialista calculaba que incluso podría abarcar aún más, hasta un 70%. Debían operarlo, pero antes, era necesario que le practicaran muchos exámenes, la mayoría en centros privados, porque no había alternativas en los públicos.
Lemnis y Guillermo pensaron en sus ahorros, que habían reunido para emigrar. Pero la vida ahora los obligaba a moverse hacia un escenario más inquietante, más incierto.
A consecuencia del tumor, Ricardo comenzó a caminar como un pingüino, abriendo sus piernas; tenía que buscar el equilibrio para no irse de bruces. Sin embargo, jugaba alegre, corría, saltaba y comía muy bien. No había otros indicios de ningún dolor físico ni malestar. Lo que crecía en su abdomen era un mal silencioso.
Los padres querían que la intervención fuera en una clínica en vista de los escasos recursos del Hospital Luis Ortega de Porlamar, donde la doctora Musa proponía que se llevara a cabo. Pero ella les insistió en que los gastos de una cirugía de esa magnitud, aunado a los días en la terapia intensiva que probablemente requeriría, serían inabordables. Y les recomendó que invirtieran el dinero que tenían en conseguir todo lo necesario para la operación en el hospital. Que ella misma se encargaría de hacerlo posible.
Mientras lo recaudaban, Ricardo pasó por la consulta de diferentes especialistas: cardiólogo, neumólogo, nefrólogo y gastroenterólogo. Algunos, al conocer los detalles del diagnóstico, dejaban traslucir su incertidumbre. Lemnis y Guillermo también lo llevaron a sesiones psicológicas: querían prepararlo para lo que iba a vivir, pues una cirugía representa una gran agresión para un niño tan pequeño. A través del juego terapéutico se le podía ayudar a anticipar y a asimilar esa vivencia.
Y así se hizo.
La doctora Musa estaba segura de poder llevar a cabo la intervención en ese hospital de pisos y paredes lustrosas, en cuyos depósitos, sin embargo, no había siquiera antibióticos ni suturas. El ímpetu de la pediatra quizá era movido por su vocación: asume su labor médica fervientemente. De niña jugaba a ser médico; no recuerda haber querido ser otra cosa y en eso se convirtió. Le tocó sortear enormes dificultades para ejercer su carrera: se formó como pediatra en su Caracas natal, en el hospital José Gregorio Hernández, conocido como Los Magallanes de Catia, donde sobraban las carencias. Desde hacía algunos años vivía y trabajaba en Margarita, una isla que no estaba aislada de la debacle del país.
—Vengo de la guerra —ha bromeado recordando aquellos días en Los Magallanes de Catia, como una forma de decir que podía ejercer su profesión aunque las circunstancias parezcan impedírselo.
Para planificar la intervención de Ricardo, reunió a un equipo de profesionales. Les advirtió que durante y después del procedimiento eran muchos los riesgos: un voluminoso tumor adherido al hígado podía generar un gran sangramiento al momento de la extracción. También se podían afectar los riñones, y en el postoperatorio podrían presentarse complicaciones por cambios hemodinámicos y respiratorios, o por una infección.
A pesar del pésimo panorama —los continuos exámenes reportaban que el tumor continuaba creciendo, como una nube densa, oscura y acechante—, Lemnis y Guillermo se concentraron en conseguir todo lo necesario. No perdieron la fe en Dios. Desde luego que hubo noches largas en las que no pudieron dormir. Pero entonces rezaban. Y enseñaron a Ricardo a rezar.
Cuando tenían todo listo, en noviembre de 2016, iniciaron una remodelación en la Unidad de Terapia Intensiva del hospital. La doctora Musa decidió programar la intervención para el 17 de diciembre, cuando ya la sala estaría operativa de nuevo. Sin embargo, cuando ese día llegó, la cirugía tuvo que ser suspendida porque Ricardo tenía gripe: la operación fue reprogramada para el 17 de enero del 2017. Pero eso no amilanó a Lemnis. “Esta no será la última Navidad con Ricardo Andrés”, pensó.
—Doctora, todo va a salir bien, ¿verdad?
Faltaba un día para la operación y Lemnis era optimista.
—Estoy convencida de que sí —respondió la especialista—, porque hemos hecho todo el esfuerzo para que las cosas salgan súper bien. Te voy a decir algo, no sé si tú crees en eso, pero yo siento que opero con la Virgen del Valle.
La mamá de Ricardo sonrió.
A la doctora Musa, al igual que a ella, le había costado mucho concebir y, después de varios intentos, consiguió embarazarse: es madre de un niño de 7 años, así que podía imaginar lo que Lemnis estaba sintiendo.
—Tengo solo un niño que llevé en la barriga —le dijo— pero tengo un montón por allí, como semillas regadas por la tierra. Eso no tiene comparación, eso me llena la vida. Hemos hecho felices a muchas familias.
En ese momento Lemnis le entregó un collar hecho por ella a la doctora Musa con la imagen de la Virgen, patrona de Oriente. No era un detalle menor: las dos mujeres se sentían en consonancia espiritual. Tal vez era eso lo que faltaba.
—¡Doctora, se puso el collar!
—¡Claro!, me lo habías hecho para que me lo pusiera. Ella va a operar conmigo.
La conversación entre Lemnis y la doctora Musa, aquel 17 de enero de 2017, fue breve. Todo estaba dispuesto y no faltaba nada, porque tanto la familia como los médicos y enfermeras se unieron en una campaña de recolección de recursos. En una isla tan pequeña como Margarita, las peticiones devinieron en una cadena de solidaridad. Amigos y desconocidos donaron medicinas e insumos. Incluso algunas clínicas privadas hicieron aportes.
Una legión de médicos entró al quirófano. La doctora Musa iba acompañada de Pedro Salazar, su esposo, y de Alirio Rodríguez, quienes eran cirujanos como ella. También estaban Arnaldo Cogorno, médico amigo de la familia, y varios anestesiólogos, enfermeras y residentes de distintas áreas. El caso sería documentado con fines docentes.
La cirugía comenzó a las 8:30 de la mañana. Ella comenzó tomando el bisturí. Se abstrajo completamente de su entorno. Olvidó los múltiples ojos que tenía sobre sus manos. El sonido del monitor le indicaba cómo iba la anestesia. Hundió el bisturí en la delicada piel. Observó los primeros vestigios de sangre. Horadó el diminuto cuerpo, buscando encontrarse frente a frente con el tumor. Abrió toda la piel y luego los planos del abdomen: el tumor estaba prácticamente pegado a la pared abdominal. No había espacio para mirar a ninguna parte: solo veía el gran tumor, tenso, con infinidad de vasos sanguíneos.
Se tomó unos segundos para pensar.
Había visto tumores similares a ese, pero jamás uno tan grande. Era enorme.
“Vamos a ver quién es más poderoso, si tú o yo”, se dijo para sus adentros.
En esos instantes se producía una sagrada danza. Para la doctora Musa, operar es como un baile misterioso: el cirujano se mueve y el ayudante sabe para dónde va. Un milímetro hace una gran diferencia. El baile debe estar sincronizado. Y los ejecutantes prestos a desplazarse juntos a cada paso.
Cuatro horas estuvieron allí.
—¡Cuidado por aquí! —decía el doctor Alirio, muy nervioso—, no te metas por ahí, ¡cuidado, cuidado!
—Quédate quieto, Alirio, se te va a subir la tensión a ti —respondía ella, confiada.
Tras aquella meticulosa cirugía, Ricardo Andrés había sobrevivido al tumor gigante.
Al finalizar, se le hizo una biopsia al cuerpo extraño que había amenazado su anhelada existencia, y se confirmó el diagnóstico: no era cáncer. Se trataba de un hamartoma, tumor benigno de comportamiento maligno por su acelerado crecimiento. Pudo haber comprometido los órganos vecinos; pudo haber producido infinidad de complicaciones. Ricardo solo estuvo un día en terapia intensiva y, al sexto día, fue dado de alta en perfectas condiciones. Salió del hospital con un hambre voraz.
Ricardo ya no vive en la Isla de Margarita. Se fue con sus padres a Colombia, porque en Venezuela les resultaba cuesta arriba continuar con los controles médicos.
Han pasado dos años de aquella intervención y la doctora Musa no deja de recordarla como una hazaña. Sabe que hoy sería imposible conjugar esfuerzos en el hospital para repetir con éxito una cirugía de esa envergadura. En 2017, cursó el componente docente en la Universidad de Oriente y presentó un proyecto para crear un postgrado de cirugía pediátrica en el Hospital Luis Ortega de Porlamar: quería enseñar lo que sabe.
Pero fue engavetado. Ya no quedan residentes de pediatría en el servicio, todos se han ido. Aunque la medicina para ella ha sido su gran sueño desde niña, y a pesar del ímpetu con el que asume su labor, a veces las circunstancias la han llevado a pensar que escogió la carrera incorrecta.
Terminó emigrando también del país, igual que Ricardo y sus padres. Lo pensó, lo pensó mucho. Quiere garantizarle a su hijo una educación de calidad y en Venezuela esto se hizo difícil. Por eso viajó a Caracas para buscar sus papeles en el Hospital José Gregorio Hernández. Vio el edificio deteriorado y lleno de escombros, y en el Servicio de Cirugía Pediátrica solo encontró a uno de sus maestros, ya jubilado, que estaba allí solo para firmar los documentos de los médicos que estaban por migrar. La doctora Musa lloró. Sin embargo, gente como ella siempre sostienen una mirada elevada hacia el porvenir.
—Guardo la esperanza de que todo esto va a cambiar —dice—. Y yo estoy dispuesta a volver para formar a los médicos. Amo la docencia. Esa es mi pasión. Claro que lo haría, volvería a Venezuela, volvería a la Isla de Margarita.