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Las 54 preguntas que Josefina debió responder

Norma Rivas | 26 jul 2017 |
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Josefina Herrera vive en Antímano, al oeste de Caracas. Tiene 59 años y es la única empleada que queda en la empresa donde trabaja. Con un tono cargado de imposiciones, sus vecinos la conminaron un buen día a que sacara el Carnet de la Patria. Fue tal la encrucijada en la que se sintió, de si someterse o no a la gestión de este requisito, que recordó su pasado con el marido maltratador que había dejado atrás hace 15 años.

Fotografías: Elvira Prieto

 

Sometimiento es una palabra que le causa alergia a Josefina Herrera. Es sobreviviente de un marido maltratador que, durante dos décadas de asfixiante relación, la mandó varias veces con los ojos morados y fracturas en los brazos al Hospital Central de Maracay. Ella, que toleró vejaciones y palizas del marido hasta que su hija más pequeña cumplió la mayoría de edad y tomó su rumbo, no le gusta ver en la vida real ni en las películas situaciones que reflejen sumisión. Mucho menos si se trata de una mujer hacia un hombre.

Ese “nunca más me manda nadie” que convirtió en su ley de vida desde el mismo día en que dejó al marido y huyó con lo que llevaba puesto hasta Antímano, al oeste de Caracas, está a punto de desvanecerse. Desde hace varias semanas le vienen diciendo que debe registrarse en un listado del gobierno. Y ella no quiere porque el tono con que se lo dicen sus vecinos está cargado de imposiciones.

—¿Quién ha dicho que para comprar comida yo debo tener un carnet?, ¿por qué ahora me dicen que un carnet va a sustituir mi cédula de identidad? Ajá, y si uno no quiere ir, ¿se muere de hambre? —reflexiona mientras limpia los gruesos lentes que delatan su miopía desde que comenzó la educación primaria, pero que nunca se trató por falta de interés.

Josefina conoce gente con visión 20-20 que no quiere ver que en el país hay quien se alimenta de la basura o va al Mercado de Coche, principal centro distribuidor de alimentos de Caracas, para recoger verduras y hortalizas. Ella los ha visto: gente que recoge pimentones, tomates y papas en el aire, cuando los van a echar al cesto, le quitan lo podrido y se lo llevan en bolsas de plástico.

Ella, que está a punto de perder su empleo de secretaria en una empresa que se declaró en quiebra a comienzos de este año, no quiere cruzar esa línea. Por las noches reza a sus santos para que la llamen de una casa de familia antes de que le toque apagar la luz de la compañía. Es la última que queda. Ya arreglaron a sus compañeros. Está a un paso de ingresar a la fila de desempleados, con el agravante de que venezolanos como ella, de 59 años, tiene pocas —o nulas— oportunidades de conseguir trabajo.

El temor de quedarse sin sustento la pone rabiosa porque no quiere pedir dádivas al gobierno. Eso iría en contra de sus principios. “¿Con qué voy a comer? ¿Con qué voy a comprar la bolsa del CLAP que nos venden cada seis semanas? ¿Cómo haré?”, se pregunta, y vuelve a pensar en el tan mentado Carnet de la Patria. Recurrirá a plátanos o yuca, a lo más barato.

La sola idea de no tener un salario, así sea mínimo, le trae ingratos recuerdos de cuando vivía con comodidades, pero no era feliz. En su casa no le faltaba nada material, pero le sobraban los maltratos de un hombre que le decía que se moriría de hambre si lo dejaba, porque él era el proveedor del hogar. Han pasado 15 años del día de su emancipación y hoy siente la misma frustración cuando le dicen que debe tener un carnet para comprar alimentos, medicinas y hasta una vivienda. O incluso votar en una elección.

Le huele a tramoya partidista y no le gusta nada.

 

El sábado 26 de diciembre del 2016, el presidente Nicolás Maduro, en cadena nacional de radio y televisión, presentó al país el carnet de la patria, que tendría como misión “intensificar las políticas sociales para lograr una gestión más eficiente”. Motivó entonces a sus funcionarios a “ir a las catacumbas” para resolver los problemas. El proceso de inscripción comenzó el 20 de enero y se supone que terminaría el 5 de febrero, pero lo han extendido y vuelto a extender.

Al entregar la cédula, la persona debe responder 54 preguntas. Aunque las interrogantes se hacen seguidas en un tiempo de cinco minutos, se pueden ubicar en tres fases. Una primera de identificación, formas de comunicación y datos socioeconómicos.

¿Usa Facebook?

¿Usa Twitter?

¿Milita en un partido político?

¿Cómo se llama su consejo comunal?

¿Cuál es su correo electrónico?

¿Cuál es su número de teléfono?

¿Cuál es su número de habitación?

¿Cuál es el número de su casa?

¿Cuál es el tipo de vivienda?

¿Usted trabaja?

¿Empresa pública o privada?

¿Cómo es su salario? ¿Salario mínimo o más? ¿Salario mínimo más cestaticket?

¿Recibe alguna pensión del gobierno?

Luego vienen las preguntas sobre las misiones. El encuestado debe responder Sí o No se ha beneficiado con alguna de ellas.

¿Amor Mayor?

¿Barrio Nuevo Barrio Tricolor?

¿Barrio Adentro Deportivo?

¿Hijos de Venezuela?

¿Madres del Barrio?

¿Negra Hipólita?

¿Robert Serra?

¿Sonrisas?

¿Milagro?

¿Alimentación?

¿Música?

¿Che Guevara?

¿Revolución Energética?

¿Nevado?

¿Árbol?

¿Cultura Corazón Adentro?

¿Barrio Adentro Salud?

¿Hogares de la Patria?

¿Robinson?

¿Sucre?

¿Niños Jesús?

¿Guaicaipuro?

¿Ciencia?

¿Identidad?

¿Agrovenezuela?

¿Vivienda Venezuela?

Una tercera fase cierra con nuevas interrogantes:

¿Se registró en el 2011 cuando inició la Gran Misión Vivienda Venezuela?

¿Pertenece a algún movimiento social?

¿Pertenece a algún partido político?

¿Otras organizaciones como Frente de Francisco de Miranda, Unamujer?

¿Es responsable de una vocería en un consejo comunal o comuna?

¿Pertenece a la estructura del Clap?

¿Participa en el Congreso de la Patria?

 

Y llegó el día.

Era domingo, cerca de las 7:00 de la mañana. Ya estaban formadas las tres filas de vecinos de tres sectores diferentes. Esperaban culminar el trámite que no pudieron el día anterior. Ocupaban una calle que, desde hace nueve años, quedó intransitable por un derrumbe a causa de filtraciones de aguas servidas.

En la reunión del viernes, previo a la jornada, a Josefina y sus vecinos les dijeron que el procedimiento sería rápido y sencillo, porque llevarían diez máquinas. No fue así porque llegó gente de otras comunidades distintas a Antímano.

Después de pasar ocho horas en la cola, Josefina quedó, junto a otras 60 personas, para el día siguiente.

Como si fuesen unos estudiantes en exámenes orales, los rezagados indagaban entre quienes sí habían sacado el carnet, cuáles eran las preguntas, si eran sencillas, y si era verdad que hurgaban sobre la militancia partidista.

En la primera fila estaban los vecinos de El Mamón. En la del medio, los que habitan Las Terrazas, que tenían prioridad porque el punto móvil lo había conseguido el consejo comunal de la zona. Y en la tercera quienes viven en La Cauchera.

Allí está parada Josefina, vestida de negro, guardándole luto a su madre fallecida, pendiente de que no se le colearan algunos vivos. Cada quien sabía dónde iba. Ella marcó su lugar en la fila, como lo hace la gente todos los días cuando busca abastecerse de comida. Los que viven más cerca van a sus casas, dan vuelta a los muchachos, toman agua o café y regresan a su lugar.

 

—Epa, Josefina, ¿y para cuándo nos tocará? —le preguntó una comadre que estaba en la otra fila—. Dejé de hacer mis oficios para sacar este dichoso carnet.

—No sé, mi coma —respondió, mientras se salía de la cola y caminaba hasta ella para decirle algo casi en secreto.

Le dijo que imaginaba que así se vivía en Cuba. Que nunca le había gustado esa amistad de Chávez con Fidel. Y que ahora inventaban esto de un carnet para comprar, porque tampoco es que les regalaban algo.

—¡Ya llegaron! —gritó Nené, un docente que se involucró en la participación popular para buscar mejoras para el barrio, y ahora es vocero del consejo comunal. Es la forma que han encontrado de reparar las calles, de que les manden el agua con más frecuencia y de conseguir ayudas sociales para los más necesitados. Otros dicen, porque Josefina los ha escuchado, que los beneficios solo llegan a los que van a las marchas y militan en el Partido Socialista Unido de Venezuela.

—¡Llegaron! —volvió a gritar. Seis de los diez funcionarios del Ministerio de las Comunas que esperaban desde temprano, entraron al toldo que habían montado para la jornada, se sentaron detrás de las máquinas, las encendieron y, cinco minutos después, dieron la orden para que comenzara el operativo.

Seis vecinos entraron al pequeño espacio y comenzaron a responder las preguntas.

Los encuestadores, todos jóvenes, preguntaron casi al mismo tiempo: “¿Estudia en la Misión Ribas?”. Los vecinos contestaron en coro: “Noooo”. Y de pronto se fue la luz. “Saboteo”, gritaron desde afuera. “No, no fue eso. Alguien desconectó un cable sin querer y se apagaron todas las máquinas”, aclaró una señora que esperaba su turno para pasar.

 

Josefina no dejaba de pensar: “¿Qué hago yo aquí? ¿Si lo saco me dirán chavista? ¿Si no lo saco pierdo el derecho a comprar el CLAP? Nos amarran por el estómago”.

Tenía cuatro horas de pie, aguantando sol y calor, cuando concluyó: “No es momento de echarse para atrás”, por tanto se quedó en su lugar, resignada, evitando que dos vecinos se le adelantasen.

Josefina estaba en silencio. Se limitaba a escuchar lo que decían los demás. Era claro para ella que algunos gestionaban el carnet por obligación o por necesidad. Y notó que en la pregunta sobre militancia partidista, hubo quienes dijeron que anotaran en letras grandes que no eran del PSUV. Mientras otros, que le parecieron bastantes, respondían afirmativamente y le agregaban frases como “Hasta la Victoria siempre”, “Con mi comandante eterno”, “Viva, Chávez” o “Sí, con el hijo de Chávez”.

Josefina se dio cuenta de otra cosa que llamó su atención: las 54 preguntas no se las hacían a todos por igual. A los jóvenes les preguntaban si usaban redes sociales y a los de más edad no. A ella no se lo preguntaron, cuando llegó su turno, dos horas más tarde.

Dio su cédula, sus datos, le tomaron la fotografía y comenzaron las preguntas. Cuando indagaron si se beneficiaba con la Misión Nevado contestó negativamente, pero estuvo tentada a cuestionarles el por qué de esa pregunta. Y si iban a inaugurar alguna vez la Misión Gato o la Misión Pajaritos.

Pero no lo hizo.

Dos meses después, el carnet de la patria no hace más que ocupar un espacio en su cartera. Aunque tarde o temprano sabe que se lo van a pedir.

Es todavía un sometimiento a medias, pero sometimiento al fin.

 

Disponible en versión gráfica


Esta historia fue escrita en el Seminario de Periodismo Narrativo “El pulso y alma de la crónica”, de Cigarrera Bigott, en 2017.

Norma Rivas

Caraqueña, periodista y trabajadora social, con 27 años cubriendo la fuente de comunidad. Trabajo en el portal web Crónica Uno con inmensas ganas de salir del diarismo para contar las historias de vida de la gente.
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