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La máscara del desespero

Lizandro Samuel | 6 abr 2019 |
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Tras el fallido intento de que la ayuda humanitaria entrara a Venezuela por Colombia, en el puente internacional Simón Bolívar continuaron los gases, los perdigones y las balas. En los días sucesivos a ese 23 de febrero de 2019, otra lucha desigual siguió su curso: la de los jóvenes de La Resistencia, cuyo retrato ofrece Lizandro Samuel en esta historia.

Foto: Iván Reyes

Fotografía de portada: Iván Reyes

 

Tres chamos, descamisados, caminaban con los brazos en alto. Cargaban los rostros tapados con máscaras o con sus camisetas. Los pantalones rotos, sucios, en consonancia con el resto de su cuerpo. Sobre el puente Simón Bolívar, que conecta San Antonio (Venezuela) con Cúcuta (Colombia), brillaban pequeños proyectiles.

Un par de tanquetas y efectivos de la Policía Nacional Bolivariana y la Guardia Nacional Bolivariana aguardaban por ellos.

—¡No disparen, no disparen! —gritaban los muchachos.

Los funcionarios comenzaron a relajar sus brazos, a restarle tensión a sus dedos rozando los gatillos: se dieron cuenta de que lo jóvenes iban desarmados.

Solo querían hablar.

El general Rivero, de la Guardia Nacional, caminó hacia adelante. También lo hizo el general Chacón, de la Policía Nacional.

Bajo el puente, centenas de muchachos esperaban el retorno de sus compañeros. Decenas de periodistas, reporteros, cronistas, veían desde Migración Colombia lo que la distancia les permitía.

—Los escucho —dijo Rivero.

 

Luis Pérez no se llama Luis Pérez. Pero es mejor llamarlo así.

Nació en Catia, del vientre de una madre que parió otros seis hijos. En una casa en la que ir al baño era la única oportunidad que había de encontrar algo de intimidad. Con unos contemporáneos para quienes conjugar en futuro era tan difícil, tan efímero, que preferían saciar el cuerpo con los placeres del presente.

Luis, quien no terminó el bachillerato, tuvo a su primogénito a los 17 años. Él y su hijo tienen algo en común: no conocen otra cosa más que al chavismo en el poder.

Cansado de huir de los policías que lo corrían a patadas del mercado de El Cementerio, donde vendía ropa en la calle, se sintió cada vez más a la deriva. Trabajar por un salario mínimo era igual a pasar hambre. Robar, pese a que fue el camino escogido por la mayoría de sus amistades, iba en contra de sus valores; unos cuya ética se resumían en un pilar: no sacarle canas a mamá.

Por eso —porque la inflación apretaba, la escasez aparecía, los hospitales se llenaban de enfermos y se quedaban sin insumos— participó en algunas protestas en el 2014. Trancó calles, escribió pancartas con errores ortográficos, gritó consignas. Pero todo, claro, en el este de Caracas: en sectores como en el que él vivía los grupos paramilitares afines al régimen, los llamados colectivos, usan balas para callar a los que piensan diferente.

En el 2014 no ocurrió el cambio que esperaba en el país y para 2016 comer comenzó a ser un problema en su vida: no comer bien, o de forma saludable o balanceada; sino comer, a secas. En el 2017, cuando se anunció que se crearía la Asamblea Nacional Constituyente, una institución que Luis, como muchos, comprendió que no era más que otra carta del chavismo para atornillarse en el poder, decidió huir de la prisión en la que se estaba convirtiendo el país.

Cruzó la frontera hacia Colombia y comenzó a dormir en las calles de Cúcuta, esperando el día en que llegara su cambio de suerte.

El día en que pudiera llevarle comida a su hijo.

Los tres muchachos, con sus caras tapadas, explicaron que no querían pelear: querían tregua. Son venezolanos y necesitaban volver a su país. Son venezolanos y tienen familiares enfermos: necesitaban que entrara la ayuda humanitaria, lo cual se suponía que ocurriría dos días atrás, el 23 de febrero de 2019. Son venezolanos y estaban “cansados de comer mierda”.

Rivero y Chacón los escucharon.

—Nosotros tampoco queremos más problemas —dijo el primero.

El comandante de la Guardia Nacional confesó que ellos solo seguían órdenes. El comandante Chacón lo secundó.

El diálogo entre los dos funcionarios y los tres muchachos que se hacían llamar de La Resistencia se llenó de argumentos. Incluso aparecieron palabras que se calzaron el traje de una solidaridad sospechosa.

—¿Ustedes comieron? ¿Quieren que les demos almuerzo?

—No, gracias. Nosotros allá tenemos comida y nos facilitan alimentos —respondió uno de los chamos señalando hacia Migración Colombia.

Rivero frunció el ceño.

—Miren, nosotros no queremos guerra. Queremos paz. Les doy mi palabra de caballero, de caballero, que si se quedan tranquilos no arremeteremos contra ustedes —intervino Chacón.

El sábado anterior, un camión cisterna amaneció bloqueando el puente Simón Bolívar justo donde comenzaba el territorio venezolano. Su objetivo era impedir el paso de la ayuda humanitaria. Este lunes 25 de febrero, los de La Resistencia lograron tumbar la parte de atrás del camión hacia el río.

Minutos después, el cielo se llenó de bombas lacrimógenas y perdigones. Los chamos tuvieron que huir de nuevo hacia el lado colombiano.

—Nosotros tampoco queremos guerra —respondió uno de los tres—. Y sabemos que ustedes no son los del problema, que los que nos quieren matar son los colectivos. Entonces, les pedimos, por favor, controlen a los colectivos.

Varios metros más atrás de donde estaban los funcionarios, bajo una mata de mango, un grupo de civiles armados, con miradas de tiburones, prestaban atención a la escena.

—Nosotros no controlamos a los colectivos —lo atajó Rivero.

—¿Y quién controla a los colectivos?

—No sabemos.

Foto: Iván Reyes

Luis siguió a la distancia las noticias de Venezuela desde comienzos del 2019. Cuando el presidente encargado Juan Guaidó anunció que el 23 de febrero debía entrar la ayuda humanitaria desde Colombia, se emocionó. Más aún al enterarse de que el día anterior habría un concierto benéfico para recaudar fondos: esa era una buena oportunidad de negocios.

Luis era trochero y vendedor ambulante de lo que consiguiera. Cuando la frontera estaba cerrada, él cobraba a las personas por llevarlas al otro lado. Cuando no, sus clientes eran aquellos que necesitaban servicios “especiales”. O sea, cruzar sin papeles, trasladar mercancía ilegal, meter carros. Entre eso y la chuchería que vendía de tanto en tanto —también el día del concierto en las inmediaciones del puente Tienditas— reunía lo suficiente para hacer tres comidas diarias y no dormir siempre en el piso.

Su vida era más fácil y prometedora que cuando vivía en Venezuela: ya no temía morirse de hambre.

El 23 de febrero, en el puente Simón Bolívar, los miles de civiles que trataban de hacer ingresar la ayuda humanitaria fueron reprimidos. Luego de que cayera la primera bomba lacrimógena, Luis vio decenas de chamos subirse la franela, blandir piedras y correr hacia la línea de fuego. Se sintió en Venezuela. Imitó a sus compañeros e hizo frente a los funcionarios, en una batalla en la que su bando tenía todas las de perder: como en el 2014, como en el 2017, decenas de armas se enfrentaron a centenas de civiles.

Cuando todo se apagó, Luis era uno más de los descamisados que celebraban haber tomado como trofeo el escudo y la máscara de un policía. Era el festejo con el que se trataba de apaciguar la sensación de derrota que impregnaba el ambiente. Los muchachos, al ganar espacio la noche, comenzaron a reconocerse entre ellos. Casi todos eran trocheros, vendedores ambulantes, indigentes. Todos eran venezolanos.

Leyeron en sus miradas el brillo del que está dispuesto a morir. “Prefiero dar la vida por mi país que apoyar sinvergüenzuras, porque el que apoya sinvergüenzuras, sinvergüenza es”, sentenciaba uno de ellos.

Decidieron dormir en la calle, porque es donde podían estar juntos y planificar mejor. Decidieron usar máscaras o cubrir sus rostros con franelas, para que los colectivos no los identificaran. Decidieron insistir en el puente los días que fueran necesarios: su objetivo era que funcionarios de seguridad se acogieran a la Constitución y cruzaran hacia Colombia, poniéndose a las órdenes del presidente Guaidó. Se sintieron útiles al decidir todo esto.

Pero, por alguna razón, decidieron también que en la noche del domingo siguiente tratarían de entrar a Venezuela por una trocha.

 

La diplomacia entre los oficiales y los chamos comenzó a agrietarse, sin que estos últimos se dieran cuenta.

Los tres jóvenes, de reojo, detallaban a los colectivos que se erguían como gárgolas. Detallaron sus armas: varias de las mismas que, en su opinión, usaron la noche anterior (la que iba del domingo 24 de febrero al lunes 25), cuando el grupo de manifestantes trató de entrar a Venezuela a través de la trocha número cinco de La Parada. Entonces, las decenas de descamisados se encontraron con disparos que, de no haberse resguardado tras las piedras más cercanas, hubiesen acabado con la vida de más de uno.

—Bueno, okey —cedió Rivero—, voy a consultar.

—¿Va a consultar? —inquirió uno de los chicos.

—Sí, denme 15 minutos para consultar si damos o no acceso a la ayuda humanitaria.

—Pero —agregó Chacón— de cualquier forma no vamos a disparar más. Tienen mi palabra de caballero.

 

Carlos, que no se llama Carlos pero es mejor decirle así, gesticulaba con fuerza a las afueras del puente de Tienditas. Hablaba con un miembro de la Coalition Aid and Freedom Venezuela. Transpiraba con un sudor hediondo a batallas perdidas.

—¡Yo estoy en este peo desde el 2014!, ¡por eso te digo, coño, hace falta más organización! ¡Lo que nos jodió aquella vez, en el 2017, es que perdimos el foco! ¿Qué pasó? Nada, creíamos que el beta era darle y darle coñazo a la Guardia y nos jodieron. Hay que definir objetivos, hay que saber qué se va a hacer y por qué.

Las palabras de Carlos entraban por los oídos del chaleco azul y salían por su boca, en forma de suspiros. La desesperación de aquel joven de casi 30 años podía palparse entre los árboles. Era la misma noche del sábado 23 y hacía horas el mundo se había llenado de las imágenes en las que se veía un camión de medicinas incendiado.

Carlos —de ascendencia portuguesa, criado en el este de Caracas y graduado de un colegio y universidad privadas— sabía que de nuevo le iba a tocar dormir en la calle, en las tiendas de campaña que se organizaron para prestar apoyo. Pero, por un rumor que llegó a sus oídos, decidió agarrar un taxi rumbo a La Parada. Allí, le dijeron, se estaba reuniendo un grupo de muchachos.

En La Parada se encontró con acentos tan venezolanos como el suyo, pero con formas distintas de pronunciar las palabras. Le llamó la atención Luis, quien en ese momento hablaba con un periodista. Se acercó a escuchar y, tras varios minutos, terminó sumándose a la conversación.

—Nosotros vamos a seguir dándole hoy, mañana, el tiempo que sea necesario.

—Pero, ¿para qué? —preguntó Carlos.

—Para que entre la ayuda humanitaria, papi.

—Pero eso no lo van a lograr. Chamo, yo tranqué calles en Altamira en el 2014. En el 2017, estuve en todas las marchas. ¡En todas! Me cubrí la cara, tiré molotov, toda esa vaina. ¿Tú eres de La Resistencia? Yo también. Y, por desorganización, no logramos más que nos mataran y nos masacraran. Hay que saber protestar, no hay que perder el foco.

—Pero, ven acá, papi, aquí estábamos hablando, ¿verdad?, y dijimos que la mejor manera de que los guardias se entreguen es manteniendo el puente activo, ¿verdad? Porque ellos están asustados, y nosotros creemos, pues, que es más fácil que den ese paso si nosotros no nos rendimos, ¿me entiendes?

Carlos hizo un mohín y cambió de tema.

Había llegado a Cúcuta dos días atrás para el concierto y para ayudar, en lo que pudiera, con la entrada de la ayuda humanitaria. Viajó con 300 dólares en efectivo que cambió a pesos. Quizá su mamá hubiese preferido saberlo en Madrid, donde vive uno de sus tíos y en donde ya está trabajando su hermano menor. Pero Carlos, quien sabía lo que era marchar con la cara descubierta y lo que era cubrirse el rostro para lanzar piedras, construyó sus sueños sobre un objetivo principal: ver a Venezuela libre.

Foto: Martha Viaña

En V for Vendetta, un hombre se enfrenta al totalitarismo usando la máscara de Guy Fawkes y manteniendo una lucha clandestina que busca, entre otras cosas, agitar a la sociedad y despertar un sentimiento de disidencia. Esa novela gráfica permeó en la cultura popular y, hoy día, esa máscara la utilizan en todo el mundo activistas y personas que tratan de liderar diversas protestas.

V, en el mundo real, más que un hombre con ínfulas de superhéroe es un símbolo al que, con mayor o menor acierto, miles recurren para construirse una nueva identidad pública. El rostro tapado de los venezolanos que, desde el 2014, han tirado piedras, molotov y enarbolado pancartas, ocupa un espacio similar en la cultura local. Desde algún lado salió el mote de La Resistencia y su ímpetu, su furia, se convirtió en el símbolo de la desesperación de miles de jóvenes.

En el 2017 circularon videos en Internet, varios grupos se filmaron y enviaron mensajes. Muchos llegaron a interactuar entre ellos. Otros jamás se conocieron. ¿Qué tenían que ver unos encapuchados que vivían en una residencia clase media de los Altos Mirandinos con otros de sectores sociales más variados que se reunían en Chacao para tomar decisiones? ¿En qué se parecía un miembro de la Marina con varios años de experiencia que se cubrió el rostro para enfrentar a la GNB, con la activista de derechos humanos que hizo lo propio y que a la postre migró a Paris, huyendo de posibles represalias de los organismos de seguridad del Estado?

¿Qué tienen en común Luis, que duerme en las calles de Cúcuta, con Carlos, que de tanto en tanto puede usar la cuenta bancaria internacional de su madre?

La Resistencia es uno de los símbolos más endebles y difíciles de precisar que generó la dictadura: es el descontento, las ganas de ponerse una camiseta en el rostro para sentirse un prócer que lucha por la Libertad. Para, la verdad sea dicha, ser carne de cañón.

Pocas veces se vio un hilo que, de forma tan clara, pudiera unir la angustia de los jóvenes de diferentes estratos sociales.

Foto: Martha Viaña

—Eso es un engaño —atajó, casi al unísono, uno de los periodistas que cubría la situación cuando el manifestante encapuchado le dijo que Rivero les pidió 15 minutos para saber si se dejaba entrar la ayuda humanitaria o no.

El tiempo señalado pasó, los tres muchachos decidieron acercarse de nuevo y ocurrió otro diálogo con una nueva promesa de no reprimir. Pero, esta vez, apenas se dieron la vuelta para regresar a Migración Colombia, sintieron el estallido de las detonaciones a sus espaldas.

Como felinos, maniobraron para acabar detrás de un contenedor azul. Los represores mostraron unos colmillos dispuestos a matar. Dispararon los acostumbrados perdigones, las bombas lacrimógenas, pero también tornillos. Todo mientras los colectivos ponían las balas y, así, aumentaban los heridos.

Los tres jóvenes, entre saltos, logran llegar a la parte baja del puente. Pero uno de ellos, el que en actitud de liderazgo protagonizara varios videos virales con su rostro cubierto por una máscara negra, fue herido en un ojo que a la postre perdería. Su amigo, otro de los chicos que conversó con Rivero y Chacón, tomó su máscara y la calzó sobre su rostro.

La máscara del desespero.

Los chalecos azules, al finalizar la jornada del 25 de febrero, reportarían 19 heridos, un fallecido y un policía colombiano herido por rebote de bomba lacrimógena.

Del fallecido no se difundieron sus datos. Cuando la vida se evaporó de su cuerpo, varios de los muchachos, muchos de ellos trocheros, lo arrastraron hacia el río y la maleza. No se volvió a saber de él.

Luis recibió tres disparos de perdigones. Cuando la noche apareció y el enfrentamiento era un recuerdo que sangraba desde el cuerpo, veía cómo suturaban a un compañero.

—¿No te da miedo dejar a tu hijo sin padre? —le pregunté.

—¿No te da miedo que nos quedemos sin país? —me respondió.

Lizandro Samuel

Lector. Escritor. Entrenador y analista de fútbol. Codirector de Círculo Amarillo Producciones.
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