En un peligroso barrio de Coro, en el estado Falcón, una mujer sin recursos fundó una coral infantil que luego se convirtió en escuela de música. Los aspirantes se sentaban en potes de pintura y ensayaban en la calle. Hoy forma parte del Sistema Nacional de Orquestas y sirve para darle tregua a la violencia.
Fotografías: Jesús Romero
—Pasa, tranquila, puedes limpiar y hasta seguir leyendo —la incitó Pérez Benedetti al ver la cara de asombro que puso Isandra Campos al entrar en su biblioteca.
Ella había atravesado la puerta como todos los miércoles para limpiar, pero también para leer alguno de esos libros ajenos, como venía haciéndolo desde que había llegado a esa casa.
—Doctor —se excusó sonrojada al saberse descubierta—, pero yo siempre coloco los libros en su mismo sitio.
—Tranquila, puedes seguir leyendo.
Isandra había llegado hacía unos meses a la casa de los Pérez Luzardo, proveniente de Coro, estado Falcón. Era la época en que muchas mujeres del interior del país iban a Caracas a emplearse como domésticas. A diferencia de sus hermanos, ella se había resistido a terminar el bachillerato y ya tenía dos hijos: uno que tuvo a los 16, producto de “una travesura”, y otro a los 18, con un hombre que amó mucho, pero que dejó cuando se enteró de que era casado. Fue buscando el sustento para ellos, Isander e Ismel, que un día de 1985, a sus 23 años, decidió aceptar la oferta de irse por dos semanas a la capital a cuidar los niños de los Pérez Luzardo. Dos semanas que se convirtieron en años.
Vivían en una enorme quinta de la urbanización Los Campitos, al este de Caracas. Isandra la pasaba bien jugando con los tres niños del doctor. Cada día ordenaba y retiraba el polvo de un lugar de la casa y los miércoles hacía lo mismo en la biblioteca. Allí descubrió que existían ese otro tipo de libros. Y poco a poco, secretamente, fue leyendo varios de ellos.
—¿Le importa que limpie con usted aquí? —le preguntó.
—No hay problema —le dijo Pérez Benedetti y le prestó un libro. A partir de ahí podría leer en las noches en su cama.
Isandra comenzó a trapear aquí y allá, todavía avergonzada, cuando advirtió que el doctor escuchaba una música que le produjo ganas de llorar. “¿Qué es eso que me da tanto sentimiento? Parece música de muerto”, se preguntó a sí misma. Isandra había crecido en uno de los sectores más tradicionales de Coro, donde en tiempos de la colonia los negros provenientes de Curazao —que en su mayoría eran nativos del Congo— meneaban sus caderas al ritmo agitado del tambor. Su oído estaba acostumbrado más a aquel repique recio.
Otro día, se atrevió a preguntarle.
—Es música clásica —le respondió el patrón—. Los domingos pasan un programa muy bueno que se llama Clásicos Dominicales, allí también puedes escucharla.
Isandra siguió el consejo y poco a poco su oído se fue habituando a aquellos sonidos. Los miércoles y domingos escuchaba a Bethoveen, a Tchaikonvsky, aprendió a tocar la flauta dulce de los niños de la casa, hasta que un día se dijo: “Cuando regrese voy a hacer todo para que mis hijos toquen esta música”.
En Coro las cosas habían cambiado. Las Panelas, su barrio al que regresó, ya no era el mismo de hacía tres años. Era 1988 y los hijos de sus vecinos, que cuando se mudó a Caracas estaban entrando en la pubertad, ahora aparecían en las páginas rojas de los diarios como protagonistas de asaltos y sicariatos. Al enterarse le dio mucho miedo, sobre todo porque allí, en ese ambiente, estaban creciendo sus hijos.
Para tratar de aislarlos de todo aquello, y tal como se había imaginado en sus días en Caracas, los inscribió en el kinder de la escuela de música Elías David Curiel y luego, en el Sistema Nacional de Orquestas. La música era una tabla de salvación.
Ella también se entusiasmó y comenzó a formar parte de la Coral Falcón. Allí experimentó la plenitud que produce cantar, adentrándose en las notas graves, en las agudas. Aprendió a diferenciar la voz de pecho de la voz de cabeza, a leer partituras. Admiraba a sus profesores: Yolanda Correa, quien le daba clases de canto, y José Maiolino, el de las lecciones de solfeo. A veces, cuando lo veía a él dirigiendo el coro, se sentía afortunada, agradecida con Dios por tanto.
Luego de los ensayos nocturnos, llegaba a su casa y frente a un espejo cantaba e imitaba los movimientos que hacía el maestro con las manos. No podía darse cuenta, pero comenzaba a incubarse en ella el amor por la dirección musical. Su vida iba tomando rumbo.
Isandra era ahora peluquera y vivía de este oficio en un cuartico de la casa de su mamá. Se había unido sentimentalmente a otro hombre y con él tuvo tres hijos que también incursionaron en la música: Ana Gabriela, Ana Patricia y Juan José. Pero su deseo era que los que crecían en las casas vecinas, el hijo de Ulises, la niña de Cristina, esos que veía jugando en la calle a toda hora, tuvieran igual oportunidad que los suyos.
Un día se fue al callejón Sucre, donde decían que había asesinos a sueldo. Nunca había ido a ese sector, pero como la palabra miedo no se hizo para ella, se presentó casa por casa con un cuaderno y un lápiz, e hizo un censo para la creación de una escuela de música. En una de las casas, en la que separaban los cuartos con sábanas que hacían de cortina, encontró varias familias: eran hermanas que vivían allí con sus hijos, 22 en total. Ahí tenía el coro.
Empezó con cinco. Los recibía en las mañanas en la casa de su mamá y hasta les daba desayuno. Observó que no podía enseñarles las notas musicales si no sabían leer ni sumar, y puso en pausa el proyecto para darles tareas dirigidas. También se alió con profesores de lengua y literatura de la Universidad Francisco de Miranda para que estudiantes de los últimos semestres cumplieran allí su Servicio Comunitario.
—Ustedes aprenden a leer y yo les doy música, si no, no —les decía.
Así nació el coro infantil del barrio Las Panelas, que años después llegaría a tener hasta 45 niños. Les enseñó teatro, baile y flauta dulce, mientras sus hijos, Isander e Ismel, iban a la Orquesta Infantil del Sistema Nacional de Orquestas.
Todo el que quería pertenecer al grupo entraba y organizó un coro de flauta dulce para quienes no tenían “oído para cantar”. Cuando llevaba a su hija Ana Gabriela a Caracas, a la Academia Latinoamericana de Violín, compraba una o dos flautas, que costaban un bolívar, y se las daba a los que se portaban bien. Ya tenía casa propia y ahí los reunía, sentándolos en latas de pintura.
Pero nada era suficiente. La mente de Isandra no paraba de imaginar.
De vez en cuando, los niños le pedían que les enseñara a tocar como lo hacían Isander e Ismel en la Orquesta Infantil Juan José Landaeta. Entonces se le ocurrió que, aparte del coro, debía constituir una orquesta.
Fue cuando redactó el proyecto. Lo llamó Si en el Ateneo no hay espacio, ven y enséñame en mi barrio. Se lo mostró a uno de sus maestros, pero no vio interés en él. Horas después, le cambió la portada a su propuesta y le puso Proyecto Social para el Sistema de Coro y Orquestas Infantiles y Juveniles de Venezuela, núcleo Las Panelas. Y el 5 de mayo viajó a Caracas para tocarle la puerta a José Antonio Abreu, el fundador del Sistema Nacional de Orquestas Sinfónicas de Venezuela.
Ya Ismel era la primera viola de la Orquesta Nacional Simón Bolívar, pero cuando Isandra se presentó ante el maestro, que amablemente la recibió, no se refirió a su hijo. Abreu leyó el proyecto y vio un video que ella le había llevado.
—Usted es una mujer tenaz —le dijo—, va a contar con mi apoyo. Vaya con el muchacho que está en la otra oficina, para que le entregue flautas y partituras.
Eso hizo. Y al entregar la cédula de identidad para firmar el recibo de entrega de 20 flautas dulces, el empleado advirtió su apellido.
—¿Usted tiene a alguien trabajando aquí?
—No.
—Pero en la orquesta me suena ese apellido Campos.
—Sí, yo soy la mamá de Ismel.
—Ah, caramba, buen muchacho —le dijo y salió de la oficina para hablar con Abreu.
A los pocos minutos, Abreu la mandó a llamar.
—Ahora le voy a dar más apoyo porque su hijo es su mejor currículo, él me dijo que usted había sido su atril y quien le enseñó las notas.
Quince días después, llegaron los primeros instrumentos a Coro: violines, cellos y violas, y aquel maestro que no había creído en su proyecto, le dijo en buen coriano: “Me caminaste por el lomo”.
Isandra tuvo que buscar más potes de pintura porque empezaron a llegar más muchachos. Dobló ganchos de ropa en forma de atril para colocar las partituras. En 2011 le llegó su primer cheque como directora fundadora de la Fundación Coro y Orquesta Infantil y Juvenil Las Panelas. Con el dinero construyó dos baños y techó el patio que servía de salón de ensayos.
Años más tarde ya eran demasiados y se propuso levantar una sede. Le gustaba un terreno que estaba frente a su casa, pero los dueños, dos hermanos, lo vendían por 80 millones de bolívares, que ella no tenía. Entonces, se enteró de que iban a construir una nueva urbanización y, sin pensarlo mucho, les propuso a los hermanos que aceptaran una casa a cambio del terreno para la escuela. Le pidieron dos casas, que Isandra gestionó con la Gobernación de Falcón, mientras a Corpoelec le pidió la construcción de la sede.
Fueron los años en que la Orquesta Nacional Simón Bolívar comenzó a viajar y a cobrar más fama por la calidad de sus conciertos. A Venezuela llegaron ejecutantes de la Universidad de Boston para aprender cómo funcionaba el Sistema. El maestro Abreu los envió a varios estados a que vieran todo con sus propios ojos. Algunos fueron al núcleo Las Panelas, donde convivieron por tres días con Isandra y sus muchachos. De vuelta a Caracas, le contaron a Abreu la experiencia: “Aquí se enseña música con amor y no hay barreras”. Llegaron a ser tantos los aspirantes a músicos que, por las tardes, la calle Campo Elías del barrio Las Panelas era cerrada para que los niños ensayaran.
El edificio que ella aspiraba se hizo a través de una contratista que, irregularidades de por medio, levantó cuatro paredes y un techo que se desplomó al poco tiempo. Por años, nadie respondió por aquello que ella llamaba “el mamotreto”. Decidida a lograr que terminaran la construcción, regresó a Caracas en busca del maestro Abreu.
Frente a los ascensores de la Torre Este de Parque Central, donde se encontraba una de las oficinas del maestro, coincidió con el ministro de Energía Eléctrica de entonces. No pensó dos veces y corrió a su encuentro. Pensó que era otra oportunidad enviada por Dios.
—Dos minutos, ministro, permítame hablar con usted. Tome este proyecto. Necesito que ayude a los niños de mi barrio. Estoy luchando por ellos, para que sean hombres de bien —le dijo y le entregó la carpeta y un pendrive con toda la información.
A los dos días le informaron que irían a una inspección. Y semanas después la reconstrucción de los salones se reiniciaba.
Isandra tiene la impresión de que en la calle Campo Elías de Coro, al menos entre Proyecto y Milagro, la música le ha dado tregua a la violencia. Han salido grandes músicos de ahí, empezando por sus hijos. Ismel es la primera viola de la Orquesta Filarmónica de Jalisco, en México, y Ana Gabriela vive en París y acaba de ser admitida en el Conservatorio de Ginebra, Suiza, donde estudiará viola. Juan José y Ana Patricia tocan violín en la Sinfónica de Falcón. E Isander, quien tocó violín y contrabajo, dejó la música por la albañilería, pero apoya a sus hijos, Marcelo y Diego, quienes también ejecutan el violín y la percusión en la Sinfónica regional.
Este año a Isandra le llegó el nombramiento como coordinadora regional del programa Simón Bolívar que lleva la música a las escuelas, pero dijo que no.
—Aquí en Las Panelas estaré hasta que Dios quiera. Estoy donde Él me puso, aquí en mi barrio, porque formé esto para ellos y soy de ellos. Ya lo demás sería avaricia.
Así, Isandra Campos tomó la batuta de su vida. Y no la piensa soltar.
Historia elaborada en el XII Seminario de Periodismo Narrativo “El pulso y alma de la crónica”, de Cigarrera Bigott, en 2018.