La madrugada del viernes 22 de febrero de 2019, militares venezolanos llegaron hasta la frontera con Brasil y abrieron fuego contra un grupo de pemones que se preparaban para la entrada de la ayuda humanitaria. El saldo de una mujer muerta y varios heridos sería apenas el preámbulo de un fin de semana con decenas de heridos y otros decesos, producto de la represión que uniformados y civiles armados perpetrarían contra miembros de esta etnia. Jhoalys Siverio estuvo en Santa Elena de Uairén y nos ofrece su relato de los hechos.
Fotografía portada: Jhoalys Siverio
—¡Masacraron a nuestra gente a punta de balas y acaba de morir una señora!
—¿Qué fue lo que pasó?
—Venían los convoy y los muchachos trancaron la vía, entonces se bajaron y se enfrentaron, tiraron a matar. Hay muchos heridos y no tenemos para trasladarlos. ¡Llamen al alcalde, por favor! ¡Necesitamos ayuda!
Carmen Elena no paraba de llorar con desespero. Acababa de ver cómo una de sus hermanas pemones había muerto asesinada por el Ejército venezolano, y otros 15 indígenas de su comunidad estaban en riesgo de perder la vida.
La noche anterior, el jueves 21 de febrero de 2019, yo había conocido en persona a Carmen Elena y a su esposo Richard, el cacique de la comunidad indígena de Kumarakapay, en San Francisco de Yuruaní, a una hora de Santa Elena de Uairén, al sur del estado Bolívar. Para el sábado se esperaba que ingresara por la frontera con Brasil la anunciada ayuda para paliar la crisis humanitaria en Venezuela, que al mismo tiempo intentaban hacer entrar por la frontera con Colombia. Me aseguraron que defenderían el paso de esa ayuda. Que era mucho cuanto la necesitaban después de una década con el ambulatorio sin medicamentos, sin gasas, a veces hasta sin algodón.
Al día siguiente en la mañana, los mensajes por WhatsApp no dejaban de alertar sobre un ataque militar en Kumarakapay, así que llamé al cacique para corroborarlo, y fue Carmen Elena quien contestó la llamada. Mientras la escuchaba, alterada, recordé su rostro de mirada tranquila pero atenta. Es una mujer de contextura gruesa, no muy alta y de cabello castaño claro. Habíamos intercambiado números de teléfono para estar en contacto.
Si hay algo que los indígenas no perdonan es que derramen su sangre. Los funcionarios que dispararon se dieron a la fuga, pero esa misma mañana del asesinato un grupo de pemones tomó en custodia a otros cuatro de la Guardia Nacional Bolivariana. Fue una medida de presión para exigir justicia y, en efecto, el comandante de la GNB en Bolívar, José Montoya, fue al sitio para averiguar lo sucedido.
Aún no estaban enardecidos. Estaban reunidos bajo un toldo en la entrada de la comunidad, justo en el punto de control de la Guardia Territorial Pemón. La mayoría se sentaron en una hilera de sillas, con un escritorio adelante, donde exhibían las balas recogidas, bombas lacrimógenas y unas flechas. Al frente, en otras tres sillas, se sentaron Montoya y otros dos militares de menor rango. Tenían los dedos entrecruzados, como si los hubieran regañado. No mostraban miedo, pero sí resignación. La cara del comandante era como si no terminaba de revelar algo. En la avenida, estaba un vehículo de la GNB con los cauchos desinflados, el motor a la vista y los vidrios rotos.
Todo el poder y la fuerza que suele infundir su uniforme verde oliva se habían esfumado. Nadie que haya sido reprimido en cualquiera de las protestas ciudadanas de estos años hubiera creído tener ante sí a un general de brigada tan sumiso, tan quieto, ante aquellos pemones.
Algunos colegas periodistas lo observaron en primera fila. Montoya ni levantaba la cabeza ante los reclamos de la Guardia Territorial Pemón, que es el grupo de autodefensa conformado por esta etnia ancestral de manera autónoma y con el objetivo de preservar los territorios indígenas. Montoya hasta mostró temor cuando le pidieron las llaves del jeep en donde se desplazaba. Les prometió que no se iría, para evitar que le quitaran las llaves del carro. Ya los otros cuatro funcionarios estaban en resguardo, él no sería una excepción si intentaba pasarse de listo, aunque más adelante se conoció qué era lo que cavilaba.
Mientras tanto, en Santa Elena de Uairén comenzaron a llegar los heridos a mitad de mañana. Los contaron uno a uno y eran 15. Al menos a 7 hubo que llevarlos de emergencia a un hospital de Boa Vista —a tres horas de distancia, ya en Brasil—, por la falta de insumos en el hospital Rosario Vera Zurita, de Santa Elena de Uairén.
La vía hacia Brasil estaba cerrada a la altura del Fuerte Roraima, una base militar que está a unos 9 kilómetros del Monumento Las Banderas, ruta donde se cruza el límite con Brasil. Un día antes, el cuestionado presidente Nicolás Maduro había dado la orden de cerrar la frontera. Y ahí estaba yo cuando pasaron las tres primeras ambulancias. En una de ellas iba Rolando García, el esposo de Zoraida Rodríguez, la mujer que habían asesinado esa mañana en la arremetida militar en Kumarakapay. Él resistió durante varios días, pero finalmente murió el 2 de marzo, producto de la gravedad de las heridas recibidas.
—Llegaron a matar, nos sorprendieron, y mataron a mi tía —contó Uwer, el sobrino de Zoraida, en declaraciones a la prensa a las afueras del hospital—. Nosotros nos levantamos para recibir la ayuda humanitaria, no para tener problemas con los militares. Tenemos las pruebas de que los militares nos atacaron y tomaron por sorpresa, necesitamos justicia.
El cuerpo de Zoraida seguía en la comunidad, pero Uwer estaba apoyando en el traslado y atención de los heridos.
Zoraida tenía un puesto de comida en las afueras de su casa. Salió en medio de los disparos a rogar por el cese del fuego cuando le dispararon. Su esposo intentó protegerla y también resultó herido. Contaron que todo sucedió entre las 2:00 y 3:00 de la madrugada, aunque el parte policial dice que fue después de las 6:00 de la mañana, en un “enfrentamiento” con una comisión de la Zona de Defensa Integral (Zodi) Bolívar, aun cuando no hubo heridos ni fallecidos entre los militares.
Toda la semana, Santa Elena de Uairén había estado tranquila, hasta ese día. Los indígenas y no indígenas —a quienes llaman criollos—, se aglomeraron en el Escuadrón de Caballería Motorizada de Escamoto, a la altura del Fuerte Roraima. Si hubiesen querido, tumbaban la barrera militar. Eran pocos los funcionarios para la cantidad de gente que acudió a protestar por el asesinato de Zoraida y para exigir que abrieran y dieran paso a la ayuda humanitaria. Esa tarde, los militares que estaban allí no dieron muestras de pretender agredir a los manifestantes. Las bombas lacrimógenas las lanzaban al monte, no directamente a la gente, buscando dispersar a la muchedumbre.
—Muchos de ellos son de aquí (de Santa Elena de Uairén), y nos conocen. Los que están disparando son los de afuera, que no les importa matarnos —me comentó una señora que estaba en medio de la protesta. Aunque las lanzaban hacia los laterales, una de las bombas lacrimógenas golpeó el rostro de uno de los manifestantes.
Si la guardia no atacaba y eran más los que manifestaban, ¿por qué no derribaron las barricadas de los militares? Porque detrás de ellos había civiles armados, también pemones, pero de la comunidad de Mapaurí y seguidores de Nicolás Maduro. Con ellos fue la confrontación a punta de piedras.
Así, ese viernes 22 de febrero, fue apenas el comienzo de lo que vivió el pueblo de Santa Elena.
El sábado 23 aumentó la tensión. ¿Entrarían o no entrarían los camiones con medicinas y alimentos provenientes de Brasil? ¿Qué harán los pemones?, nos preguntábamos todos, atentos a lo que ocurría también en Cúcuta, en la frontera con Colombia, que era a donde estaba dirigida toda la atención mundial sobre esta histórica jornada de ingreso de ayuda humanitaria a Venezuela.
Conforme pasaban las horas, se iba concentrando más gente hacia los lados del Escamoto: indígenas, criollos y habitantes de otras partes del país. También, algunos diputados de la Asamblea Nacional.
Y al mediodía empezó la represión.
Los indígenas adeptos al chavismo, armados con piedras, arcos y flechas, seguían en el sitio. Los que los conocían aseguraron que también portaban pistolas. El paso fue abierto por 10 o 15 minutos, y tomaron el control del cierre. La Guardia Nacional se mantenía apartada hasta que cumplieron la orden, esta vez sí, de reprimir a la multitud.
Las tanquetas comenzaron a irse sobre la gente y chocaron contra un vehículo. Después de cada lacrimógena, todos corrían evitando los gases, ya que la mayoría no contaba con vinagre, agua con bicarbonato o antiácido para neutralizar su efecto. Las tanquetas avanzaban para obligar a la gente a retroceder. Las bombas empezaron a caer cada vez más lejos, casi alcanzando al grupo que protestaba, el cual, por precaución, se mantenía alejado de la zona de fuego. Los manifestantes se defendían lanzándoles pintura a las tanquetas para neutralizarles la visibilidad a los guardias, y lanzándoles molotov.
—Ellos lanzan bombas, nosotros también. Hay que defenderse, pero tenemos que abrir el paso —recuerdo que le escuché decir a una indígena.
Pronto comenzaron también a escucharse las detonaciones. Los cuatro periodistas y el camarógrafo que estábamos ahí, nos preguntábamos si serían balas o perdigones. En cualquier caso, intuimos que eran al aire porque aún no había heridos, sino solo asfixiados por los gases lacrimógenos. Cada cierto tiempo se producía una estampida cuando las detonaciones se escuchaban más cerca y se prolongaban, y entonces corríamos por temor a salir heridos.
—Deberíamos irnos, no vayamos a quedar entre el fuego cruzado. Nos pueden trancar y no dejarnos salir —les dije a mis colegas y caminamos hacia la camioneta ya en posición de salida.
Nos quedamos unos minutos más observando lo que ocurría, preguntándonos si podrían derribar la barricada militar. Pero no, las detonaciones cada vez eran más cercanas y vimos lo que minutos antes nos había advertido otra indígena.
—Estén pendientes, porque se están metiendo por la montaña para dispararnos por los lados. Nos van a emboscar.
Cuando nos montamos en la camioneta ya estaban disparando justamente por donde nos habían alertado. Y en ese momento empezaron a caer los heridos. Ya con la camioneta en marcha, vimos que trasladaban en moto a uno de ellos, desmayado entre el chofer y otro joven sentado detrás que lo sostenía. Tendría unos 20 años, llevaba la franela bañada en sangre, de su cabeza también se veía correr un hilo rojo. Fue el primero en ingresar al hospital, pero no supe si fue uno de los fallecidos de ese día.
La noticia comenzó a rodar rápidamente. A las afueras del hospital —a unos 11 minutos de donde se había producido la emboscada— comenzó a aglomerarse la gente. Unos grabando videos, otros llorando de preocupación por cada herido que traían.
—¿Quién es? ¿Quién es? ¿Es Jessica?
Uno, dos, tres, cuatro… tras contar el número 12, perdí la cuenta. A la mañana siguiente confirmaron en el hospital que habían llegado 33 heridos. Personas con heridas de bala en la cabeza, en el pecho, en la pierna. Yo los vi. No eran heridas cualquiera. A unos los traían en moto, a otros en camionetas y, al bajarlos, veía en sus ropas el baño de sangre justo donde habían recibido el impacto. Y así como ingresaban unos, salían otros de emergencia en ambulancias rumbo a Brasil.
De ese sábado se contaron tres asesinados: uno en el Escamoto, uno frente al Comando de la Guardia Nacional y uno en el sector Las cuatro esquinas, con un balazo en la cabeza: José Hernández, de 26 años.
—¡Nos están matando! ¡No puede ser, son unos niños!
Los tres fallecidos de ese día no tenían más de 26 años de edad.
El pueblo se encendió. Volvieron las trancas y con ello el refuerzo militar con tanquetas, equipos antimotines, decenas de camionetas de la Policía Nacional Bolivariana, y una veintena de autobuses. Todos se preguntaban si allí venían los presidiarios de El Dorado, el centro penitenciario de alta peligrosidad ubicado en el municipio Sifontes, a poco más de cuatro horas de Santa Elena. Mucho se dijo que los habían trasladado hasta allá para que atacaran a los manifestantes.
Fue una larga noche, con olor a gas y disparos, cerca de la salida de Santa Elena. Y en Kumarakapay continuó la tensión. Los emboscaron nuevamente al final de la tarde, pero esta vez llevándose a nueve pemones detenidos, incluyendo al segundo capitán de la comunidad. Fue durante el rescate de los militares que estaban bajo custodia de los indígenas desde la mañana del viernes. El cacique y otros líderes huyeron rumbo a la montaña para evitar ser capturados. “Rafaela comunica este mensaje. La orden es matar, estamos huyendo montaña arriba”, se escuchó a Candy, la jefa de la guardia territorial, en un audio.
En el hotel donde me alojaba, no se escuchaban los disparos, pero sí se veía el desfile de autobuses, jeeps, tanquetas y convoyes. Un camión de la GNB y una tanqueta permanecieron toda la noche en la entrada del hotel, donde algunos diputados también eran huéspedes. Pero no era a ellos a quienes custodiaban, sino a Aristóbulo Istúriz, ministro de Educación, y a su equipo. En otro hotel, todos los diputados opositores y periodistas habían tenido que desalojar, tras la llegada al pueblo de las tanquetas.
Después de los asesinatos en Escamoto, continuaría la persecución.
Salí de Santa Elena de Uairén el domingo 24 de febrero, rumbo a Puerto Ordaz. Debía pasar obligatoriamente por Kumarakapay. Me sobrecogió su desolación. Ni siquiera la Guardia Territorial Pemón estaba en su punto de control. Todo estaba cerrado, nadie en la calle, todos resguardados quién sabe por cuánto tiempo. Solo quedaba el jeep de la Guardia Nacional accidentado desde el viernes.
Entonces comprendí que lo que sabía el comandante José Montoya –destituido de su cargo el lunes 25 de febrero–, y dejaba entrever en aquel ensimismamiento que parecía sumisión ante los indígenas, es que venían refuerzos del Ejército. Y con ello 48 horas de detenciones, agresiones, balas y muertes.
El hospital fue militarizado, al igual que otros puntos en el pueblo. La movilización de uniformados no cesó. La gente se llenó de miedo.
—Están allanando las casas, las posadas, los hoteles y se están llevando a gente detenida —me contó Francis, una amiga que me regaló Santa Elena en esos días.
La noche del martes 27 de febrero, leí una publicación en Twitter de la diputada Olivia Lozano, que luego me confirmaron colegas en Brasil: Kliver Alfredo Pérez Rivero, un pemón de 24 años, había fallecido. Era uno de los 15 heridos en Kumarakapay la madrugada del 22 de febrero, y uno de los 9 trasladados a Boa Vista. Estaba en la Unidad de Terapia Intensiva del Hospital General de Roraima, con múltiples lesiones en el hígado y los intestinos, debido a heridas por arma de fuego en el abdomen y el tórax. Klíver se convirtió en la quinta víctima mortal de esos trágicos sucesos. A los días nos enteraríamos de la muerte de Jorge González, que era de Upata y también se encontraba en ese hospital. Con ellos, se eleva a 7 el número de muertes.
—Primera vez que esto ocurre en Santa Elena de Uairén —me dijeron varios lugareños.
Y las persecuciones continúan.
Es oficial, están allí para matar.
Con información de Marcos Valverde.
Esta historia fue producida dentro del programa La vida de nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de Derechos Humanos y fotógrafos de 16 estados de Venezuela.