La noche del 23 de enero, horas después de que el diputado Juan Guaidó jurara como presidente encargado de la República, las FAES reprimieron protestas en zonas populares consideradas bastiones del chavismo. Llegaron al barrio José Félix Ribas de Petare llenando a los vecinos de terror. La periodista Génesis Carrero Soto cuenta cómo ella y sus familiares vivieron ese largo estruendo.
Fotografías: Román Camacho y Génesis Carrero Soto
—¡Por favor, vente ya! Aquí hay un poco de tipos armados y dicen que van a prender la calle —gritó mi tía al otro lado del teléfono, con tanta desesperación que sentí que sus palabras me arrastraban hasta donde ella estaba.
Luego de colgar la llamada, apuré como pude todo lo pendiente en la redacción del portal de noticias donde trabajo, que ardía tanto como el país esa tarde del 23 de enero, y faltando 10 para las 7:00 de la noche, conseguí que un amigo motorizado accediera a llevarme a casa.
Pero ya era tarde.
Mientras recorría la autopista Francisco Fajardo, hacia el este de Caracas, ese dolor de estómago que sobreviene con el susto empezó a desesperarme. Todo estaba muy oscuro, lleno de vidrios y de escombros. Avanzamos tan rápido como mi amigo pudo y a cierta distancia del elevado de Petare solo se veía algo muy grande arder.
Debajo de la estructura vial, mientras intentaba afinar la vista para lograr identificar que lo que ardía más adelante era una gandola, sonó el teléfono al mismo tiempo que una ráfaga de tiros.
—¿Mami, dónde estás? ¡Por Cristo, no te puedes venir! No te vengas, esto es una guerra.
Yo le grité a mi tía que ya estaba en Petare, pero los ruidos de las detonaciones de un lado y del otro del teléfono cortaron la comunicación.
En ese momento, de la nada, salió un hombre con una pistola en la mano y nos gritó que nos fuéramos de esa mierda, que nos iba a caer a tiros. Todo eso lo decía mientras manoteaba con el arma, pero tuvo que esconderse cuando otra ráfaga de tiros detrás de nosotros lo sorprendió.
—Llegaron los malditos del FAES —fue lo último que pude escuchar antes de que mi amigo arrancara la moto y un funcionario lo obligara a cruzar frente al Cristo de Petare, ese mismo que invocó mi tía y cuya gran figura miraba inerte el caos desatado a sus pies.
Sobre la moto nos perdimos en la oscuridad que cubría todo Petare como un manto. Yo solo gritaba que debía regresar, que mi familia estaba allí atrás, en José Félix Ribas, pero mi amigo aceleró y me sacó del barrio.
El susto me había invadido desde antes, cuando a las 6:00 de la tarde escuché que habían iniciado las protestas en Petare. Sé, porque lo he vivido, que en mi barrio las protestas nunca terminan bien. Botellas, bombas caseras, tiros, gritos, represión, saqueos, enfrentamientos. Oscuridad, mucha oscuridad y mucho miedo. Eso es lo que contiene una manifestación en una zona popular, y la tarde del 23 de enero todo estaba puesto sobre la mesa para que José Félix Ribas se convirtiera en un terreno minado.
Es uno de los 1.800 barrios del municipio Sucre, en el estado Miranda. Está en Petare, la zona que le dio a la capital el apodo de “Carakistán” y que es reconocida por ser la de mayor densidad poblacional de todo el continente, con 10 sectores concentrados en un kilómetro cuadrado de montaña en el que viven, unos encima de otros, alrededor de 120 mil ciudadanos.
Allí, en una de esas casas sin separación unas de otras, vivo desde hace más de 10 años, cuando me vine a Caracas desde el estado Aragua a estudiar comunicación social. Y allí mismo fue desde donde mi familia vivió las más aciagas horas la noche después de que Juan Guaidó, líder del Parlamento Nacional, jurara como presidente encargado de Venezuela, y que las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) salieran a las calles a reprimir manifestaciones antigubernamentales en zonas populares donde el chavismo llegó a ser muy fuerte.
En José Félix, un grupo de personas salió a trancar la avenida principal de Palo Verde esa tarde del 23. La protesta dio un giro cuando se unieron civiles armados que se enfrentaron con armamento de todo tipo a los funcionarios de las FAES. Nada de parecido tuvo la manifestación de esa tarde con las voces opositoras que se alzaron por primera vez en José Félix, en 2017. Antes de eso en la comunidad reinaba el chavismo, resguardado por el colectivo “La Fortaleza”, que hace vida allí, e impulsado por los seguidores del oficialismo que cumplían con fe ciega los lineamientos del Partido Socialista Unido de Venezuela.
—Estamos en el cuartito del medio. Todos en el piso, los tiros se pueden meter por el techo. No sé dónde meterme —dijo mi tía al teléfono entre el llanto y las detonaciones que no la dejaban hablar.
En los barrios caraqueños los techos son de zinc y las balas perdidas siempre encuentran nicho en ellos. Mi tía lo sabe, los huecos que ya ha tenido que tapar le dan la razón, por eso tenía conciencia de que no había otra salida que tirarse al piso, ponerse algo encima y rezar.
Las ráfagas de tiros no pararon en, al menos, tres horas. Mientras tanto, logré encontrar asilo en la casa de un amigo en un sector cercano a Petare, lo suficientemente lejos para estar a salvo, pero tan cerca que aún podía escuchar las detonaciones.
Cada llamada de mi tía era una puntada en el estómago.
—Nos mandaron a apagar las luces. Nos dicen que no podemos salir de la casa.
No podía imaginar cómo se sentía mi gente mientras trataba de mantenerse a salvo, arrastrándose en uno de los cuartos más pequeños de la casa. Sonó la primera granada y sentí pánico, como si estuviera ahí con ellos, cuando escuché la detonación en un audio que pasaron por un grupo de vecinos en WhatsApp. Ese estruendo marcó un nuevo ciclo para los habitantes de José Félix, a quienes les tocaría ver entrar al barrio, en los días sucesivos, a funcionarios buscando como perros a los delincuentes que respondieron a su ataque de la noche del 23 y las municiones que guardan dentro del ecosistema de ranchos que componen la zona.
Llamaba a mi tía y a mis primos cada cinco minutos. Ellos son la familia que me adoptó en Caracas y saberlos en peligro era una tortura. Pensaba que podían meterse a la casa, robarlos, golpearlos. Me angustiaba imaginar que los funcionarios arremetieran contra los vecinos. Lo han estado haciendo en esta nueva oleada de protestas, en zonas como Catia, El Limón o San Agustín, donde la mira de los fusiles de estos hombres apunta a los manifestantes y a las viviendas cercanas, más que a quienes sí pueden defenderse con un arma.
—Mami, esto no para. Estoy segura de que entró algo a la casa. ¡Dispararon para la casa! No me puedo asomar, me van a pegar un tiro —dijo mi tía y se cortó la llamada.
Yo temblaba sobre el mueble de la sala de esa casa ajena. No quería estar allí. No podía estar allí. Necesitaba estar con ellos. Intenté llamar unas 15 veces, pero ya habían activado el sistema para cortar las comunicaciones en el barrio. Ni Twitter, ni WhatsApp, ni internet; nada funcionaba. Lograr que una llamada cayera era un acto de fe.
Pero ya lo audios y videos habían comenzado a rodar y no paraban de llegar. Cada uno era más alarmante que el otro.
—Esa gente carga chalecos, radios, metralletas, pistolas. No sé cuáles son los policías y cuáles no —me contaba otra vecina residente de la Zona 5 de José Félix Ribas. Ella, como tantos otros en el barrio, siguió las instrucciones que nadie sabe de dónde salieron de que apagaran las luces. No se asomó nunca en la ventana, y cuando lo hizo fue con el cuidado de quien ve algo prohibido.
Mientras se daba el tiroteo, otra vecina me recordaba las protestas de 2017 y cómo se produjeron saqueos en distintos negocios durante varias madrugadas. Pero yo también viví eso y nunca vi a los manifestantes, que sí eran puros muchachos, lanzar más que piedras y bombas caseras que fueron respondidas por la Guardia Nacional con lacrimógenas y perdigones.
Esta vez ocurría algo distinto. Desde el Foro Penal, lo explicaron así: “La nocturnidad y ataque a zonas populares caracterizan la nueva oleada de represión en Venezuela”. Gonzalo Himiob y Alfredo Romero, abogados a cargo de esta organización defensora de presos políticos, aseguran que existe un nuevo esquema en materia de detención de los manifestantes que está marcado por el uso de fuerzas policiales sin preparación para contener manifestaciones públicas y con “armamento de guerra” empleado en sus actuaciones.
Yo conocía esos detalles porque los reporté en otras comunidades de Caracas desde el 21 de enero, cuando empezaron las protestas; por eso el 23 en la noche descubrí cuánto de verdad tiene aquella frase de que a veces es mejor no saber. Solo pensar que había una posibilidad de que hombres vestidos de negro, fuertemente armados y con esa furia animal de quien anda cazando a su presa, entraran a mi casa, me paralizaba.
En el quinto Padrenuestro, y luego de que el estruendo de otra granada me hiciera brincar del mueble, por fin mi tía atendió la llamada. Me atendió ella. Ella y nadie más. Su voz cortó todos mis malos pensamientos, disipó esa idea que me rondó la cabeza de que alguien más respondería pidiendo que me fuera corriendo a algún hospital.
Ya eran las 11:00 de la noche y me contó que la gente del barrio seguía dando vueltas, pero que habían dejado de disparar porque aquella granada había calmado todo. José Félix parecía deshabitado. Estaba en absoluta oscuridad y calma luego de tres horas de tiros sin tregua.
Ningún vecino se atrevió a prender alguna luz esa noche.
Las huellas de la guerra quedaron allí marcadas como un presagio de los días siguientes. Ese tiro que escuchó mi familia fue un disparo de FAL o escopeta que entró a la casa, atravesó la ventana de vidrio y habría podido dar en el cuerpo de cualquiera de ellos, de no haber sido por ese cuartito de los corotos en medio de la casa que terminó siendo el bunker en el que encontraron refugio.
A las 6:00 de la mañana del 24 de enero logré llegar a casa y pude comprobar que otro impacto de bala se había colado por el techo. En la calle todo el mundo andaba apurado haciendo sus recorridos, sus compras y nadie hablaba de muertos, de heridos.
—Yo creo que hay un poco de muchachos con tiros, pero esos los curarán en sus casas, porque si los llevan al hospital los terminan de matar —me comentó un comerciante.
Otros decían que la guerra seguiría esa noche. Pero el peligro llegó en uniformes, camionetas blindadas y a plena luz del sol. A las 2:00 de la tarde inició una incursión de las Fuerzas Especiales de la Policía Nacional que se instaló, recorrió y allanó todo a su paso desde la Zona 6 hasta la 9 de José Félix Ribas. En menos de una hora y a los ojos de todo el barrio, comenzaron a bajar camionetas pick up con muchachos ensangrentados tirados en la parte de atrás.
Las fotos revelaron a los ojos de todo el mundo lo que pasaba en José Félix Ribas, en la avenida principal que recorre todo el barrio, pero puertas adentro de las viviendas también ocurrieron tragedias.
—Ellos llegaron como locos, patearon las puertas y entraron a todas las casas que pudieron. Hubo algunas que destrozaron, otras que robaron y quién sabe cuántos muertos hubo porque hasta un señor viejito se murió de un infarto, después de que esa gente se le metió en la casa —me contó una señora mientras esperábamos el tren en el andén de la estación Palo Verde la mañana del 25 de enero.
Colchones volteados, gabinetes destruidos, paquetes de comida rotos, ventanas y puertas aisladas, platos, envases y ropa por todas partes. Así quedaron muchas casas en la Zona 6, el primer sector que las FAES penetraron en busca, según le dijeron a los vecinos, del líder de la banda que los enfrentó la noche del 23 de enero y logró sacarlos del José Félix.
Las FAES estuvieron en el barrio petareño desde el 23 hasta el 27 de enero. En esos días no subieron las camionetas ni los mototaxis a la parte alta y a las 12:00 del mediodía ya todos los negocios estaban cerrados. Los vendedores informales no han vuelto a ponerse en las aceras y, las calles, como la historia de lo que pasó durante cinco días, continúan bañadas de oscuridad porque los mismos que quebraron los bombillos la noche del 23 de enero, sembraron el miedo otra vez en el José Félix valiente que había decidido salir a protestar.