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Lo más duro es llamar para dar malas noticias

Reinaldo Cardoza | 3 may 2020 |
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María Daniela Escalante es una médica venezolana de 28 años de edad. Meses después de graduarse en la Universidad del Zulia, migró a España en septiembre de 2017. Los fines de semana trabaja en una residencia para adultos mayores en el centro de Madrid. Desde la llegada de la covid-19 ha debido redoblar sus esfuerzos para evitar que sus pacientes mueran.

 

Ilustraciones: Walther Sorg

 

Antes de entrar a la residencia para mayores en la que trabaja, la doctora venezolana María Daniela Escalante se detiene. Respira hondo. Y exhala. Se podría decir que ese es su ritual de inicio de turno. Es el instante en el que trata de reunir fuerzas para comenzar con su labor. Después, abre la puerta, consciente de que al atravesarla deberá encontrarse con un monstruo, tratarlo de cerca e intentar contenerlo, aunque no llegue a conocerlo del todo y le queden una frustración y una impotencia que la sobrepasan. 

Era 24 de marzo de 2020. Había pasado casi un mes desde que el 25 de febrero se reportó en Madrid el primer contagiado del nuevo coronavirus. María Daniela sentía que no era momento de renunciar; que no podía permitirse desfallecer. Así que continuó su camino. El día, seguramente, iba a ser largo, como han sido todos últimamente.  

María Daniela —de figura menuda, tez clara y cabello castaño claro— es médica cirujana. Tiene 28 años. Nació en San Cristóbal, en los Andes venezolanos. Desde mayo de 2019 trabaja los fines de semana y días festivos en una residencia privada de mayores muy cerca del centro de Madrid. Es parte del personal que asiste a los “residentes”, como llaman a las personas de la tercera edad que pasan allí sus últimos años de vida. 

La residencia es un conjunto de edificios blancos de entre tres y cinco pisos que brillan cuando les pega el sol de verano. Están rodeados de jardines muy verdes en los que hay bancos y muebles. Allí los ancianos pasan las tardes y tienen actividades de entretenimiento y recreación. El barullo que ocasionan el rumor de las conversaciones y las risas es constante. 

Pero todo cambió desde la llegada de la covid-19 a Madrid. Al ser los ancianos los más vulnerables a la enfermedad, las residencias de este tipo se convirtieron en focos de contagio y escenarios de numerosos fallecimientos. Por eso, este 24 de marzo los jardines están desiertos y silenciosos. Los residentes aguardan en sus cuartos. Están confinados. 

 

María Daniela proviene de una familia de médicos. Su madre y su tía lo son. Ambas se graduaron juntas en la Universidad de Los Andes, en Mérida, en 1978. Tal vez fue por eso que ella siempre quiso ser médica. O quizá fue porque desde niña admira mucho a su mamá por su trabajo. En todo caso, comenzó a cursar la carrera en la Universidad del Zulia, en el occidente de Venezuela. Y en 2014, dos años antes de graduarse, entendió que debía migrar si quería crecer profesionalmente. Mientras estudiaba y trabajaba en hospitales públicos padecía la precariedad del sistema de salud en Venezuela. Conocía el declive de la calidad de vida de los médicos que eran sus profesores. 

La decisión de irse del país, sin embargo, no le resultó fácil. En parte porque es hija única y sus padres ya son mayores. Él, de 77 años, es ingeniero electricista jubilado. Ella tiene 69, y todavía atiende su consulta privada de ginecología en San Cristóbal.  María Daniela no quería dejarlos solos. Pero ellos terminaron de convencerla de que afuera tendría un mejor futuro. 

Se graduó en diciembre de 2016. En septiembre de 2017 se fue a Madrid. La recibió Eliana, una prima hermana por parte de madre, que se había ido de Venezuela 13 años antes y vivía allí con su esposo y sus dos hijos. Los primeros meses, María Daniela ayudaba en la casa y atendía a los niños, mientras esperaba la homologación de su título, trámite necesario para ejercer legalmente como médico general y presentar el examen MIR. Esta compleja prueba, abierta a españoles y extranjeros, es obligatoria para quienes deseen cursar especialidades médicas en España.

Se inscribió en una academia que la prepararía por un año para el examen. Como quedaba lejos de la casa de su prima, tuvo que mudarse a un apartamento más cercano al centro de Madrid. Para cubrir el alquiler y no mermar los ahorros que aún tenía, durante cuatro meses hizo de niñera por las mañanas y acudía a la academia por las tardes.

Apenas recibió la homologación, en mayo de 2018, consiguió su primer trabajo como médica, en el que permaneció seis meses, mientras estudiaba para presentar el MIR. El examen fue en febrero de 2019. Aprobó. Pero del total de cupos solo se reserva 4% para extranjeros. Y María Daniela no logró uno. Así que se inscribió en un curso en línea de la misma academia para volver a presentarlo al año siguiente.

María Daniela sabía de las oportunidades de empleo en las residencias para mayores y aplicó para un puesto. En mayo de 2019, fue contratada como médico de fines de semana y días festivos en esta donde ahora trabaja.

No tenía experiencia atendiendo a pacientes de la tercera edad, pero se sintió a gusto. Su jefa era una pediatra venezolana, de Caracas, con estudios en geriatría. Fue ella quien la entrenó durante las primeras semanas.

Y pronto comenzó a encariñarse con los abuelos. Los abrazaba, jugaba con ellos. Y le resultaba agradable sentir que ellos le devolvían de algún modo el afecto que les daba. Solía llegar a la residencia a las 8:00 de la mañana y recorría los cinco pisos del edificio, de arriba abajo, para atender a los abuelos que lo requiriesen. 

 

En la residencia había 150 ancianos. Unos 100 en el edificio que ella visita habitación por habitación y otros 50 en el conjunto de apartamentos. En estos últimos están quienes son más independientes y no requieren monitoreo constante de los médicos. María Daniela iba encontrando en su camino a los auxiliares y a las enfermeras, cada cual haciendo su trabajo; los primeros aseando a los pacientes, vistiéndolos o dándoles de comer; las segundas administrando medicamentos o curando alguna lesión cutánea. Cada tanto oía a los auxiliares pedir atención para alguno de los ancianos; tal vez alguien que tuvo una mala noche u otro que estaba un poco lento o con resfriado. Ella acompañaba a las enfermeras con las curas y actualizaba los tratamientos médicos. En un día sin mayores contratiempos, este recorrido le tomaba unas dos horas.

Desde la primera semana de febrero comenzaron a llegar las noticias de los contagios por coronavirus en España. La primera semana de marzo se encendieron las alarmas en la residencia. Ya el Ministerio de Sanidad español registraba 1 mil 615 contagiados con el virus y 23 muertes. Sin embargo, aún el gobierno no tomaba ninguna medida.

Una residente había recibido la visita de su yerno en uno de los apartamentos. Días después, el hombre comenzó a presentar síntomas. Ante la persistencia del malestar, fue al médico y lo diagnosticaron con covid-19. Entonces otro familiar de la señora llamó a la residencia para alertar del caso. Allí procedieron a aislarla a ella y a su compañera de cuarto.

Fue el momento en el que todo comenzó a cambiar.

 

El 8 de marzo fue muy movido en la residencia. Otros dos residentes fueron trasladados al hospital público Gregorio Marañón, al complicarse el cuadro respiratorio infeccioso que venían presentando desde la semana anterior. Las afecciones respiratorias son frecuentes entre los pacientes de la residencia. Pero estos dos no mejoraban a pesar del tratamiento con antibióticos que les suministraban. En el hospital les confirmaron que estaban contagiados con el virus. 

Unos días después, fallecieron.

Ese mismo día recibieron una comunicación del gobierno que ordenaba el confinamiento en las residencias de mayores: se prohibían las visitas de familiares y solo se permitía la entrada y salida al personal que trabaja en los centros. Se establecía el protocolo a seguir ante la sospecha de contagios, y cuando ocurrieran muertes. 

“Ya es demasiado tarde”, pensó María Daniela. Y sintió que la situación la había tomado desprevenida.

Cristina, una señora por la que María Daniela sentía mucho afecto, fue de las primeras que, dos semanas antes, comenzaron a presentar fiebres por una infección respiratoria. Tenía una demencia muy avanzada y le hacían seguimiento por un hematoma subdural como consecuencia de una caída. Eso le había provocado amnesia anterógrada: no podía fijar en su memoria recuerdos recientes. Siempre que veía a María Daniela le preguntaba quién era, su nombre y de dónde venía. Cuando le contestaba, Cristina se mostraba muy cariñosa y amable. Le decía muchos piropos: que si qué ojos tan lindos, que si qué piel tan delicada, pero qué sonrisa más encantadora y coqueta.

Probaron con los medicamentos y el tratamiento ambulatorio, pero las fiebres no cedían. María Daniela monitoreaba de cerca la temperatura corporal y la saturación de oxígeno, le medía la presión arterial, la auscultaba para conocer el estado de los pulmones. No hallaba evidencias de mejoría.

En momentos como ese es cuando tiene frente a sí al monstruo. Y aunque puede sentir su aliento, su cercanía acaso como un leve silbido, sabe que le oculta el rostro, que es una presencia elusiva, esquiva. 

Cristina debía ser hospitalizada. Como tenía seguro médico, podían trasladarla a una clínica. María Daniela llamó a una ambulancia para que la fuese a buscar. Se la llevaron.  

Dos días después, avisaron de su muerte.

Cristina nunca tuvo hijos, pero sus sobrinos estaban muy pendientes de ella. Solían visitarla con frecuencia. Por el aislamiento obligatorio en el hospital no habían podido ir a verla. El día que llamaron a la residencia para que notificasen de su muerte a los familiares, María Daniela estaba de turno. Así que le tocó dar la noticia a uno de los sobrinos. No pudo evitar que en la voz se le notara la honda tristeza que sentía. 

En la residencia no había batas, ni mascarillas, ni guantes adecuados para reducir las posibilidades de contagio, todo lo que recomienda la Organización Mundial de la Salud. No tenían por qué tenerlos. Para no abandonar a los ancianos a su suerte, solo contaban con los indicados para los procedimientos menores que allí se practican habitualmente.

Quizá por esta razón el personal comenzó a enfermar. Sobre todo los auxiliares, quienes tienen mayor contacto con los ancianos. Diez auxiliares, un médico y tres enfermeras se han contagiado. Por eso, en la residencia el trabajo se ha hecho más duro y exigente. Las jornadas se prolongan más allá de los horarios regulares, por lo que han comenzado a contratar a más empleados que ayuden a atender la contingencia.

Desde el 15 de marzo en los centros médicos no les admiten más pacientes para hospitalización, porque no hay respiradores ni material para intubar a los nuevos ingresos. Solo lograron hacerlo con los primeros siete casos que lo necesitaron. En la residencia llaman al hospital, reportan el estado crítico del anciano, pero del otro lado del auricular reciben la misma respuesta. 

Quizá porque le recuerdan a sus propios padres en Venezuela, a María Daniela la conmueve sobremanera el confinamiento al que deben someterse los abuelos contagiados, que no se les permita estar con sus familias en sus últimos días de vida, que no puedan cumplir con los rituales propios de la muerte. Acompañarse, despedirse, un funeral.

Como hasta ahora en la residencia no cuentan con el equipamiento para hacer las pruebas, no hay maneras de hacer diagnósticos. Así que cuando alguno muere, de acuerdo con la sintomatología que haya manifestado, en el certificado de defunción se registra “caso sospechoso de covid-19” como causa secundaria del fallecimiento. 

El cadáver no puede ser tocado ni manipulado sin protección. No hay velorio. No hay cremación. Los cuerpos son depositados en bolsas especiales selladas y llevados a la sala velatoria de la residencia. De allí son retirados por personal de funeraria, uno o dos días después. Han llegado a acumularse hasta siete cuerpos en la sala. Los servicios fúnebres en Madrid están desbordados. 

Han muerto 15 residentes. 

Otros 40 permanecen aislados.

Y esto se vive en otras residencias de mayores. Semanas después la OMS diría que unos 55 mil ancianos habían fallecido en estos centros de Europa: 50% de los casos registrados.

Para María Daniela el momento más difícil del día comienza en la última hora de la jornada de trabajo. Cuando está más agotada mental y físicamente. Le resulta muy duro llamar a las familias para darles malas noticias, para decirles que el paciente no está respondiendo a los medicamentos o que ya está en sus últimas horas. Le cuesta mucho irse a su casa y dejarlos así. Aunque sabe que hay quien los atienda, cada vez que deja la residencia tiene la sensación de que los está abandonando.

Pero no todo acaba cuando terminan sus jornadas —que ahora son de 14 horas— y regresa a casa. En el apartamento donde vive debe cumplir su propio aislamiento.

Ahora es 30 de marzo. Lunes, 11:00 de la mañana. María Daniela ha descansado de un fin de semana agotador. No se ve demacrada. Sentada en el sofá de la pequeña sala del apartamento, sin la bata blanca, ni la mascarilla, ni el gorro, ni los guantes, parece otra. Y comparte una buena noticia.

—Ya en la residencia tenemos los tratamientos endovenosos y orales que usan en los hospitales para tratar la covid-19, y también concentradores de oxígeno. Eso significa que podremos darles a los ancianos una mejor atención.

En este momento está sola, porque sus dos compañeros, uno español y otro francés, se fueron a sus casas con sus familias hace dos semanas, apenas el gobierno de España decretó el estado de alarma. Cuando tiene días libres trata de distraerse lo más que puede, sin ver demasiado las noticias para no agobiarse. Habla mucho y a diario con sus padres en Venezuela y con sus otros familiares que viven en España. 

—A veces me cuesta dormir o tengo pesadillas. También tengo que lidiar con el miedo a haberme infectado, creyendo que tengo alguno de los síntomas. Todo eso está ahí, y uno va sobrellevando esas cosas. Al menos hace el intento.

Ella no puede desconectarse del todo, olvidar lo que vive junto a sus pacientes. Cuando dice que son suyos es enfática al pronunciar cada palabra, aunque la voz se le quiebra.

—Uno termina encariñándose con ellos, queriéndolos. Yo me aprendo sus nombres, conozco a sus familiares que van a visitarlos. Y esa es una relación que uno no logra establecer con un paciente en un hospital. Habrá quien diga que no importa demasiado que mueran, que ya han vivido bastante y están viejos, pero no es así: creo que ninguna muerte es menos dolorosa. 

Se le asoman un par de lágrimas que ella limpia de inmediato. Entonces respira profundo y exhala, como si estuviera frente a la residencia, tratando de encontrar las fuerzas para continuar. Porque tiene la certeza de que no puede desfallecer.

Reinaldo Cardoza

Soy narrador y amante de las historias, profesor de literatura, animador de la lectura, padre de Amanda y esposo de Laura. Intento comprender mi realidad a través de la red de historias que me rodean.
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