Muchos lo vieron como un pájaro de mal agüero. El profesor Antonio Fuguet —investigador, doctor en educación— insistía en que las instituciones educativas debían ser autosostenibles o de lo contrario iban rumbo a un despeñadero. La gestión educativa era su línea de trabajo. Con el tiempo, se convirtió en un testigo de eso que quiso evitar: el deterioro del sistema educativo venezolano.
FOTOGRAFÍAS: CRISTIAN HERNÁNDEZ
Sustentabilidad, productividad, autogestión. Aquellas palabras se escuchaban, una y otra vez, en el auditorio de la Universidad de Toronto en el que más de 30 profesores latinoamericanos presentaban el resultado de las investigaciones que los había mantenido muy ocupados durante ese mes en Canadá. Sustentabilidad, productividad, autogestión, repetían, uno tras otro, casi a coro. Era como si, en conjunto, hubieran encontrado una ruta única para el éxito.
Era un día de 2001. En la sala en la que se desarrollaba el Faculty Enrichment Program —una iniciativa financiada por el Consejo Internacional de Estudios Canadienses— se encontraba un profesor venezolano: Antonio Fuguet.
Mientras escuchaba a sus colegas, él pensaba en el contraste que había entre esas universidades —productivas, con múltiples fuentes de ingresos— y las venezolanas que, sabía muy bien porque había trabajado en ellas durante mucho tiempo, eran tan frágiles, tan dependientes de los gobiernos de turno, tan desconectadas de la realidad.
Todo eso que él, durante décadas, había estado advirtiendo. Pero nadie lo escuchaba: lo veían como si fuera un pájaro de mal agüero. Les decía a profesores, a políticos y a autoridades que el sistema educativo venezolano era muy débil y que, tarde o temprano, iba a colapsar.
Colapsando, sobre la espada del conde Paris, estaba Romeo. En la clase de literatura, un día lejano de finales de 1960, en el Seminario Salesiano, los estudiantes repasaban el último acto de Romeo y Julieta.
—Esta es la cuarta obra de Shakespeare que leemos. ¿Qué tiene en común esta pieza con Hamlet, Macbeth y Julio César? —preguntó el padre que les daba clase.
Casi todos los estudiantes levantaron la mano.
—…Pero más allá de que todas hayan sido escritas por el mismo autor —acotó el sacerdote.
Todas las manos se bajaron, excepto una: la de Fuguet.
—Son tragedias —respondió.
—Muy bien. ¿Y por qué todas pueden ser consideradas tragedias?
—Padre, es una tragedia porque, de alguna forma, todos sabemos que la historia va a acabar mal… —dijo uno de los estudiantes.
—…Y que nadie hará nada para evitarlo —agregó Fuguet.
En aquel tiempo, Antonio Fuguet quería hacerse sacerdote porque le atraía la vida ministerial. Pero de a poco se fue dando cuenta de que era muy rebelde: la disciplina sacerdotal era demasiado rígida, y él, que tenía opiniones firmes y solía debatir sin cesar, no encajaba en ese mundo.
Fue principalmente por ello que comenzó a pensar en irse a la academia y hacer vida allí, pues el debate y la crítica eran, no solo admitidos, sino que eran parte de sí mismo.
Se acercó al Instituto Pedagógico de Caracas (IPC), y le dijeron que si cursaba la carrera de educación posiblemente le serían exoneradas las materias de filosofía, que ya había visto en el seminario.
—Inscríbanme en educación entonces —dijo.
Empezó su carrera en 1971. Tomó la mención de evaluación. Se hizo becario (era una suerte de asistente de algunos profesores) y en 1973 se convirtió, formalmente, en preparador. Se graduó en 1976, siendo uno de los mejores de su promoción: salió del acto de grado directo a presentarse a uno de los tantos concursos internos que tenía abierto su alma mater.
Y tuvo éxito: se convirtió en el profesor Antonio Fuguet.
Comenzó a trabajar en el Servicio de Investigación Educacional, cuyo jefe era Gilberto Picón, otro joven académico que estaba a punto de irse a estudiar un doctorado a la Universidad de Stanford. Algo que en aquel tiempo era natural: “Me voy porque es lo que se espera de nosotros: es decir, que estudiemos afuera y volvamos para aplicar lo aprendido”, le dijo alguna vez.
Fuguet pensaba que era cierto. El IPC era la entidad asesora de la educación en el país; de algún modo, era la heredera del pensamiento y obra de Mariano Picón Salas, quien lo fundó en 1936 —cuando ejercía como superintendente de educación— bajo el nombre de Instituto Pedagógico Nacional, con la intención de formar a los futuros educadores. Su idea era que ese fuera un semillero de ideas y políticas educativas. Los profesores del instituto solían ser postulados a becas, recibían financiamientos para sus investigaciones y los consultaban sobre las políticas educativas de la nación.
Fuget sentía que iba en la dirección correcta, porque la universidad le estaba permitiendo hacer una carrera que le garantizaba un buen estilo de vida. Entonces eran atractivos los beneficios del profesorado: salarios competitivos, primas, viáticos, bonos por proyectos educativos e investigación. A eso se le sumaba la generosa política habitacional y la posibilidad de optar por créditos especiales. Fuguet se casó y pudo comprarse una casa. Y viajar.
“¿Qué puede salir mal?”, se preguntaba. “Nada, nada”, se respondía.
Aunque su carrera apenas comenzaba, el profesor Fuget se hizo conocido, no solo por su habilidad para escribir, sino por su particular interés hacia la gerencia educativa. Asistió a congresos en Alemania, Estados Unidos, Turquía, España, México, Colombia, Canadá y Reino Unido. Siempre con el apoyo de la universidad y de instituciones nacionales e internacionales. Más adelante, en 1978, siguió el camino del profesor Gilberto Picón: aplicó a una beca para una maestría en la Universidad de Illinois, Chicago. Y fue seleccionado.
El campus de la universidad era el más grande del estado de Illinois: 647 edificios en los que funcionaban 17 facultades y más de un centenar de programas de estudio.
“¿Cómo mantienen todo esto?”, se preguntó al ver la dimensión del campus.
Pronto supo la respuesta: la universidad era pública, pero muchas empresas financiaban investigaciones; contaban con una editorial propia que comercializaba los libros que hacían los profesores; y ONG, fundaciones y organismos multilaterales tenían proyectos con la institución. De modo que de los cientos de millones de dólares que la universidad disponía para su funcionamiento, la mayor parte no provenía del Estado sino de esas otras fuentes de ingresos.
Al volver a Venezuela, Fuget se dedicó a preparar una investigación para su siguiente ascenso. Era un momento clave: el IPC se estaba fusionando con otros siete institutos pedagógicos para conformar la Universidad Pedagógica Experimental Libertador (UPEL). Su otrora mentor y jefe, Gilberto Picón, ahora director del IPC, le pidió que se reincorporase a la Unidad de Investigación, rol que a partir de entonces Fuguet combinó con las clases: el aula siempre ha sido un espacio importante para él. Y no estaba dispuesto a dejarlo.
Continuó haciendo investigaciones, cuyos resultados reflejaban su preocupación: el sistema educativo venezolano no era sostenible. A pesar de contar con recursos. Pensaba que las instituciones educativas tenían que buscar la forma de autosustentarse. Fuguet sentía que la universidad estaba enclaustrada en sí misma, que pocos profesores estaban innovando y contribuyendo al acervo del conocimiento. “Nos estamos quedando atrás”, le insistía a sus colegas.
Una oportunidad que le brindó el British Council para ir al Reino Unido por 15 días a estudiar los procesos evaluativos de las universidades y colegios de Londres, lo reafirmó en su convicción. El cambio era necesario.
Pero en vez de preocuparse, muchos de ellos le decían siempre lo mismo: “Es que tú te preocupas demasiado, piensas demasiado”.
Fue por su preocupación que comenzó a buscar espacios en los que pudiera impulsar mejoras. Cuando en 1994 le preguntaron a las autoridades del IPC a quién recomendaban para que asumiera la Dirección Nacional de Educación Básica y trabajara con Antonio Luis Cárdenas, recién designado ministro de educación, todos respondieron: “El profesor Antonio Fuguet”.
Tomó la oportunidad para tratar de acercar las universidades a los colegios y liceos; que se promoviera la orientación vocacional en los jóvenes que estaban en bachillerato; que los liceos y colegios crearan proyectos para vincularse a la sociedad civil y el empresariado.
Pero siguió encontrando resistencias.
Desanimado, renunció al cargo.
Pero no a la academia. Ya cursaba el doctorado en educación de la UPEL, del cual más adelante egresó con honores.
Y que había que hacer algo urgente.
Decidido a incidir en cuanto espacio pudiera, pasó el siguiente lustro asesorando los proyectos educativos de la Gobernación del Distrito Capital y la Gobernación del Estado Miranda. También trabajó con la Fundación La Salle para abrir una universidad nueva, pero no pudieron conseguir los recursos para ello.
Comenzó a publicar libros en la editorial de la UPEL, dirigidos esta vez al público general: “Quizá el ciudadano de a pie se interese más por mis ideas que la academia”, le comentó alguna vez a su editor.
Y se postuló al Vicerrectorado de Docencia de la UPEL e hizo su campaña en torno a la necesidad de que la universidad debía realizar un profundo proceso de revisión curricular y que además necesitaba tener más presencia fuera de sus muros: “Tenemos que impactar a la sociedad y articular más con la empresa privada”, repetía hasta el cansancio en cada charla. Proponía que las empresas aportaran a las investigaciones, los programas y proyectos académicos, como una forma de contribuir a la sustentabilidad de la universidad, como ocurría en grandes casas de estudio que había visitado, como Oxford y Cambridge en Reino Unido.
Además, visualizaba que la docencia y la extensión universitaria —que según la Ley de Universidades es la encargada de aglutinar las actividades culturales, la realización de talleres, conferencias, cursos y diplomados— podría potenciarse para generar más ingresos propios.
Sus planteamientos a muchos les resultaban incómodos, inviables.
Como él esperaba, perdió la elección.
Ya lo sabía y ahora lo confirmaba: no era profeta en su tierra.
Ante la poca receptividad de sus colegas, se dedicó a escribir artículos y libros. Siguió viajando para impartir conferencias y participar en congresos. Y fue entonces cuando en 2001 aplicó al Faculty Enrichment Program, una iniciativa financiada por el Consejo Internacional de Estudios Canadienses para movilizar a académicos de América Latina en una gira en la que pudieran conocer universidades de Canadá y hacer investigaciones.
Durante un mes, Fuguet visitó 7 universidades y realizó 48 entrevistas.
El resultado fue un trabajo en el que analizó el sistema educativo de Canadá versus el de Venezuela. Encontró que en Canadá estaban concluyendo una reforma educativa. Presenció de primera mano cómo las universidades eran promotoras del desarrollo científico aplicado y evidenció que los planteles de educación media y básica trabajaban con ellas. Las empresas recurrían a las universidades en busca de innovación y estaban dispuestas a facilitarles recursos para que sus investigaciones llegaran a buen puerto.
Sí, todo lo que venía recomendando se estaba llevando a cabo en Canadá.
Pensó entonces en los esfuerzos que había invertido tratando de cambiarlo todo. Y pensó en que es cierto lo que dijo en aquella clase de literatura sobre las tragedias: a veces lo son porque nadie hace nada para evitarlas.
Y la tragedia llegó.
Venezuela entró en el siglo XXI con la llamada revolución bolivariana. Fuguet temía que las cosas fuesen peores porque, por un lado, sentía que el nuevo régimen político adversaba a la intelectualidad, y por otro, la universidad se había puesto en una posición insostenible: a su juicio, la tarea no se había hecho; la mayoría de las instituciones educativas del país dependía demasiado del Estado.
Los presupuestos para la educación se convirtieron en armas que el gobierno usaba para presionar y doblegar a los institutos y universidades públicas. La UPEL, como tantas otras, comenzó a sufrir embates económicos. Los salarios de los docentes fueron relegados, las becas estudiantiles congeladas hasta que la inflación las pulverizó, y las primas y partidas para investigaciones, que habían permitido que cientos de profesores publicaran libros, fueron desapareciendo.
Y ante aquel descalabro, ya era poco lo que podía hacerse.
Los gremios profesorales convocaron paros, hicieron pronunciamientos, marchas: de nada sirvió.
Fuguet continuó escribiendo. Hizo un posdoctorado. En un artículo, presentó nueve aspectos en los que las universidades podrían mejorar: “Deben verse y re-pensarse a lo interno para luego proyectarse. No hacerlo será aceptar que no sobrevivirán”, recomendaba.
En 2002 se jubiló de la UPEL. Aun así asumió la Coordinación del Doctorado en Educación. Ese era su acto de rebeldía: se rehusaba a irse. Continuó participando en congresos internacionales, aunque cada vez con menos —o nulo— apoyo económico de su universidad y más inversión de su propio bolsillo: pasaba meses ahorrando para poder ir.
En el último de esos congresos, se encontró tomando un café en Turquía, luego de haber dictado su conferencia, cuando cuatro jóvenes se le acercaron.
—¿Profesor Fuguet? Disculpe que lo interrumpa —dijo una de ellas—. No queríamos dejar pasar la ocasión de saludarlo esta vez.
—¿Esta vez?
—Sí, es que esta es la cuarta conferencia que vemos de usted —le dijeron.
Eran académicas que, como él, acudían a los congresos a aprender de grandes investigadores.
—Lo conocimos hace un tiempo en una de sus conferencias; desde entonces le seguimos la pista; es muy valioso todo lo que dice; ojalá todo el mundo pudiera escucharlo —le dijo ella.
Él trató de sonreír pero no lo logró. Se preguntó cuántas personas había conocido en esos eventos y no pudo evitar sentir el temor de que ese fuera el último al que quizá podría asistir. Pero tenía la satisfacción de que esas chicas le seguían la pista. De que al menos ellas lo escuchaban. Y comprendían su preocupación.
Pronto, su temor se volvió realidad: atrás quedaron los viajes, los cócteles de las jornadas de investigación y los bautizos de libros. Durante la etapa más crítica de la crisis económica venezolana, entre 2013 y 2018, Fuguet se mantuvo dictando cursos, talleres, conferencias y dando clases en universidades.
En 2020, la pandemia de covid-19 lo encontró septuagenario, pero le abrió el abanico de opciones: comenzó a participar en congresos internacionales pero vía online.
—Es una tragedia lo que le pasó a la educación en Venezuela —dice hoy en día a todo el que lo escuche— porque se sabía que iba a acabar mal y… —se pausa con la voz quebrada antes de continuar— …y nadie hizo nada para evitarlo. Ojalá en algún momento todo pueda florecer, aunque yo ya no esté para verlo.