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Las palabras que no alcanzó a decir

Jesús López Velásquez | 25 ene 2025 |
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Gabino Matos aprendió desde niño que debía mantener la entereza incluso en momentos de dolor. En su vida no había espacio para la tristeza. Pero sucesivas y consecutivas tragedias familiares fueron ablandando a ese hombre que siempre se esforzó por ser (o parecer) un roble.

FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR

Gabino Matos es un hombre de un 1 metro 80 centímetros, cabello blanco y casi 100 kilos de peso. Su estampa no pasa desapercibida. Toda su vida se esforzó por verse como alguien sólido, inquebrantable. Pero, con el tiempo, la vida se encargaría de enseñarle que él no siempre tenía que ser un roble.

Gabino nació el 19 de octubre de 1949, en Villa del Rosario de Casigua, al occidente del estado Falcón, en Venezuela, un lugar de clima semiárido donde llueve poco. Y así se veía a sí mismo. Fue concebido, junto a otros 11 hermanos, en el matrimonio entre Ana Áñez e Ignacio Matos.

Desde pequeño se interesó por las letras y el arte. Pasaba horas coloreando y escuchando la radio para imitar a los locutores. Al crecer ingresó al Seminario Mayor San Ignacio de Antioquia, en Coro, donde se formaron algunos de quienes hoy son obispos en Venezuela. Al poco tiempo, sin embargo, abandonó ese camino para estudiar artes plásticas y apreciación artística en el Instituto Pedagógico de Caracas, filosofía en la Universidad Católica Andrés Bello y comunicación social en la Universidad Católica Cecilio Acosta. 

Su vida transcurrió, a lo largo de 48 años, dando clases en universidades y colegios, y dirigiendo museos y galerías. Siempre muy activo hasta que, previo a la pandemia de covid-19, le informaron que sería pasado a jubilación.

En principio, la noticia lo alivió: no se sentía preparado para dar clases a distancia. Pero, por otra parte, también le trajo una preocupación: en adelante debía compartir más tiempo en casa con su esposa, Victoria. Después de 50 años de matrimonio y 4 hijos —1 de ellos fallecido al nacer— a la relación se le profundizaban las fisuras. De hecho, contemplaban separarse.

A Victoria la conoció mucho tiempo atrás, cuando era seminarista, mientras hacía trabajo pastoral en Caicara de Maturín, en el estado Monagas, al occidente del país. El primer encuentro fue en una iglesia. La atracción fue mutua. En adelante, Gabino buscaba excusas para ir en las tardes a casa de Victoria y le enviaba discos de acetato con dedicatorias. Cuando regresó al seminario, pedía permiso para volver a Caicara. 

Durante uno de esos viajes, Gabino le dijo a ella: “Te advierto dos cosas. La primera, estoy enamorado de ti desde que te vi; y la segunda, haré lo posible para seguir viéndote”. Victoria respondió con una sonrisa enternecedora, un profundo suspiro y una afirmación: “A mí me pasa lo mismo que a ti. Sigamos intentándolo”.

Y así lo hicieron.

En una ocasión, eran tantas las ganas de verla que pidió permiso en el seminario, aseverando que debía atender a su madre, que estaba enferma. En realidad iba a viajar de nuevo a Caicara, para ver a Victoria. No sabía que Gilberto, su hermano mayor, iba a visitarlo en el seminario justo esos días. Al llegar, preguntó por Gabino. El rector le dijo que estaba de permiso por lo de su madre. Extrañado por la noticia, Gilberto respondió que su madre estaba en perfecto estado de salud. 

La semana siguiente, cuando Gabino regresó, se encontró con que a los compañeros del seminario les prohibieron cruzar palabra con él. 

Pero el amor continuó. El sacerdote de Caicara no se resistía a apoyar esos encuentros. La alcahuetería terminó cuando él mismo ofició el matrimonio entre ellos, en la iglesia donde se habían conocido.

En la madrugada del 19 de octubre de 2022, el día de su cumpleaños, Gabino recibió un mensaje de texto. Pensó que se trataba de una felicitación. Era un hijo de Gilberto. Al abrirlo, leyó: “Tío, mi papá falleció”. Tenía una infección en el páncreas que terminó por hacer mella en su salud. 

Gabino se sentó en la cama, contuvo el llanto y abrazó a su esposa, quien seguía durmiendo. 

No quiso viajar a Coro para el sepelio. Ver a su hermano en el ataúd lo derrumbaría y era algo que no estaba dispuesto a permitirse. Claro que los párpados le pesaban y no podía evitar que en su mente revoloteara la idea de que la muerte es tan injusta como la vida.

Gabino contenía sus sentimientos y escondía sus emociones ante los otros, incluso ante sus hijos. Quizá es porque aprendió bien aquello que le repetían en su infancia: “Sé cómo el cardón: necesita agua, pero no la implora. Siempre erguido y verde, a pesar del sol, no se olvida de florecer y dar frutos”.

Sin embargo, algunas tardes mientras hablaba con Victoria, se le salían las lágrimas. Una vez, mientras le limpiaba la cara, ella se atrevió a decirle: “Mejor nos arrepentimos de lo hecho que de lo que nunca hicimos”. Concluyeron entonces que necesitaban ayuda. 

No había nada que indicara que no podían ser felices en medio de este dolor. 

Decidieron acudir a terapia para acoplar sus personalidades, sanar la herida de la muerte de Gilberto y que Gabino aceptara que podía darle espacio a la tristeza.  Y funcionó. Luego de varias sesiones, la relación mejoró: se entendían incluso a través del silencio. Volvió la complicidad de los primeros años y la calidez al hogar. Como en aquellos días en que se escapaba para verla.

Menos de dos meses después de la muerte de Gilberto, el 2 de diciembre de 2022, Gabino salió a revisar unas obras de arte que donarían al museo donde era curador. Le dejó preparado el desayuno a su esposa y se despidió de ella con un beso. Al llegar a casa, vio que el desayuno seguía intacto en la mesa. De fondo se escuchaba la ducha. Llamó a Victoria mientras dejaba sus cosas en el mueble y no obtuvo respuesta. Se acercó al baño. Entonces la vio: Victoria estaba inerte en el suelo. Un infarto agudo al miocardio la había fulminado mientras se duchaba. 

Sin cerrar el grifo, la abrazó y lloró largamente. Quería que el agua limpiara el dolor profundo que sentía. Al cabo de unas horas, la sacó del baño, la secó, la vistió y la acostó en la cama. 

Tocaba ponerse la coraza para darle la noticia a sus hijos y sus nietos.

En esa cama donde su esposa yacía, ella había sido su soporte cuando murió Gilberto. Se preguntó si podía enfrentar el horror de la soledad que se avecinaba. Mientras esperaba la llegada de sus hijos, acarició el cabello de Victoria e hizo un vuelo rasante de los años de matrimonio. 

Recordó su sonrisa y aquella primera vez que la vio en Caicara.

Más tarde, en la funeraria, las personas se acercaban a darle el pésame sorprendidos de que se mostrara tan impávido. Él volvía a recordar la frase de su niñez: “Como el cardón: erguido y verde, a pesar del sol, no se olvida de florecer y dar frutos”.

Las semanas siguientes no fueron sencillas. Su hijo Elías decidió mudarse con él. Tenían una relación compleja, quizá porque en muchos aspectos se parecían: en el físico, en el sentido del humor, en la elocuencia. Compartían la pasión por las letras, la filosofía, la educación y el arte. Elías luchaba por hacerse una imagen propia, pero era como verlos en un espejo. La convivencia no fue sencilla. Ante cualquier impasse trataban de convencerse de que no era grave, que era parte de la rutina.

Poco a poco la distancia entre ambos se fue acortando. De los monosílabos, pasaron a conversaciones cada vez más largas, achicando el precipicio en que se había convertido sus vidas con la muerte de Victoria. Y así, en confianza, ninguno de los dos disimulaba lo que sentían. La relación padre-hijo parecía estar restaurándose. 

Elías nunca gozó de buena salud. Desde pequeño siempre lo acompañaba alguna enfermedad. A los 16 años sufrió de leucemia mientras cursaba 5to año de bachillerato. Luego de la muerte de su madre, algo no marchaba bien cuando apareció en su pierna una flebitis que comenzó a afectar otros órganos y desató problemas de tiroides. Perdió 20 kilos en 3 semanas. Elías se reía de sí mismo: decía que se preparaba para disfrazarse de zombi para Halloween.

Gabino decidió hospitalizarlo. Pero no hizo sino desmejorar poco a poco. 

El 18 de noviembre de 2023, próximo a cumplirse un año de la muerte de Victoria, recibió un mensaje. Era Gustavo José, el otro yerno de Gabino: “Elías se nos fue”. 

No hubo una sola parte de su ser que no se quebrara del dolor. 

Entre sollozos, informó a sus hijas y nietos sobre lo ocurrido. 

Se sentó frente a la Virgen Desata Nudos y emergieron las lágrimas. Intentaba descifrar por qué la vida se ensañó en quitarle a sus seres queridos de esa manera tan cruel. Pensó en qué habría ocurrido si en lugar de morir su esposa y su hijo hubiese sido él. La idea le dio pavor porque en su hogar lo percibían como la columna vertebral de la familia. Él lo llamaba “gabinocentrismo”. Tuvo la sensación de que hay momentos y recuerdos que atormentan y otros que fortalecen. 

No sabía cuáles prevalecían en ese instante. 

Al llegar del sepelio, se lanzó a la cama con los brazos abiertos. El mismo gesto que tuvo después del funeral de Victoria. No concebía el sueño y se sentía mareado, como si estuviera en un barco en alta mar. Rumiaba los sucesos vividos en el último año. Recordaba a las personas que le decían que debía ser fuerte, porque él fortaleció a muchos en situaciones peores. 

Veía la idea con desdén, creía que sus sentimientos eran más visibles y lo mucho que Victoria y Elías ayudaron a ese crecimiento personal, pero la estampa de hombre inquebrantable era difícil de derrumbar en los otros. Poco a poco se fue quedando dormido con la esperanza que la luz del día traería algo mejor que la muerte.

Gabino no dejaba de ver la presencia de Victoria y de Elías en cada rincón de la casa. Sus voces, sus risas… Todo le recordaba a ellos. Sentía que le habían quitado la mitad de su cuerpo. Gabino decidió continuar las visitas al psicólogo que frecuentaba con Victoria. Necesitaba una respuesta sobre la muerte de ambos. Ellos, que mucho le enseñaron con su vida, algo tendrían que decirle con su muerte. 

En medio del dolor, Gabino pone la música que le gustaba a su esposa e hijo. Les lee poemas en voz alta y se le entrecorta la voz. Todos los días llora y no pausa sus actividades si algo les remite a ellos. Deja que fluyan las lágrimas. Cuenta a sus nietos historias sobre su tío y su abuela, porque no quiere que se desvanezcan sus recuerdos. 

Ha entendido que su vida cambió; se aferra a los rastros de felicidad que le quedan. Sigue siendo un hombre comedido, misterioso y observador. Su mayor logro fue convertirse en lo que su esposa e hijo querían: una persona que no oculta y esconde su dolor. Lamenta las cosas que no pudo decirle a ambos. Palabras que le persiguen como bombas cargadas de profundidad. Atesora palabras que no dijo, que soltó tarde. Las palabras le dan calor cuando su cuerpo se queda helado ante los recuerdos y se le punza el estómago. 

Las palabras son la única forma que le queda de seguir conectado con sus seres queridos. Cree firmemente que, si el Verbo (Dios) puede redimir a las personas, también puede unirlo a las personas que ama. Para él tiene sentido seguir escribiendo a sus seres queridos. Ahora que se permite expresar sus sentimientos, lo hace como una forma de darle vida a su nueva vida.

el aula e-nos

Esta historia fue producida en el curso Cómo escribir historias que emocionen, dictado por Héctor Torres, en nuestra plataforma formativa El Aula e-nos.

Jesús López Velásquez

Intento escribir historias con retazos de palabras que guardo en varias libretas. Estudié teología y educación, mención filosofía.
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