Los padres de Ángel —él plomero, ella costurera—, asfixiados por la hiperinflación, cada vez pueden comprar menos comida para la casa. Probablemente por eso este adolescente de 14 años está bajo de peso y ha pasado sus vacaciones recibiendo atención en un programa nutricional que funciona en la escuela en la que estudia, en La Cota 905, en Caracas.
Fotografías: Gabriela Carrera Marquis
A Ángel le encanta ir a El Cumbe. En ese pueblo del estado Trujillo, del cual son originarios sus padres, se siente libre: va con sus primos y amigos al río, a la piscina o a las tantas fiestas tradicionales que organizan allá. Siempre viaja en Semana Santa, en las vacaciones escolares y en diciembre para pasar la Navidad y recibir el Año Nuevo. Son días para reencontrarse con la familia. Sobre todo con la abuela materna, la única que tiene.
En 2018, sin embargo, la costumbre que mantenía desde niño se interrumpió: Ángel vive en Caracas y no ha podido hacer ningún viaje a Los Andes. Durante el período vacacional, su mamá no logró conseguir el dinero en efectivo para pagar el pasaje hasta allá.
—Iba al banco todos los días y solo me daban 100 mil bolívares, lo que ahora equivale a 1 bolívar soberano. ¿Qué es eso? Cada pasaje costaba 2 millones 500 mil bolívares. Es decir, 250 bolívares soberanos. No los pude reunir. Así que se fue mi hermana sola, para acompañar y ver a mi mamá. Ella pagó una parte del pasaje por transferencia y otra en efectivo; pero el carro por puesto particular le cobró 10 millones de bolívares (100 bolívares soberanos). Yo no tenía tanto.
Ángel tiene 14 años y vive con sus padres en un barrio que se levanta al borde de la Avenida Guzmán Blanco, conocida como la Cota 905, en el oeste de Caracas. Un sector lleno de basura, de calles llenas de huecos por las que circulan carros y motos.
En estos días, él ha sentido que su cotidianidad cambió. No solo es la imposibilidad de viajar algunas semanas. Es también que antes merendaba galleta y café con leche en las tardes, comía ponquecitos rellenos de crema blanca cada ocho días y todos los fines de semana hacían hervidos en la casa para recibir a familiares y amigos; o salía a pasear con su papá, a comprar algo de ropa. Ahora todo es distinto. Merienda esporádicamente, cuando hay, cuando se puede. Las reuniones familiares son solo para celebraciones puntuales: el día de la madre, el día del padre, un cumpleaños. Ya no recuerda cuándo fue la última vez que le compraron ropa.
Las cosas han cambiado tanto que ha tenido que ir al colegio estando de vacaciones.
—La situación económica no está fácil. Pero hay chamos que están peor —dice.
Ángel grita mientras sostiene un balón en sus manos y mira a sus compañeros, todos menores que él.
—¡Tres, cuatro! —grita.
Le pega la pelota a uno de los chicos que juegan con él y, enseguida, sale corriendo.
Es el lunes 3 de septiembre y está en la cancha del Colegio Paulo VI, la institución educativa católica donde meses atrás terminó el 8vo grado. Pero hoy no está ahí para recibir clases.
En junio, cuando el año escolar estaba por finalizar, una ONG venezolana especializada en la infancia visitó el plantel para examinar a los 260 niños —los más necesitados de los 1.000 que integran la matrícula— que se benefician del comedor, el cual no pertenece a la escuela sino a la Vicaría de las religiosas que lo dirigen. El objetivo del examen era diagnosticar a los que estuvieran bajos de peso, porque durante las vacaciones se pondría en marcha un programa nutricional para atenderlos.
De esos 260 estudiantes examinados, 70 fueron diagnosticados con desnutrición o en riesgo de padecerla.
Fueron seleccionados 70. Y Ángel es uno de ellos.
Solo 50 están siendo atendidos por el programa porque las hermanas no lograron contactar a los otros 20.
La mamá de Ángel, quien trabaja en el Paulo VI como costurera y colabora con el comedor, al principio se asombró con la noticia.
—Yo trato de que él coma bien —dice.
Pero ella sabe que el diagnóstico de su hijo es consecuencia del cambio de los hábitos alimenticios en la casa.
—De verdad no he podido comprar ni carne ni pollo desde hace como cuatro meses. Tampoco he comprado huevos desde hace dos.
Las cuentas en la casa empezaron a mermar, de a poco, hace tres años. La mamá gana sueldo mínimo, y el papá, quien trabaja de manera independiente como plomero, no cuenta con un ingreso fijo constante. Así que en medio de la vertiginosa hiperinflación que golpea a los venezolanos, ellos, con los bolsillos menguados, cada vez pueden comprar menos comida.
El colegio Paulo VI es un edificio protegido por rejas beige, construido en torno a una pendiente, al final de una de las calles aledañas a la Cota 905. Son las 9:30 de la mañana y Ángel se suma a la formación en la entrada. Intenta ponerse en medio de la fila, pero los demás le reclaman: le dicen que tome el último puesto, el que le corresponde por ser el más alto. Entonces, sin decir nada, se traslada unos puestos más atrás. Acompañados por monitoras del programa nutricional, caminan hacia uno de los salones. Allí se sientan en los pupitres y las responsables pasan la lista. Después les entregan el suplemento alimenticio: una crema marrón que contiene los nutrientes suficientes que requieren y que en sus casas no han podido cubrir.
Al terminar de comer el suplemento, la escuela les cede la cancha para que jueguen mientras se hace la hora de almorzar. Una de las monjas que trabaja en la escuela los observa en silencio. No interviene. Ellos establecen sus juegos. Son libres: están de vacaciones.
En la dinámica con sus compañeros, la edad de Ángel parece otorgarle cierto liderazgo. En el grupo, las edades oscilan entre 4 y 14 años. Los más grandes corren de un lado al otro; mientras los más pequeños, los de 4, se suben a una arquería que está en una de las esquinas de la cancha y se balancean de adelante hacia atrás. A ratos, también juegan con el agua del bebedero que está en la entrada.
Así transcurre una hora.
A las 11:20 de la mañana, abandonan la cancha para ir a almorzar. La comida la cubre el comedor, ubicado a pocos metros del colegio. En la entrada, son chequeados en una lista antes de pasar. Seis mesas rectangulares ocupan la mitad de la sala. En la otra mitad está la cocina y las mujeres sirviendo los alimentos. Los niños se sientan en las mesas pequeñas, acordes a su tamaño.
Ángel entra de último. Intercambia unas palabras con quienes sirven la comida, entre ellas su mamá. Y ayuda a servir: agarra los vasos y los tazones de aluminio, se da media vuelta y reparte a sus compañeros. Lo hace una y otra vez antes de sentarse a comer.
El menú es una pasta sin salsa y jugo de tamarindo.
Ángel no tiene hermanos y sus padres se empeñan en darle lo mejor. Hacen lo posible para que no sienta tanto la crisis, para compensar tantas limitaciones. Para mitigar la imposibilidad de ir a El Cumbe a compartir con la familia. Le compraron, a crédito, el CPU que le faltaba a la computadora. Allí juega en las tardes, durante horas, fútbol, juegos de armas y a ser chofer. Su juego favorito es uno llamado Euro Truck, que consiste en manejar gandolas por las autopistas de Europa para llevar mercancías de un lugar a otro.
—Lo que más me gusta es que es muy real.
En dos ocasiones su mamá, en compañía de unas amigas y otros niños, lo llevó en agosto a la playa. Hace casi tres años, recibió su último regalo de Navidad. Fue una bicicleta. Con ella sale a rodar los fines de semana. Lo hace en la Avenida Victoria —que conecta con una de las entradas de la Cota 905—, aprovechando que esos días está poco transitada. Recorre un trecho largo hasta llegar al Paseo Los Próceres, uno de los sitios que utilizan los caraqueños para recrearse.
Ángel está por comenzar 9no grado; solo le faltan tres años para terminar el bachillerato. Ya está seguro de que quiere ir a la universidad a estudiar contabilidad.
—Lo veo difícil, porque aquí ya la tecnología no es tan avanzada como en otros países —dice.
Quiere comenzar las clases de nuevo. El tiempo se le ha pasado lento, muy lento. Sin embargo, se apura en asegurar que ha disfrutado algunas cosas de estas vacaciones distintas.
—No todo es malo, como no fui a Trujillo pude pasar todo este tiempo con mi papá. Porque cuando mi mamá y yo nos vamos para allá, mi papá se queda a cuidar la casa.
El nombre del niño fue cambiado para proteger su identidad.
Esta historia forma parte de la serie Los hijos de la crisis, desarrollada en alianza con el Centro Comunitario de Aprendizaje (Cecodap)
Esta historia está incluida en el libro Semillas a la deriva, la infancia y la adolescencia en un país devastado (edición conjunta de Cecodap y La vida de nos).
Con su compra en Amazon Ud. colabora con la importante labor que lleva a cabo Cecodap.