Un médico llega a trabajar en un dispensario médico de un caserío del estado Trujillo en el que desde hacía mucho tiempo no prestaban atención médica. Un curandero, al que en la comunidad llamaban doctor, se interesa en conversar con él. La ciencia médica, lo mágico religioso y la fe se encuentran en esta historia.
ILUSTRACIONES: ANDRÉS ROMERO
El arte de curar es tan viejo como la historia, mientras que la ciencia de la medicina es relativamente joven, y hasta estos tiempos no se ha valido por sí misma.
Dana W. Atchley (1965)
Comencé mi carrera como médico en Trujillo, en Los Andes venezolanos, donde nací. Tenía 25 años y acababa de graduarme cuando, en agosto de 1974, el director estatal de salud me ofreció encargarme de la medicatura de Tres de Febrero, una comunidad ubicada en la zona baja del distrito Betijoque.
Era un dispensario pequeño que llevaba más de un año sin médico. En aquel entonces se estimaba que en el caserío vivían, a lo sumo, unas 1 mil personas. La mayoría eran agricultores que vivían principalmente del cultivo del plátano.
La gente sintió alegría al enterarse de mi llegada. No más se enteraron, muchos me visitaron para ponerse a la orden. El alguacil, el boticario, algunos pulperos. Dos enfermeras me informaron sobre la situación sanitaria de la zona: me contaron que hacía mucho tiempo que no se llevaban las estadísticas, no se hacían visitas comunitarias y mucho menos se atendían pacientes.
Poco tiempo después, comencé a atender consultas.
La gente del pueblo acudía cada vez con mayor frecuencia a la medicatura. Yo contaba con una enfermera auxiliar que se encargaba de anotar a los pacientes, de las inyecciones y las curaciones; y con una higienista, que me acompañaba a las jornadas de consultas preventivas, de vacunación y en las charlas que comencé a llevar a cabo en la comunidad.
A pocas semanas de haber llegado, algunos pacientes me comentaron que había un curandero de la zona que atendía a mucha gente. Que era muy efectivo: podía alejar la mala suerte, asegurar buenos matrimonios y curar todo tipo de enfermedades. Mientras que no había médico en la comunidad, él atendía a la gente: los examinaba, los diagnosticaba… El fulano, a quien le decían “doctor”, trataba a sus pacientes con ensalmos y rezos, pero también recomendaba medicinas patentadas, que la gente compraba en la única botica del pueblo, ubicada justo al lado de su “consultorio”.
Sí, a ese lugar en el que él atendía le llamaba “consultorio”.
Yo, en ese momento, pensaba que los curanderos eran simples charlatanes (aunque no desestimaba que algunas personas pudieran curar con sus conocimientos de botánica). Un lunes por la mañana, me enteré de que el curandero estaba buscando la manera de hablar conmigo. Lo supe porque la enfermera lo vio en una pulpería del pueblo y él le manifestó su deseo de verme. Yo, también un poco intrigado por ese personaje del que muchos me habían hablado, acordé recibirlo en mi consultorio la tarde del miércoles de esa misma semana.
—Vengo a saludarlo, doctor —me dijo apenas entró.
Sin que tuviera tiempo de emitir alguna palabra, agregó:
—Como usted sabe, por aquí hay mucho enfermo… de tantos males… y usted sabe, doctor, tenemos que partir el trabajo entre usted y yo: lo que usted no cure, me lo deja a mí.
—Yo sabía que usted trabajaba por esta zona, el boticario me mostró una de sus recetas —lo interrumpí, tratando de ser amable—. Pero también he visto a un niño diagnosticado por usted con “mal de ojo”… Un niño a punto de morir, que, déjeme decirle, usted no supo tratar y que gracias a Dios lo trajeron aquí…
Me refería a un niño que habían llevado a la medicatura con fiebre alta. Se quejaba mucho. Al examinarlo, descubrí que se trataba de una meningitis bacteriana que tuve que referir de urgencia al Hospital Central de Valera. Afortunadamente, se salvó de una enfermedad que, si no se trata a tiempo con altas dosis de antibióticos, es fatal.
—¿Cómo? —exclamó el hombre, llevándose las manos a la cabeza. ¿Me está diciendo que usted cura el “mal de ojo”?
En ese momento, recordé un viejo truco de mi padre, y levanté un paquete de cigarrillos que estaba sobre la mesa, extraje uno y se lo ofrecí al curandero.
—Desde niño, tengo la capacidad de advertir las cosas y buscar soluciones —le dije—. Quizá por ello puedo dominar la mente, y quien domina la mente tiene el dominio de la vida.
A medida que iba hablando, el curandero se mostraba más interesado en lo que yo decía. En algún punto de la conversación, saqué los cigarrillos que quedaban en el paquete, tomé el papel brillante en el cual estaban envueltos y lo estrujé, mientras le decía:
—Mire, hay que estar seguro de que lo que usted dice que es “mal de ojo” no sea una enfermedad terrible para la cual usted no está preparado.
Lo miré fijamente y agregué:
—Tenga, apriete fuerte este papel.
—¡Caramba, doctor, este papel está caliente, casi me quema las manos! —exclamó, y bruscamente lo tiró a la papelera.
—Fíjese ahora cómo soy capaz de comer candela —continué.
Tomé una torunda empapada en alcohol, la prendí con un yesquero, y la introduje en mi boca. Luego tomé otra y, finalmente, fui tirando lentamente una cinta roja que sacaba parsimoniosamente de mis labios. En verdad, era un truco muy viejo que había aprendido de mi padre, quien siempre alegraba a la familia con ilusiones mágicas como esa que acababa de hacer. En casa o en mi consultorio nunca faltaba la magia.
—Oiga, doctor, estoy sorprendido —me dijo—. Vamos a ayudar juntos a esta gente. Cuente conmigo; de ahora en adelante me voy a dedicar a los que consultan por la mala suerte o por cuestiones de amores. Pero no por asuntos de salud.
Ignorando lo que me acababa de decir, le dije:
—Me comentó hace un rato que le dolían las piernas, ¿cierto? Tenga: estas pastillas son para esos dolores. Tómese una con cada comida.
A partir de entonces, me comprometí a demostrar cada día mi competencia como médico para lograr el visto bueno de la comunidad. Desde aquella reunión, el curandero y yo tuvimos una buena relación: me saludaba en la calle; y me refería a los pacientes, sobre todo a los niños. No puedo asegurar que dejó de recetar con medicinas a quienes acudían a su “consultorio”. Pero, por su trato amable, sentí que toleraba mi presencia en el pueblo.
¿Había valido la pena demostrarle al curandero que tenía “poderes sobrenaturales”, valiéndome de viejos trucos que aprendí de mi padre? ¿O debí simplemente ejercer mi profesión ignorando las creencias mágico-religiosas de la gente? Durante mucho tiempo, cuando recuerdo aquella experiencia, me he hecho esas preguntas.
De una cosa estoy seguro: aquel curandero se convirtió en una suerte de aliado para mí. Y eso lo agradecí porque fue una forma de legitimar mi presencia allí. No solo compartía conmigo “sus pacientes” (es posible que los casos delicados fueran los que prefería enviarme), sino que además recibí muchas notas escritas por él, pidiéndome que evaluara y tratara a la persona en cuestión. Me los refería como si fuera un colega suyo.
Asumí que él era parte del pueblo. Y entendí que una diatriba o un enfrentamiento no tendrían sentido.
¿Cómo imaginar que tendría que lidiar con un antagonista de mi propio oficio?
Los nombres pueden variar: curandero, brujo, chamán, iluminado, etcétera. El insigne médico sanitarista venezolano Romer Arapé García lo refería como una realidad socio-antropológica que el médico no debe subestimar. Es un remanente moderno de antiguas tradiciones mágico-religiosas defendidas por los pueblos originarios del continente americano.
Orgullo.
Esa es la palabra que uso para significar que los médicos no solemos aceptar que una persona pueda curar por otros medios. Sí, sigo pensando que muchos de estos personajes son charlatanes y que representan un problema, pero si un paciente tiene un problema emocional puede que acuda a ese “doctor”, que lo escucha y le da apoyo. El curandero que escucha atentamente al paciente y pregunta más acerca de sus molestias, ofrece simpatía y su compasión calma a un alma atribulada. Y despierta la fe.
Con el tiempo, he entendido que hay enfermedades mentales, emocionales, físicas y espirituales que pueden sanar mediante tratamientos herbolarios y masajes. Cuando los sistemas de salud son malos, como ocurre en Venezuela, proliferan estos personajes y los enfermos los prefieren porque puede ser la única opción.
No he presenciado una curación milagrosa. Pero hay evidencia de que la oración, incorporada al acto médico, tiene un gran papel. Recientemente, un colega con un problema hepático me comentó que ha logrado su curación sin tomar medicinas. Solo orando. Con fe. Tener fe en Dios hace que la práctica de la medicina sea un arte, a pesar del extraordinario progreso en la ciencia. Quizá esta sea una herramienta que los curanderos, como aquel que me topé apenas comenzaba mi carrera, toman en cuenta.
Esta historia fue producida en el curso Medicina narrativa: los cuerpos también cuentan historias, dictado a profesionales de la salud en nuestra plataforma formativa El Aula e-nos.