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La noche que el apocalipsis llegó a Los Teques

Lizandro Samuel | 13 may 2017 |
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El jueves 13 de abril no hubo forma de detener el desastre en Los Teques. Disturbios, saqueos, incendios, guarimbas, urnas como barricadas y represión a manifestantes opositores colocaron a la ciudad mirandina en Twitter como trendingtopic número uno en Venezuela. No trascendió como esas tragedias que han despertado la indignación en estos días, pero fue una forma de locura colectiva que cobró dos vidas. Aquí se narra lo que ocurrió.

Fotografías: Valeria Fonseca

 

En sus horas calmas, Los Teques suena a los violines desafinados de los grillos, al quejido de los perros y las carcajadas esporádicas que trae el viento. Es una ciudad monótona, donde muchos duermen amén de hacer su vida laboral/social/académica en Caracas. En estos 18 años de chavismo-madurismo, salvo en ciertos lugares, se puede estar en tranquilidad incluso en los días de protestas. O, al menos, así fue hasta el 13 de abril de 2017, el día en que cambió la banda sonora.

El jueves de Semana Santa, a las 10 de la mañana, cientos de personas se movilizaron bajo un cielo que goteaba, convocadas a marchar para expresar su descontento con el gobierno. A las 3 de la tarde ya habían finalizado su recorrido. Pero más adelante, dos puntos de la ciudad se convirtieron en el combustible que haría arder la noche.

Mientras en Los Nuevos Teques, acostumbrado lugar de protestas, varias personas trancaron los cuatro canales de la Panamericana –provocando que Polimiranda tratara de controlar en vano lo usualmente controlable– a un par de kilómetros de distancia, la Redoma de La Matica acaparaba noticias. Ahí se encuentra la estación del Metro de Independencia. Frente a ella está la sede de la Guardia del Pueblo, cuyo portón fue apedreado. Si se tratase del rodaje de una película, en ese momento el director habría dicho: acción. Los guardias salieron del cuartel. Arremetieron con más de 30 bombas lacrimógenas. Se oyeron entre 20 y 25 disparos de perdigones. La liga de los frenos de la ciudad se dañó de pronto: ya no había forma de detener el desastre.

Como en todo barrio grande, la mayoría de los habitantes de La Matica son ciudadanos que sudan cada día para comer y zigzaguear el olor a pólvora que se acumula en las esquinas, pero eventualmente salen peatones con el tumbao de Pedro Navaja y motorizados parecidos a Juanito Alimaña. La parte baja que da a la carretera es La Mata. De ahí para arriba, las arterias desembocan en Matica Abajo, Matica Arriba, Vuelta Larga, San Corniel, La Macarena y Cascarita. Toda una geografía de la inseguridad. A las 6 de la tarde, los manifestantes recurrentes –esquivando bombas y perdigones– volvieron a su trinchera, mientras sentían que el sudor de sus cuerpos se helaba. De las calles de La Mata bajaban los Pedros y Juanitos. Sobre algunas casas se escondieron tipos con pistolas “por si eran necesarias”, que no llegaron a accionar. Los manifestantes habituales –en su mayoría de entre 15 y 25 años, más de gritos que de acciones– decidieron volver a sus casas. Entonces la Guardia Nacional Bolivariana se dio permiso para adentrarse en el barrio. En el ambiente comenzó a oler a tragedia.

Cada quien vio u oyó un pedacito de las escenas. Una tanqueta pasó por las calles que no tenían barricadas, repartiendo bombas lacrimógenas que iban directo a casas y edificios, afectando a familias enteras. Personas asomando la cabeza por la ventana, replegándose hacia los pasillos, sin poder salir al aire libre por el miedo a ser detenidos.

Mientras tanto, desde esas viviendas lanzaban piedras y alguna bomba molotov. Era bien de noche cuando parte de la carrocería de una tanqueta se vistió de fuego.

El Centro Comercial Petrocas, a los pies de La Mata, es horizontal –de unos 150 metros– y se compone de establecimientos de repuestos y comida. Sobre su techo, unos 15 manifestantes lanzaban bombas molotov y recibían lacrimógenas y perdigones. Esquivaban, también, cartuchos tres en boca calibre 12, de escopetas, capaces de arrancar un brazo o una pierna. En la carretera, escombros traídos horas antes por un camión ardían impidiendo el paso. Pronto quedó claro el propósito de los Pedros y los Juanitos: los establecimientos de Petrocas.

La guardia no se daba abasto: eran más de las 10 de la noche y en casi toda la ciudad había disturbios. Por momentos desaparecían los funcionarios de los locales que eran custodiados y de inmediato aparecían grupitos de gente golpeando las santamarías. Varias cerraduras cedieron y al menos tres sitios fueron saqueados. Hay quienes dicen que la puerta de la panadería Le Bon Pan fue derribada por una tanqueta. Un par de guardias habrían salido con bolsas de chuchería antes de desaparecer. Una hora más tarde, el dueño de la panadería llegó en una patrulla, recogió lo que pudo y se fue. A la 1:00 am, a través del portón derribado, personas venidas de las barriadas volvieron por más. La escena se repetía a unos metros de distancia, en El Cabotaje, en donde La Tienda del Pollo –entre otros– era desplumada.

 

Durante buena parte de abril, entre las 8 y las 9 de la noche, las cacerolas gritaban su descontento. Casi todo el municipio Guaicaipuro tenía la misma banda sonora. La tensión de esas semanas se drenaba golpeando sartenes. Pero el Jueves Santo la ansiedad pasó de nivel. La verborrea noticiosa en Twitter hizo que “Los Teques” llegara a ser trendingtopic número uno en Venezuela. A diferencia de otras partes del país, en ese pueblo de talante aburrido no ocurría una de las tragedias, tristemente típicas, que despiertan indignación. Lo llamativo era que, de forma progresiva y aparentemente espontánea, con diferentes intenciones, tres cuartos de la ciudad se desataban en disturbios.

El barrio El Nacional está en la boca de la Carretera Vieja para Caracas. A un lado se encuentra el Registro Principal, urbanizaciones como Quenda y Las Flores, la entrada del barrio Ayacucho, Sepinami y la sede de Pdvsa-Intvp. El lado contrario colinda con el Centro Comercial Los Teques, en El Tambor. Cerca de las 9:00 pm, motos entraban y salían del barrio. Pasaban frente al Registro. A las 10:00 pm, ya había un montón de personas reunidas en ese punto. Su intención no era protestar –y menos a esa hora y en ese sitio– contra el gobierno de Maduro. La calle era tomada, esta vez, por personas que tenían sus objetivos bien definidos. La licorería, por ejemplo.

Por la forma de dañar las paredes, debieron usar mandarrias. Cual diablillos de la noche, brazos sostenían botellas de alcohol y pies bailaban hacia El Nacional y Ayacucho. Los vítores se extendieron hacia una bodega. También la desvalijaron. A las 11:00 pm, un jeep de la policía judicial se dignó a aparecer. Eran pocos funcionarios: dispararon al aire para dispersar el tumulto. Detuvieron a unas cinco personas, a las que dejaron huir luego de conversar con ellos. El jeep se fue y las personas volvieron a gritar: “¡Tenemos hambre!”.

El eco de los ladridos de los perros se extendía por toda la ciudad.

Una comisión de la Policía Nacional Bolivariana se estacionó a lo lejos. Cuando iba a intervenir, se entonaban gritos que salían de los recodos: “¡Ahí viene la policía!”. Los saqueadores se encuevaban. Luego: “¡Ya se fueron!”. Los saqueadores volvían. Al otro lado de El Nacional, en el CC Los Teques, seis locales fueron vaciados: lo que pudieron arrancar lo arrancaron. Más de un propietario se enteró; pero llegar hasta allí, con toda la ciudad en guerra, era imposible. La mayoría se limitaría, a la mañana del viernes, a observar las vitrinas quebradas que reflejaban sus rostros de –no hay otra palabra– arrechera.

Al filo de la medianoche, la PNB tuvo su intervención final: detuvo a unas cuantas personas. Luego el festín continuó sin problemas. Tanto, que a las 5 de la mañana todavía había personas subiendo mercancía hacia Ayacucho. El sábado y domingo siguientes, la calle se llenaría de nuevos vendedores que ofrecían carnes y quesos a mitad del precio habitual. El lunes después de Semana Santa, en El Nacional, aún se veían ojos rojos con aliento etílico.

La palabra saqueo se viralizó. A La Matica, El Cabotaje y las adyacencias de El Nacional, se sumaron establecimientos del Paseo Mirandino. El chavismo había construido sus fortines en los barrios. Por una noche, en la capital de Miranda, estos decidieron bajar. No a “defender la revolución”, o al menos no en apariencia, sino –cual rey Midas de la desdicha– a desvalijar todo lo que tocaran. En varios puntos, la PNB y la Guardia Nacional parecían descuidar los establecimientos en pro de agredir a guarimberos en zonas cercanas. Como si una barricada fuera una ofensa mayor que locales enteros quebrados. Cuando se acercaba el amanecer del viernes, ya no había protestas ni represiones. Pero los barrios seguían chorreando personas que iban y venían con sus botines.

 

Antes y después de ese jueves, habría más noches de violencia. Pero ninguna como la del 13 de abril. Número mítico, asociado a la mala suerte, el 13 fungió como titiritero del caos. ¿Es viable pensar que cientos de personas, sin ninguna conexión entre sí, se pusieron de acuerdo de alguna forma inconsciente? ¿O acaso el aire transportaba feromonas del descontrol? En un país sin respuestas y en el que definir interrogantes es un lujo, millones de venezolanos se hicieron la misma pregunta: ¿qué está pasando en Los Teques?

La subida que lleva a El Barbecho colinda con la sede de Polimiranda. Arriba, en ese complejo de edificios, un grupo de jóvenes de entre 15 y 27 años se daba a la tarea de colocar barricadas para “presionar al gobierno”. Luego de las ocho, 50 o 60 personas se paraban sobre el asfalto mientras, desde las ventanas de los edificios, cabezas expectantes gritaban consignas de libertad. Ese jueves los chamos querían trancar la avenida que conecta El Barbecho con el resto de Los Teques. Es decir, el pedazo de calle que está frente a la sede de la policía.

Quizá por el rumor de lo que sucedía en el resto del municipio, los chamos –dispuestos a dejar paso libre al Hospital Victorino Santaella y evitar todo intento de saqueo– se motivaron a darle otro toque a la barricada: un carro destartalado sin dueño que llevaba tiempo en la calle. Lo movieron hasta la entrada y lo incendiaron.

Ahora sí, Polimiranda abandonó su cuartel.

Eran 15 o 20 funcionarios fastidiados de la rutina de lidiar con carajitos que hablan como salvadores del país. Por eso se dispusieron a dialogar.

—¿Qué quieren ustedes? —preguntó uno de los policías.

Los jóvenes explicaron sus intenciones. Los funcionarios dijeron que ellos estaban a favor de las protestas, y querían un cambio en el país. Pero hay un límite, explicaron, si se tranca la vía principal tienen que intervenir. Al final, fueron a hablar con sus superiores. Luego de varios minutos, llamaron a los cabecillas de las protestas. Ni unos ni otros dieron su brazo a torcer. Cuando los chamos se dieron media vuelta, los perdigones se dirigieron hacia ellos a quemarropa.

La batalla duró hasta la madrugada. Piedras y bombas molotov vs lacrimógenas y perdigones. Sobre las 10 de la noche, motorizados sin identificación, usando cascos cerrados, pasaron por las estrechas calles sosteniendo armas. No intervinieron, pero su breve presencia amedrentó.

El correteo por una subida en la que vertieron aceite para impedir el acceso de las tanquetas, las bombas y los heridos de perdigones, hicieron que los manifestantes se fueran reduciendo. De a poco, volvían a sus casas. En los días siguientes, solo Poliguaicaipuro –de la alcaldía dirigida por Francisco Garcés, del PSUV– se encargaría de reprimirlos.

Si se hubiese sacado una foto satelital de Los Teques, se hubiesen visto múltiples líneas horizontales que brillaban con ímpetu. En el Primer Mundo se podría haber pensado en una invasión extraterrestre. En Venezuela, todos sabían que se trataba de guarimbas. Mientras El Barbecho vivía su guerra particular, del Cementerio tomaron urnas viejas jamás recogidas por la alcaldía y las usaron para armar barricadas. En la Avenida Bolívar, a su vez, se vivía una jornada intensa desde temprano. De forma espontánea, varones jóvenes que despedían un olor a adrenalina armaron cuatro barricadas, aupados por mujeres de más de 40 años que desaparecieron con la llegada de efectivos de la PNB, la GNB y Polimiranda.

Una tanqueta se instaló cerca de la estación del Metro de Guaicaipuro, a varios metros del Palacio del Deporte. Polimiranda usaba resorteras. La GNB y PNB disparaban perdigones y bombas hacia los edificios, de donde alertaban a los manifestantes de los ataques de los guardias, lanzaban trapos para que hicieran molotov y lanzaban botellas a los represores. La tanqueta solo participó una vez: pasó a toda velocidad por la avenida, disparando gas lacrimógeno. En Residencias Caracas, varias familias tuvieron que bajar a planta para respirar.

Todo acabó como a la 1:00 am. Las personas fueron volviendo –entre carreras, piedras y gritos– a sus apartamentos. Casi todas eran habitantes de la zona, sin afán de dañar los locales en los que compran comida a diario. Personas que solo armaron barreras de basura.

24 locales saqueados. Dos muertos por balas. Una leve llovizna. Así despertó Los Teques el viernes 14, luego de la locura colectiva. Entre los escombros, destacó un cine teatro móvil –una camioneta–, estacionado dentro del Palacio del Deporte, que a las primeras luces del día aún mostraba pequeñas llamas que lo consumirían por completo. En el resto de la ciudad, pocos locales abrieron sus puertas. En medio de la lluvia, cientos de personas buscaban dónde comprar comida.

El viento tardaría en volver a traer carcajadas.

Lizandro Samuel

Lector. Escritor. Entrenador y analista de fútbol. Codirector de Círculo Amarillo Producciones.
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