Desde muy joven, Ryan aprendió la magia que tiene la improvisación. Más tarde, ya como músico y profesor, creó un método para enseñarles a sus estudiantes las bondades de soltar las partituras y fluir con los sonidos. Es lo que lo llevó a Cushillococha, un poblado fronterizo entre Perú, Colombia y Brasil.
Fotografías: Álbum Familiar
A los 18 años, al salir de bachillerato, Ryan sintió que no tenía claro qué quería hacer con su adultez. Inscribirse en alguna de las carreras en las que había salido seleccionado en las universidades le pareció una decisión apresurada, así que escogió lo que en adelante se volvería un hábito: improvisar.
Por eso, ese año de 1990, apenas graduarse se montó en un bus y se fue a dar una vuelta por Suramérica hasta llegar al Perú de sus antepasados. Su bisabuelo materno fue un poeta, José Santos Chocano, que seguía resonando en el legado familiar. El viaje, que duró un año, le permitió entrever que sus intereses navegaban en dos aguas: la física pura y la música. Volvió a Venezuela y al año siguiente se inscribió para estudiar física en la Universidad Central de Venezuela y música en el Conservatorio Nacional de Música Juan José Landaeta.
Ambos caminos lo fueron llevando al estudio de la composición musical y la creatividad. Ninguna de las carreras representan lo que, en los marcos convencionales, se asocia a un camino seguro. Ryan vivió en habitaciones alquiladas, la mayoría apenas lo suficientemente grandes como para acomodar un piano de pared y un colchón. En una de ellas, que quedaba en el segundo piso de una casa en la urbanización el Cementerio, en el oeste de Caracas, tuvo que cargar el piano a cuestas por unas escaleras precarias. Cual Sísifo empujaba su instrumento escaleras arriba hasta que el dueño de la habitación se cansaba de escuchar sinfonías a medianoche, posterior a lo cual tenía que empujarlo escaleras abajo en pos de su nueva residencia. En otra ocasión se mudó al último piso de un edificio de la Avenida Victoria, también en el oeste de la ciudad. Entre varios tuvieron que cargar el piano los cinco pisos en los que se encontraba su nueva residencia.
La vida académica, tanto de la física como de la música, tiene unos mundos bien estructurados, no precisamente adaptables al estilo de vida nómada. En medio de disciplinas tan delimitadas, Ryan tardó en encontrar su lugar. En algún momento llegó a la conclusión que de nuevo tenía que viajar para poder aclarar las ideas.
Y así, en el año 2005, vendió sus pocas pertenencias, que incluían el piano y otros instrumentos, para comprar un pasaje a España, donde lo recibiría un amigo por varios meses. Pero apenas se montó en el avión, se le ocurrió la idea que ocuparía los próximos 20 años de su vida: un método para la creatividad musical.
Llegó a Europa, sin embargo, escasamente la conoció. Pasó todos esos meses sentado en la mesa de la sala del amigo que lo recibió, quien no entendía que en vez de salir a conocer Madrid, Ryan prefiriese quedarse en la sala escribiendo sin parar. En ese tiempo redactó las ideas centrales del método de improvisación que durante los años siguientes se dedicaría a desarrollar.
Así nació Crea Música, en 2006, la cual se convirtió en el marco con el que organizó grupos de improvisación musical en los más variados de los escenarios: la banda de rock improvisado “los Golpistas”, la Casa Hogar Don Bosco para niños con experiencia de vida en la calle, el pueblo de Chichiriviche de la Costa, jammings en bares como el Patio y, de manera destacada, como director de la Orquesta Creativa en el Conservatorio Juan José Landaeta y en el núcleo del Sistema Nacional de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela. Con esta orquesta organizó flash mobs que llegaban de sorpresa a improvisar en las salidas del Metro, el Hospital de Clínicas Caracas o la librería Kalathos.
A contracorriente de la formación musical académica, Ryan se dedicó a romperle los esquemas a los estudiantes, invitándolos a dejar que aflorara su capacidad para pensar fuera de la técnica pulida para liberar su espíritu creativo. Un pequeño saboteo de libertad en medio de la imposición y la certeza del proyecto musical que tanta atención y controversia ha generado.
Ryan les explicaba a sus estudiantes, por ejemplo, que el registro musical es un invento que se popularizó más bien recientemente en la historia de la humanidad. Que fue en el siglo XVII que se hizo frecuente la anotación musical. Hasta entonces la música se transmitía y se creaba oralmente, por lo que cada toque era una versión de una versión. La improvisación era lo natural. La llegada de las partituras, luego el gramófono y demás tecnologías de registro y reproducción cambiaron nuestra manera de consumir y producir música. La improvisación ha quedado relegada a expresiones como el jazz.
Insistió en mostrarles que el placer de hacer música es accesible a todos los niveles de formación musical y que la clave, más que la precisión técnica, es la capacidad de escuchar al otro y coordinar un proceso intensamente creativo. Todo lo cual lo convirtió en un recurso propicio cuando, finalmente, acosado por la crisis económica que convirtió en aire los sueldos de los docentes y unos invasores tomaron los terrenos del hogar que, con esfuerzo, había venido construyendo en Paracotos —además del hecho de que los tribunales jamás respondieron— decidió empacar su maleta y migrar, como otros 5 millones de compatriotas.
El arte de improvisar consiste en tener apertura para trabajar con los elementos que se van presentando de manera imprevista en el camino. En julio de 2017, Ryan arribó a Perú, tierra de sus antepasados, y a los pocos meses fue contratado por Sinfonía para el Perú, un proyecto del Estado peruano para la acción social a través de la música, para abrir un núcleo musical en un poblado de la etnia ticuna llamado Cushillococha. Una vez más, cargó con sus instrumentos musicales a cuestas, como Fitzcarraldo navegando por los ríos de la selva amazónica, para fundar un núcleo musical en la frontera entre Perú, Colombia y Brasil.
Se encontró con unas comunidades indígenas aisladas, cuyo lazo económico más fuerte es con los carteles que les pagan por cultivar coca. A las pocas semanas de haber llegado, este extraño venezolano que aceptó mudarse con ellos para enseñar música produjo el rumor de que era agente de la DEA.
A pesar del recelo, el talento musical de los jóvenes y la experiencia de Ryan resultaron una combinación feliz. Más allá de la formación clásica que el programa enfatizaba, Ryan pudo apoyar a los jóvenes a desarrollar el rap que deseaban cantar, hacer un registro de la música típica ticuna y combinar los talentos locales con las aspiraciones burocráticas de un programa enfocado en la música académica.
Algunos ya tocaban la zampoña, la flauta tradicional que suena en mucha música peruana. Ryan regresó a su primer instrumento, a estudiar fantasías y música barroca en flauta dulce para alimentar el rápido crecimiento de sus pequeños estudiantes.
Hicieron numerosas puestas en escena, caminatas de coros de niños y niñas cantando música ticuna al lado del río, conciertos en la plaza central, actos escolares. En una de las grabaciones que hizo, se puede ver a Bernabé, un niño de 11 años, tocando el “Preludio en La mayor para piano” de Chopin de una manera que desafía el hecho de tener solo un año tocando el instrumento; en otro video, el Núcleo Coral de Caballococha, población vecina, canta una canción popular mientras las sonrisas infantiles acompañan un paseo por el paisaje húmedo tropical.
En uno de los encuentros con la comunidad, Ryan le pidió a un adulto que cantara una canción. Éste accedió animado. A continuación le pidió que improvisara. Ryan notó desconcierto en el rostro del hombre, pero no entendió sino después: la petición de Ryan resultó confusa para el hombre ticuna, cuya noción de música va atada naturalmente al acto de la espontaneidad. Para él, hacer música era improvisar. Durante las sesiones de algunas piezas clásicas, a menudo los jóvenes añadían un acorde improvisado al final. La tradición en remix ticuna.
Ryan, de alguna manera, había dado vuelta al círculo. Había buscado a la manera de T.S. Eliot, hasta arribar en el lugar del comienzo. El proceso de institucionalizar los temas musicales a través de la escritura y las grabaciones para volver a buscar la creatividad y frescura de la música oral que se reinventa en cada toque, o 400 años de historia, se reencontraron a través de Ryan y el hombre ticuna en el atardecer al lado del río Yanayacu.
En un noticiero peruano vemos a Ryan dirigiendo un coro de niñas en Caballococha interpretando el “Himno de la Alegría” en idioma ticuna, como ejemplo de una intervención social y la inserción de un venezolano que colabora con el desarrollo del Perú. El reportero entusiasmado habla del proyecto y el aporte venezolano, ignorando que Ryan es de ascendencia peruana. Que Perú está devolviendo el favor que Venezuela extendió a sus antepasados generaciones atrás.
Ryan guarda un mapa invisible en su bolso que dibujó en clave musical y que le ha permitido transitar el duro camino de Caracas a Cushillococha, como los viejos expedicionarios que se internaban en la selva amazónica en busca de Manoa. Emile Cioran citaba que, mientras se preparaba la cicuta que le obligarían a beber, Sócrates se sentó a aprender un aria en su flauta. “¿De qué sirve?”, le preguntaron. Hay muchas maneras de resistir a lo que nos ha acontecido a los venezolanos. Ryan toma de Sócrates y le añade un mapa que se reescribe cada vez que lo lees. Guarda las coordenadas del arte ligero pero sagrado de la improvisación.