Sin tener cómo darles de comer a sus tres hijos, Alba, una madre soltera de Tucupita, no vio más opción que migrar por mar a la vecina isla de Trinidad. Zarpó en una embarcación ilegal, la noche del 22 de abril de 2021, segura de que se enrumbaba a un mejor destino. Pero en el camino encontró no pocos embates. Esta historia resultó finalista de la 4ta edición del Premio Lo Mejor de Nos.
ILUSTRACIONES: WALTHER SORG
Alba estaba sola y angustiada en medio del mar. Tenía las piernas acalambradas. Desesperada, sintió que de pronto el agua se puso más fría, más salada, y que la noche era más oscura. A su alrededor, mientras se estremecía con el vaivén de las olas furiosas, apenas veía unos cocuyos titilantes.
¿Sería la 1:00 de la madrugada?
Quién sabe.
La luna se había ocultado.
Alba, madre soltera de 35 años, vivía en Villa Bolivariana, un sector de Tucupita, estado Delta Amacuro, en el extremo este de Venezuela. Paciente, siempre con una sonrisa y dispuesta a ganarse el pan, vendía helados caseros y chucherías, pero lo que ganaba era insuficiente para mantener a sus tres hijos. Se entristecía cuando no podía darles de comer. Casi siempre pasaban hambre. Evangélica ferviente, le pedía a Dios que le ayudara a encontrar una solución.
Un día, decidió marcharse por mar a Trinidad y Tobago, porque sabía que muchas personas de la zona se habían ido para allá y les estaba yendo muy bien. Para poder llevar a cabo el viaje, pidió dinero a familiares que tenía en otros países. De ese modo logró reunir los 300 dólares que una empresa naviera ilegal cobra por llevar gente a la isla a través de una peligrosa ruta marítima. Cientos de venezolanos la han recorrido en busca de mejores condiciones de vida. Muchos han muerto en naufragios. Como el que ocurrió esa noche del 22 de abril de 2021, cuando Alba iba rumbo a ese destino que parecía prometedor.
Todo comenzó dos días antes, el domingo 20 de abril. Ese día, Alba metió ropa, la más cómoda que tenía, en un pequeño bolso. En la sala de su casa se despidió de sus hijos: los besó y los abrazó muy fuerte. Después abordó el auto que la llevaría hasta La Horqueta, una localidad rural en el noreste de Tucupita, desde donde se trasladaron hasta la barra de Cocuina, la zona de la costa en Delta Amacuro —separada de Trinidad y Tobago solo por el golfo de Paria— que sería el punto de partida del viaje.
Durante los dos días siguientes estuvieron en la selva de Cocuina ocultándose de las fuerzas de seguridad, porque si los descubrían podían detenerlos, y todos perderían lo que habían pagado. Solo en 2021 las fuerzas de seguridad impidieron ocho zarpes ilegales a Trinidad y Tobago. El delta del Orinoco tiene más de 300 caños que desembocan al océano Atlántico. Por uno de ellos salió aquella embarcación, el jueves 22 de abril, con 24 personas a bordo.
Conforme se adentraban en el mar, la brisa se hacía más fría. Las olas golpeaban el bote. Alba comenzó a marearse. En medio del silencio, comenzó a orar. Las marejadas sacudían la embarcación como si fuera un barco de papel, y los pasajeros comenzaron a advertir el peligro. Alba, que no dejaba de pedirle a Dios que no ocurriera nada malo, parecía tranquila, serena. Muy distinto al hombre y la mujer que estaban a su lado, quienes se veían muy nerviosos.
—Tranquilízate, todo va a salir bien. Dios es bueno y tiene el control —le dijo Alba a la chica, y después le dio un abrazo.
—¿Tienes miedo? —preguntó Alba al joven.
—Sí, tengo mucho miedo.
—Tranquilízate, todo va a salir bien.
Pero estaba equivocada, nada estaba saliendo bien. Las olas arreciaban cada vez más, tanto, que entraba agua al bote y se comenzó a llenar. Pronto, entre ola y ola, la embarcación se hundía. El que fungía como capitán dio una orden:
—Lancen los bolsos al agua, todo lo que tengan.
Lo hicieron, pero fue inútil: una ola enorme, que debía medir unos tres metros, terminó de hundir el bote. De inmediato se escuchó el impacto del agua contra la madera de la embarcación, gritos y llantos desesperados.
Alba se lanzó al mar. Cuando lo hizo, una chica se sujetó de ella y, sin querer, en medio de la desesperación, casi la ahoga. Pero ella logró zafarse de sus brazos y como pudo se alejó de aquel sitio.
Continuaban oyéndose gritos en medio del rugir y el chapoteo de las marejadas que rompían sobre ellos.
“¡Dale para allá, dale, dale para allá!”.
“¡Mis hijos, mis hijos!”.
“¡No sé nadar!”.
“¡Agárrate, agárrate del tambor!”.
“¡Dios es grande y poderoso….!”.
Alba se distanció del grupo porque temía ser sujetada por alguien más y ahogarse. A lo lejos, fueron desapareciendo lentamente los gritos de auxilio. Ella intentó tomar algún rumbo, pero desorientada como estaba, temió que sus brazadas la condujeran a mar abierto y no hacia la orilla.
No sabía qué hacer.
En medio de la confusión, su cuerpo pareció entumecerse. Fue cuando se le acalambraron las piernas y sintió que el agua se puso más fría y salada. Lo supo por los sorbos que inevitablemente bebió. Allí, en medio de las tinieblas que contrastaban con los cocuyos, sintió miedo. Comenzó a llorar y a perder las esperanzas, pero mientras flotaba se concentró en una oración:
—Señor, si esta es tu voluntad que así sea, moriré en tus brazos, estoy tranquila —dijo a viva voz en medio de la inmensidad de ese mar. Pero después pensó en sus hijos y le suplicó a Dios que la dejara vivir, porque quería volver a verlos, abrazarlos, besarlos.
—Señor, ayúdame. Quiero volver a ver a mis hijos. ¡Ten misericordia de mí, Señor!
Mientras gritaba, el mar agitado la estremecía de un lado a otro, como si ella fuera una pequeña prenda de vestir dentro de una enorme lavadora.
Estuvo en silencio por varios minutos y esta vez decidió rogarle a Dios con una canción.
Luego, nadó desorientada por varios minutos hasta que, ya exhausta, se detuvo y gritó muy fuerte pidiendo de nuevo a Dios que la salvara. Poco después alzó la cabeza y en el horizonte pudo ver las luces de un barco que más temprano habían avistado y dejaron atrás. Los reflectores apuntaban hacia el mar. Comenzó a gritar, a levantar los brazos, pero nadie la escuchaba ni la veía.
Intentaba nadar hacia el barco, pero las olas la alejaban.
Estaba amaneciendo y no lograba llegar al barco. Sus esfuerzos eran en vano. Hasta que los primeros rayos de sol iluminaron su rostro. En algún momento, Alba no se explica cómo, sintió que su cuerpo era arrastrado por una corriente hacia la embarcación. Y sintió que ya no estaba cansada, como si de pronto hubiese recobrado las energías que había perdido a lo largo de esa noche atribulada.
Gritó una vez más y esa vez sí la vieron. Confiada de que la iban a rescatar, se quedó tranquila en el agua. Ya no tenía fuerzas para seguir.
Los tripulantes del barco, llamado Boca Grande, se aproximaron a ella tan pronto como pudieron y la sacaron del mar. Ese momento, ese punto de giro en su historia, ella lo recordaría con mucha confusión. Estaba desorientada, nerviosa y cansada. Los hombres la subieron a la embarcación y allí le brindaron cobijo, ropa y comida. Mientras comía, estas personas le dijeron haber rescatado con vida a dos náufragos más. Cuando los dos despertaron, pronto estuvieron cara a cara con Alba; se abrazaron y lloraron. Uno era un pasajero con quien poco había interactuado en el viaje, y la otra era la joven que se aferró a ella segundos antes de que el mar se los tragara a todos. A la que le había dicho que todo saldría bien. Entonces, en silencio, elevó una oración y tragó grueso.
Al llegar a Tucupita, la llevaron a la sede del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas a declarar lo sucedido. Alba estaba aún nerviosa. Al salir, se encontró con una multitud, entre los que estaban sus familiares. Al verla, corrieron a su encuentro y ella también lo hizo. Hubo llantos. Sus hijos se aferraron a ella en un largo abrazo. Fue como si ahora a ellos les tocaba verla renacer. En ese momento Alba se sintió llena de vida y, envuelta en ese reconfortante abrazo, suspiró y agradeció a Dios en silencio por haberla escuchado.