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La vida que salvó Laura Guevara

Jun 26, 2024

Después de dos conciertos en España, Laura Guevara regresó a México, donde trataba de retomar su carrera de cantautora desde que en 2017 migró a ese país. Pero no la dejaron entrar. La llevaron a una cárcel de migrantes. Esta es la historia de lo que vivió allí.

FOTOGRAFÍAS: MARIO BERTOCHI, ÁLBUM FAMILIAR, GUSTAVO LAGARDE

—Me voy a morir —suspiró desde el suelo un veinteañero asustado.

Laura se inclinó para ayudarlo a levantarse.

—No, no te vas a morir —lo aupó y, de inmediato, empezó a gritar–: ¡Moto, moto!

Apareció el motorizado que andaba con ella. Laura y otros manifestantes lo sentaron en la parte de atrás del vehículo. Al muchacho le cambió el tono de la piel y entreabrió la boca. Se tambaleó hacia el piso. Entre varios trataron de volver a sentarlo. Otro chico se montó detrás de él, para sostenerlo.

“Si sigo así, me van a matar. Me estoy arriesgando demasiado”, pensó Laura, horas después, cuando se enteró de que a Miguel Castillo, como se llamaba el joven, no habían logrado revivirlo en la medicatura a la que lo llevaron. 

Era 2017. Venezuela estaba sumida en una serie de protestas contra el régimen de Nicolás Maduro que eran reprimidas con brutalidad. Laura Guevara, cantautora de 30 años, iba a las manifestaciones con un motorizado: cual periodista, grababa con su teléfono videos que luego colgaba en las redes sociales, y llevaba a los heridos a recibir atención médica.

Algunos de sus videos trascendieron tanto que Jaime Bayly los mostró en su programa. En uno se escuchaba a Laura narrando:

—¡El bicho está armado!

—Curioso cómo la reportera lo llama “el bicho” —comentó Jaime Bayly, luego de retransmitir el video. 

A los pocos días del asesinato de Miguel Castillo, Laura hizo lo que desde hace tiempo su lógica, en detrimento de su tristeza, le sugería: migrar.

Se fue a México.

Fue a mediados de julio. Durmió un mes en casa de un amigo. Consiguió trabajo como maquilladora en una obra de teatro, lo que le permitió alquilar un apartamento chiquitico. A las tres semanas, voló a Colombia, país del que también tiene pasaporte por su ascendencia familiar, para terminar sus trámites de visado: México exige a quienes aspiran obtener una residencia temporal que hagan la solicitud en una embajada fuera del territorio.

Solo por eso evitó otra posible muerte. El 19 de septiembre se produjo en México un terremoto de 7,1 de intensidad. Ella se enteró, a unos 3 mil 964 kilómetros de distancia, de que una parte del edificio en el que vivía se había derrumbado. Cuando volvió, un tiempo después, el casero no le devolvió el depósito. Quien la había contratado en la obra de teatro la estafó: inventó mentiras para no pagarle. Laura difundió el número del estafador entre su papá y amigos, para que, sin insultarlo, le mandaran mensajes a diario diciendo: “Por favor, págale a Laura”. El hombre, en efecto, le pagó una parte, pero después cambió de número y desapareció.

—Bueno, Laura, primero, sobrevivir; después, volver a conectar con tu propósito que es la música —se repetía en aquellos días atribulados. 

Durmió en casa de amigos, luego se mudó con roommates. Consiguió un trabajo dando clases de estimulación musical temprana a bebés. Dio clases de canto. 

A finales de enero de 2019, logró planificar, por su cuenta, un par de conciertos en España, en las ciudades de Madrid y Barcelona. Cuando volvió del viaje, una funcionaria en el aeropuerto de Ciudad de México le dijo:

—Señorita, tiene que pasar a segunda revisión.

Le pidieron el celular y el pasaporte: le notificaron que tenía prohibición de entrar a México, y que en ocho horas iba a ser deportada a España.

—¡Esto tiene que ser un error!

Con firmeza le hicieron saber que no le iban a dar su teléfono para que hiciera una llamada y que ahora debía permanecer en una especie de habitación (lo que vendría a ser la cárcel del aeropuerto) hasta que la deportaran.

Las luces blancas la miraban con agresivo fulgor. Había colchonetas en el piso, todas ocupadas. No le dieron comida y pasó la noche casi en vela. Le insistían en que firmara un documento en el cual aceptaba su deportación. Ella se negaba; repetía, una y otra vez, que necesitaba llamar porque había gente que debía estar preocupada por su desaparición.

A la mañana siguiente, un hombre cedió.

Laura llamó al abogado que le había tramitado su última tarjeta migratoria y le informó de su situación. Tras colgar, el trabajador de Migración volvió con su retahíla sobre que tenía que firmar el documento de deportación. Fue tanta la insistencia, que ella al fin agarró el bolígrafo:

“NO ESTOY DE ACUERDO”, escribió.

El hombre, gritos de por medio, se fue. Laura aprovechó de esconder su teléfono y el cargador dentro de su chaqueta, luego el funcionario que hizo el relevo la condujo de nuevo a la habitación de luces blancas. En las horas siguientes, ella pedía permiso para ir al baño y allí chateaba. Su abogado le contó que había introducido un amparo y que ya no podrían deportarla.

Tras dos días, a las 4:30 de la madrugada, seis oficiales la hicieron subir a una van con rejas y la trasladaron a la Estación Migratoria Las Agujas, que, en la práctica, es una cárcel para migrantes.

—¿En tu país no te enseñan que me tienes que llamar DOC-TO-RA? —le espetó la médica, paladeando las palabras como villana de telenovela. Era ella quien hacía la revisión de salud de los migrantes que iban a ser ingresados.

Apenas llegó y la requisaron, se formó un escándalo cuando le encontraron el teléfono. La aislaron por un par de horas. Y su salud empeoró: la DOC-TO-RA certificó que padecía fiebre y bronquitis. El baño del lugar no tenía puerta, el colchón que estaba disponible era muy delgado. Y no le permitían usar toalla. Solo podía tener dos mudas de ropa: la que llevaba puesta y una más. Porque para colmo, su maleta se había quedado en el aeropuerto y las pertenencias con las que llegó las retuvieron al entrar en Las Agujas.

Las guardias no entendían cómo es que alguien que parecía una “princesita” o una “muñequita” había acabado allí. 

En la fila para la comida, durante los dos primeros días se le colearon unas mujeres con actitud hostil. El tercer día, Laura, no aguantó más:

—Ya está bueno, los dos primeros días yo las dejé pasar por gentileza, pero ya no. Hagan su cola.

El grupo de mujeres la miró con pereza. Y entonces apareció en la escena una mujer alta, de contextura gruesa y con tatuajes en el rostro, que se paró frente a ella. Para Laura, que en otro momento hubiese usado sus habilidades verbales, ese instante era un escenario acorde con su ánimo: acercó su cara a la tatuada y la vio con ojos amarillos de gata devenida tigre. Entonces, llegaron las guardias.

Agarraron a la tatuada. 

Empezaron a preguntarle a Laura qué había pasado. 

—Yo no soy sapa —respondió.

Se llevaron a la otra mujer.

Laura retiró su comida —manzana extra incluida, pues la cocinera le preguntó “¿Qué te pasó, muñequita?” y le dijo: “Toma otra manzana” — y se sentó. 

Otras mujeres ocuparon las sillas contiguas y se le acercaron.

Las reclusas tenían derecho a una llamada diaria y a 20 minutos de visita (de una sola persona por vez) los martes, jueves y sábado. El papá de Laura, que había volado hasta México al enterarse de lo sucedido, iba a verla siempre. Él y el abogado eran su principal contacto con el mundo exterior. Así se enteró de que la primera empresa con la que había tramitado sus papeles, una agencia de talentos que le conseguía castings, había desencadenado alarmas de irregularidades. Y la respuesta de Migración fue asignarle una alerta migratoria a todas las personas que alguna vez hubiesen trabajado allí. Eso explicaba todo este enredo. 

Una noche en que las funcionarias les permitieron a las reclusas estar hasta más tarde en las áreas comunes, varias contaron su historia.

Una cubana narró que había sido vendida a sus 13 años a un narco de más de 30 con debilidad por adolescentes a las que olvida cuando se vuelven mujeres. 

Había nicaragüenses y salvadoreñas que huían de las pandillas locales. 

Otras contaron que estaban en caravanas migrantes; y, luego de que unos mafiosos mataran al líder de las caravanas, las secuestraron para trata de personas. Ellas escaparon.

También había dos hondureñas preadolescentes que fueron a buscar a su madre, migrante en Estados Unidos, a la que tenían 10 años sin ver.

Otra chica huyó de su padrastro, quien la violaba desde sus 6 años.

Había quienes llevaban ocho meses allí sin siquiera contar con un abogado.

Laura explicó que su vida no había sido tan traumática. Contó que venía de un país destruido y estaba tratando de reorganizarse para seguir su carrera como cantautora.

—¡Que cante, que cante, que cante! —gritaron todas al unísono.

Sin instrumentos, entonó un fragmento de una canción inédita: “El canto del emigrante”.

Desde los cantos antiguos, se hablaba de la gente
que pa’ guardarse la vida, tenían que moverse
tanto dolor se desborda, que ya no cabe en la Tierra
y es tan hermosa la vida que frente al mal no se frena.
Sigue la vida latiendo, escurridiza, altiva, a pesar de las tragedias
sigue vibrando de día, sigue vibrando de noche, aunque el poder la detenga
nada es eterno en la vida, hace camino el que sueña.

Su público se abrazaba entre llantos, rumiando que esa era su canción.

Cualquier cosa que se necesitara debía ser solicitada por escrito. Laura, desde que llegó, pidió crema corporal, champú, protector solar, acondicionador. Entre las otras reclusas había algunas que no sabían escribir y por ende no podían acceder a nada. Había niñas que no contaban ni con ropa interior.

Se encargó de buscarles abogado a quien no tuviera, de hacerle peticiones a las que no sabían leer ni escribir, de pedirle a su pareja que le llevara ropa interior para las que no tenían. Un día hasta la buscaron funcionarios para ver si podía hablar con un nepalí, recluido en el lado de los hombres, que no sabía hablar ni inglés ni español. Ella probó además con el francés y el portugués. Nada. Rogó que le dieran una computadora para, a través de Google Translate, hacerse entender, y así lo logró.

También consiguió que le dejaran pasar libros, una pelota y empezó a guiar meditaciones. 

Aunque su familia no había hecho ruido en redes con la noticia de que Laura estaba presa, sí se había corrido la información. Uno de sus músicos es sobrino de un senador en México, mientras que una fan era novia del hijo del presidente. Estos contactos hicieron menos engorroso los trámites. A su abogado le explicaron que lo de ella era un error administrativo, que podría tardar tres meses en solucionarse.

Organizó a sus compañeras para que hicieran peticiones por escrito para ir a sus cuartos y darles un concierto. Los funcionarios se lo permitieron un sábado por la tarde. Fue su concierto más atípico. No solo por estar en la cárcel, sino porque las mujeres estaban apagadas. Parecía que les costaba expresarse. 

Laura las instó a hacer valer su voz durante una hora. Especialmente, cuando cantó “Latidos”:

No importa cuántas veces lo he intentado.
Aunque caiga, me vuelvo a levantar.
Sí ha dejado heridas el pasado
nunca es tarde para volver a comenzar.
Solté el peso y las excusas
haré una mejor versión de mí.
Y hoy cantaré entregando el corazón
seguiré el latido de mi intuición.
Y comenzar de nuevo.

Tras varias gestiones de la familia, la dejaron en libertad después de 14 días encerrada: 14 días que nunca aparecerían registrados en su estatus migratorio. A los días, una de las guardias de Las Agujas le dejó un comentario en el video en YouTube de “Latidos”: le deseó la mejor de las suertes.

Nadie sabe si algún día Laura Guevara será una artista trendy que agote entradas en Wembley. Lo que sí está claro es que sabe escribir, componer y cantar. Aunque la música no puede curar el pecho de un joven víctima de la represión, ni mucho menos evitará que a millones de niñas y adolescentes en el mundo las violen y vendan, sí puede mejorar, e incluso salvar, algunas vidas.

Así sea la de ella misma.

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Lector. Escritor. Entrenador y analista de fútbol. Codirector de Círculo Amarillo Producciones.

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