La mañana del 11 de abril de 2002, Malvina Pesate salió a marchar como lo había venido haciendo todos esos años. La multitudinaria marcha enfiló hacia Miraflores y, en la esquina de La Pedrera, luego de ver caer a un hombre herido a sus pies, sintió un fuerte golpe que la hizo perder el conocimiento. Había recibido un tiro, que entró por la mandíbula y salió un poco más arriba de la nuca. Quince años después cuenta su historia.
Fotografías: Valeria Pedicini / Archivo de Malvina Pesate
A Malvina Pesate le causa escalofríos una imagen en particular sobre las protestas en Venezuela, que la agencia Reuters difundió el 19 de junio de 2017. La protagoniza un efectivo de la Guardia Nacional Bolivariana. Porta traje antimotín y casco de motorizado. Tiene un arma en la mano, que apunta contra un grupo de manifestantes que corre hacia él en el distribuidor Altamira, en Caracas. Su arremetida, con la de dos funcionarios más, dejó un muerto de 17 años y varios heridos. Malvina se toca la comisura izquierda de la boca y menea ligeramente la cabeza cuando la rememora.
Vivió en carne propia un suceso así.
Nunca entendió el porqué. Quizá fue su metro 77 centímetros de estatura o su cabellera rubia. Quizá el hecho de pensar distinto a los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro. Jamás lo sabrá con certeza, pero lo que sí sabe es que siempre estará en contra de los regímenes autoritarios. Más aún luego del incidente.
Aunque no era madre, Malvina era de las que, en 2002, gritaba “¡Con mis hijos no te metas!”, durante las protestas contra las reformas educativas anunciadas ese año. También lo hizo en desacuerdo con la caída del Producto Interno Bruto y el valor del bolívar frente al dólar, como consecuencia de un mal manejo de la economía. Las 47 normativas aprobadas bajo la Ley Habilitante en 2001 solo incrementaron su molestia. Para entonces, la Confederación de Trabajadores de Venezuela, Fedecámaras y otros gremios habían convocado una huelga general indefinida. La gasolina escaseaba, las despensas se llenaban con alimentos no perecederos, y el Presidente aparecía en cadena de radio y televisión mostrando una normalidad laboral que hacía años se había perdido en el país.
Después de 48 horas de paro, llegó el jueves. Era 11 de abril. Esa mañana, Malvina se puso sus zapatos de goma blancos, su camisa de Primero Justicia y agarró su cartera de todos los días. La arquitecta egresada de la Universidad Central de Venezuela comulgaba con los lineamientos políticos del partido “progresista humanista”, como se calificaban. Se reunió con un grupo de conocidos en la plaza Francia de Altamira, bajo un sol que picaba la piel. La emoción la movía. Incluso se tomó una foto junto a una amiga con la Torre Británica de fondo.
Esa sonrisa quedaría para la posteridad.
Entre la multitud, pudo colarse hasta las cercanías de la tarima, que se ubicaba entre el Centro Comercial Ciudad Tamanaco y la sede de Petróleos de Venezuela de Chuao. La veía a pocos metros de forma diagonal. Pero las cornetas le resultaron insuficientes. No podía escuchar a los voceros.
—¡Vamos pa´ Miraflores! —gritó un joven cerca de ella.
—¿Para qué a Miraflores? —le cuestionó ella.
—¡Hay que ir, hay que ir a Miraflores!
Y Malvina fue.
Sociedad civil y partidos políticos confluyeron. Sabían que eran miles los que se desplazaban por la autopista Francisco Fajardo. La masa encontró su cauce en la avenida Bolívar y subió por la esquina de Pajaritos hasta la avenida Universidad.
Una llamada interrumpió el caminar metódico de Malvina. “Ten cuidado, están lanzando piedras en el centro”. Pero su vista no alcanzó a ver ningún objeto contundente de los que su madre le advirtió. Siguió, con su bandera de Venezuela en alto. Una señora que desconocía se la llenó de vinagre y prácticamente le ordenó que se la pusiera en la boca. Y sin pensarlo mucho se tapó esa parte del rostro, por la que sangraría momentos después de forma descontrolada.
La avenida Universidad se le hizo angosta cuando un río de gente se avecinó hacia ella en contraflujo. Se resguardó en un recodo de un edificio junto a su novio, Gorka Lacasa, para evitar que la avalancha se los llevara por delante. Cuando pasaron retomó su rumbo, con su bandera empapada de vinagre tapándose la boca de forma intermitente. Escuchaba alertas entre la multitud, como que antisociales rompían paredes y de allí sacaban piedras que lanzaban a los manifestantes. Las veía rodar en Capitolio a pocos metros de la avenida Baralt. También se decía que el Presidente hablaba en cadena de radio y televisión. Qué más daba que no los vieran. Malvina no quería ser grabada, quería llegar a su destino.
Pasadas las 3 de la tarde, cuando alcanzó la Baralt, vio dos vehículos antimotines blancos de la guardia trancando el paso hacia Miraflores. No la amilanaron. Tampoco a su novio, quien se había adelantado junto a un grupo que sostenía una gran pancarta. Lo seguiría desde la retaguardia, con otras dos muchachas que se quedaron con ella. Pudo distinguir que unos policías metropolitanos estaban en fila india contra una pared, como si supieran algún método de seguridad evasiva que ella desconocía. Como si había algún motivo para resguardarla.
Se paró un momento en la esquina de La Pedrera, cerca de un kiosko de periódicos. No recuerda por qué. Pero lo que no olvida es que, de pronto, un hombre se desplomó frente a ella.
No escuchó detonaciones de arma de fuego. Ya no alcanzaba a ver a su pareja. Estaba sola con un herido a sus pies. Lo llamó una, dos, tres veces, todavía con su bandera en la mano derecha.
No pudo seguir gritando “!Gorka!”, porque un dolor invadió su mandíbula. La sangre brotaba como un chorro desde su labio izquierdo, manchándole la camisa de Primero Justicia. En un acto reflejo, se llevó la mano izquierda al sitio donde sintió el golpe. Estaba confundida. Luego, cayó de espaldas contra el asfalto, desmayada, con un tiro en la boca.
Abre más sus grandes ojos azules para hacer énfasis. Un tiro. Lo cuenta con la naturalidad de quien ha narrado la misma historia unas 500 veces. Sabe dónde afincarse y dónde no detenerse mucho. 15 años le han dado esa capacidad, pero no le quitan el asombro. Su mandíbula izquierda tiene un chichoncito, imperceptible a simple vista. Ella conoce muy bien dónde está. La herida que le desdibujó la sonrisa hoy se camufla con la arrugada comisura de sus labios. Se toca sin cuidado la “T” invertida de cerca de un centímetro donde estuvieron los puntos, igual que la pequeña cicatriz que le quedó en la cabeza, un poco más arriba de la nuca. Si la busca, la encuentra. No suele hacerlo. Por allí salió la bala que los médicos pensaban que se había alojado en su cráneo.
La historia se le vuelve difusa después del ataque. La reconstruye con anécdotas de su novio para entonces, con el que se casó al año siguiente y que moriría en 2005. Fue quien la reconoció por sus zapatos de goma blancos, tirada en el suelo, y la rescató de su desangramiento inminente.
Una vez internada en el Hospital de Clínicas Caracas, el doctor Pesate, su hermano, y otros profesionales, manejaban dos opciones: hacerle una cirugía en la cadera para quitarle un pedazo del hueso, y moldearlo para reemplazar el trozo de mandíbula que la bala astilló en micropedazos; la otra, dejar que el hueso soldara “como le diera la gana” para luego moldearlo.
Escogieron la segunda opción.
Malvina recuerda un gran girasol sobre una mesa de su habitación. Le cuentan que muchos la visitaron en su convalecencia. Recuerda cómo desde la bancada oficialista de la Asamblea Nacional alegaron su fallecimiento. Tuvo que emitirse un informe médico expedito para contradecir a diputados chavistas que dudaban de su estado de salud. También rememora las detonaciones secas que escuchó, desde su habitación, ese fin de semana. Chávez volvió a la presidencia de la República en cuestión de horas, luego de un golpe de Estado fallido, y en un ambiente de inestabilidad.
Solo esperaba que su cama estuviera lo suficientemente baja para que no la hirieran de nuevo. Le resultaba imposible moverse con tanto cable por su cuerpo y tanto dolor en su cabeza. Mucho menos gritar con los puntos de alambre que la dejaban casi muda.
Su recuperación física la logró en meses. Primero en casa del doctor Pesate, luego en casa de sus padres, un rumano y una brasilera. El fisioterapeuta que la visitaba para su rehabilitación le metía la mano enguantada en su boca y le masajeaba justo detrás de los dientes, donde la incomodidad le latía. La otra parte del ejercicio iba por su cuenta.
Tenía en una mesa varias paletas de helado. Las introducía entre sus dientes para aflojar los músculos maxilofaciales. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Medía la apertura con una regla. Le mostraba a su madre sus centímetros de esfuerzo, con los ojos más abiertos de lo normal, todavía mordiendo la madera. Las lágrimas le brotaban cuando, al sacarla, sus dientes chocaban en cuestión de minutos, difíciles de dominar por el dolor. Al lado de los implementos para su terapia, reposaba una chupeta. Malvina siempre fue chuchera. El día que la comiera sin miedo a que no se le quedara dentro, se daría por curada.
Ese momento llegó en agosto. Esas lágrimas fueron de alegría. Una radiografía panorámica le corroboró que el hueso había curado a la perfección.
Ahora prefiere estar de frente a las ventanas y las puertas, no de espaldas. Evita pasar por la avenida Baralt, especialmente por la esquina de La Pedrera. Puede hacerlo, pero no le gusta. Y cuando alguien grita “Vamos pa´ Miraflores”, se lo piensa dos veces.
Ella encarna un precedente de 19 muertos y más de 100 heridos. Cada uno de ellos hace que le duela el pecho. Igual le sucede con los más de 100 fallecidos desde que comenzaron las protestas en abril de 2017. Se entera por las redes sociales, medios de comunicación, amigos y familiares. Nunca sale sin su teléfono a las movilizaciones convocadas por la Mesa de la Unidad Democrática. A ningún sitio, en realidad. Tampoco sale sin acompañante. Marcha junto a su actual pareja con zapatos anaranjados, para que la reconozcan más fácil.
Pero marcha.
Lo ha hecho desde agosto de 2002, a pesar de las advertencias de su madre.
¿Por qué tenía que marchar? ¿Por qué exponerse de nuevo? Se le aguan los ojos de solo recordarlo. Simplemente, lo sentía necesario. Desmayar nunca fue una opción para Malvina, incluso a sabiendas de que está a expensas de la violencia de las fuerzas de seguridad del Estado y que no encontrará justicia por lo que le sucedió mientras el chavismo esté en el poder. Fueron cientos, quizá miles, quienes, al verla, le regalaron estampitas, la ensalzaron con frases motivadoras, la ungieron de bendiciones.
Durante este 2017, ha salido a marchar desde que se quebró el hilo constitucional tras las sentencias 155 y 156 emitidas por el Tribunal Supremo de Justicia. Ese 19 de junio no llegó hasta el distribuidor Altamira donde se jalaron los gatillos y se produjo una muerte. Se le eriza la piel al ver, ya en fotos, cómo un guardia apunta de forma horizontal a los manifestantes. Así le dispararon a ella. De frente. Con intención de matarla.
—El mismo rayo no cae dos veces en el mismo sitio. A mí no me van a pegar un tiro otra vez —suelta, con una amplia sonrisa.
Esta historia fue escrita en el Seminario de Periodismo Narrativo “El pulso y alma de la crónica”, de Cigarrera Bigott, en 2017.