Dahís López se dedicaba al periodismo y Jhon Calzadilla a la publicidad. Debían encontrar una guardería para sus dos hijos y, al no dar con la que cumpliera con sus expectativas, decidieron montar una. Con todo en contra, en noviembre de 2006 comenzaron con un emprendimiento que, a la vuelta de 11 años, se ha convertido en una escuela en pleno casco histórico de Petare.
Fotografías: Víctor Radovanovic
“Cuando se tiene un hijo,
se tiene al hijo de la casa y al de la calle entera (…)
Y cuando se tienen dos hijos
se tienen todos los hijos de la tierra,
los millones de hijos con que las tierras lloran (…)”.
Andrés Eloy Blanco
La puerta vinotinto de esa casa blanca conduce a un mundo paralelo. De algodón, de piscinas de pelotas, de payasos que sostienen globos evaporándose, de mariposas revoloteando en las paredes. Cinco pisos conectados por muchas escaleras y pasadizos que parecen secretos. Cada día, un centenar de niños –uniformados, impolutos, peinados con esmero– se despiden de sus padres y entran a este territorio: caminan dejando atrás la bestia insomne que es Petare.
Ubicada en el extremo este caraqueño, la capital del municipio Sucre es una cadena de muchas montañas repletas de ranchos. Son cientos de pequeñas barriadas que, en su conjunto, conforman el barrio más grande del país, el segundo de Latinoamérica. Allí viven, flotando sobre violencia y pobreza, más de 700 mil personas. Un entorno áspero y ruidoso, donde crecen miles de niños con un acceso a la educación muy frágil. O nulo.
Petare tiene su casco histórico. Cinco cuadras, algunas de calles empedradas, una iglesia, una plaza, un teatro y 300 casas de fachadas coloniales, una de las cuales alberga a esta escuela. La norma aquí es pintar, cantar, bailar, jugar. Para que de ese modo aprendan los colores, los números, a contar, a leer, a escribir.
Y a soñar.
Y a todo lo que se puede aprender así, por las buenas.
Son las 7:00 de la mañana de un día de mayo de 2017. En la dirección, una oficina pequeña, colorida, con una cartelera empapelada de dibujos pintados a creyón, está Dahís López. Lleva el cabello trenzado, una camisa que dice “orgullosa de ser docente”, y la acompaña su esposo, Jhon Calzadilla.
Cuando hablan de este colegio, que han levantado a pulso, parecieran que parafrasean al ruso Antón Chéjov, quien en uno de sus cuentos escribió: “El estudiante, cuyo estado de ánimo en su mayoría es formado por el ambiente, debe ver allí donde estudia, solo lo alto, lo fuerte, lo bello. Dios lo guarde de los árboles enjutos, las paredes grises y las puertas forradas de hule rasgado”. No lo han leído, pero tienen muy clara esa idea.
Diariamente, estos alumnos tienen su almuerzo con un menú diseñado por el Instituto Nacional de Nutrición. Hay una enfermería. En los pasillos, germinan semillas en frascos de compotas. Los salones tienen televisor, nevera, aire acondicionado, intercomunicador, filtro de agua y un baño pulcro. Están conectados a un circuito cerrado que graba todo cuanto sucede, de modo que cuando surge algún percance (“la maestra la agarró conmigo”, “un compañero me quitó mi suéter”, “se me perdieron los creyones”), se revisa el video: no hay dudas de qué pasó.
Cuando Dahís y Jhon tuvieron a su segundo hijo, el primero apenas alcanzaba el año de edad. Ella se dedicaba al periodismo y él a la publicidad. Debían encontrar una guardería para que cuidaran a los pequeños mientras trabajaban.
Claro, debía ser un sitio en el que los atendieran bien.
Corría el año 2006. Entonces vivían en Terrazas de El Ávila, un conjunto residencial de clase media en la urbanización Palo Verde, en el este de la ciudad. Recorrieron todo el sector y no encontraron sino casas sucias y pequeñas; apartamentos insalubres e inseguros; cuidadoras que atendían, al mismo tiempo, a decenas de bebés que lloraban, lloraban y lloraban.
“¿Cómo alguien deja a sus hijos en un sitio así? ¿Cómo pueden trabajar tranquilos sabiendo que están en una cueva? ¿No les da miedo? ¿No puede existir un lugar en el que las condiciones sean óptimas? Óptimas, apenas. Calor de hogar. ¿Es mucho pedir?”, pensaban.
A Dahís se le acababa el reposo postnatal. Debía reincorporarse a sus labores un lunes de noviembre de 2006, pero era el domingo previo y todavía no tenían resuelto el cuidado de los niños.
Revisando la prensa, Dahís vio un anuncio: “Se alquila guardería en Petare”.
—Mira esto, Jhon, ¿qué tal si nos atrevemos?
—Podríamos tener a nuestros hijos con nosotros y a la vez emprender algo nuevo —respondió él.
Así volvió la vieja idea de tener un negocio propio. Pasaron la noche ilusionándose con el nuevo proyecto. Y ninguno de los dos volvió, nunca más, a su empleo.
Cuando llegaron al lugar que señalaba el periódico, se enteraron de que quienes administraban la guardería se habían ido sin darles explicaciones a los representantes de los 15 niños que allí cuidaban. Dahís y Jhon se percataron de que era un hueco como los que tanto criticaron: en la entrada había una alfombra pestilente, las paredes estaban sucias, la fama de la institución era que no cuidaban a los niños. Con eso en contra, ese noviembre de 2006 juntaron sus ahorros y firmaron el contrato de arrendamiento.
Lo primero que hicieron fue bajar la santamaría y plantearles a los padres una pregunta retórica:
–¿No les parece que los niños no deberían estar en un sitio como este, tan mugriento? Vamos a cerrar. En enero volveremos para ofrecerles calidad a sus hijos.
Pidieron apoyo económico a Banesco y pasaron aquellas navidades haciendo las remodelaciones. Y en enero recibieron nuevamente a los 15 niños.
—Esta es su casa —les dijeron a los padres—. Miren el baño limpio, las paredes limpias. ¿Notan el cambio? Aquí están también nuestros propios hijos. ¿Cómo no vamos a querer que todos estén bien cuidados?
Y comenzaron a llegar más y más mamás para inscribir a sus muchachos allí.
Esa guardería ya no existe.
Dahís y Jhon llevaban tres años con el negocio. Les iba bien. Pero el dueño del local, al ver el sostenido crecimiento de la matrícula, les aumentaba desmedidamente el costo del alquiler. Eso fue un impulso para que dieran otro salto al vacío.
Volvieron a pedir un crédito, vendieron el auto familiar y con el dinero compraron una casa de tres pisos que estaba en venta a pocas cuadras de la guardería. En el inmueble funcionaba una residencia de damas. Muchos les aconsejaron que se olvidaran de la guardería, que dejaran allí a las inquilinas, que aquel negocio era muy rentable.
Desalojaron a quienes allí vivían para refundar el maternal (ya no se le llama “guardería”). Y como había suficiente espacio, decidieron abrir un preescolar. Tuvieron que hacer remodelaciones, tediosas diligencias en el Ministerio de Educación, cumplir con los 30 trámites que les exigieron, y buscarle un nombre al emprendimiento, porque todavía no lo tenía.
Querían que se llamara Canaima o Los Roques o Salto Ángel. Pero el ministerio se los negó porque otros colegios ya habían sido nombrados así, y hay una norma que prohíbe que se repitan. A Dahís, ya exhausta de tantos “no”, se le ocurrió proponer Cuyagua, ese pueblo aragüeño de playa, montaña y sol donde ella, de niña, pasaba invariablemente sus vacaciones. Ese sí lo aceptaron.
—Lo recibimos con mucha alegría porque ese nombre me recuerda que se puede aprender siendo feliz, disfrutando y con amor. Como yo, en mis vacaciones en Cuyagua. Es como una metáfora que resume todo. Por eso esto significa tanto y le hemos puesto el alma. Llevamos a los niños a la piscina, los enseñamos a rezar, soy muy cuidadosa con el personal que los va a atender. Instalamos el circuito cerrado, para que los padres sientan confianza. Nosotros siempre vamos por más.
Ese maternal–prescolar ya no es así.
Dahís advirtió que lo de atender niños no era un oficio menor. Así que se terminó de olvidar del periodismo y se inscribió en un instituto para recibirse como profesora de educación inicial. Ahora está por terminar la licenciatura. Cuando apenas estaba en los primeros semestres de su nueva carrera, le llegó una noticia: los dueños de la casa contigua, que funcionaba como residencia de 120 hombres, la acababan de poner en venta.
Cinco pisos, más de una decena de habitaciones, un gran patio interno sin techo.
Y se les ocurrió. Otra vez.
—¿Y qué tal si la compramos, la conectamos con el preescolar, para que allí funcione una escuela?
—Ajá, ¿con qué la compramos?
—¿Pedimos otro crédito?
—Puede ser, pero no nos alcanza.
—Vendemos el apartamento.
—¿El apartamento?
—Sí, el apartamento
—¿Dónde vamos a vivir?
—En Petare, nos mudamos para Petare.
—¿Cómo que a Petare?
—Ahí mismo, acondicionamos un pedazo para nosotros, aparte de la escuela.
—¿No es muy arriesgado?
—Sí, pero vamos a hacerlo.
Otro salto. De aquella conversación han pasado cuatro años.
—Hicimos las cosas con nuestras propias manos —recuerda Jhon—. Cuando nos trajeron las cerámicas para el piso de la terraza, los trabajadores que habíamos contratado para que nos ayudaran, no vinieron. Yo mismo tuve que cargar esas 60 cajas. Al otro día no me podía ni mover. Pero créeme, estaba feliz.
La casa que construyeron en el último piso es espaciosa y tiene acceso tanto al maternal-preescolar como a la escuela, que todavía está en remodelación. Una parte continúa funcionando como sitio de alquiler porque, por más que se lo han rogado, los inquilinos no terminan de irse. Aun así, habilitaron un área en la planta baja –desde donde no se ve, ni se puede ingresar, a la residencia–, y abrieron una sección de primer grado. Después, una de segundo. Y esperan iniciar tercero, cuarto, quinto y sexto.
—Al principio me dije que estaba loca, que cómo se me ocurrió vender mi casa. Lloré mucho, ninguno de los dos tenía idea de cómo manejar esto. Esta es una calle ciega, peligrosa por las noches. Aquí tengo que comprar las bombonas de gas, porque no hay gas directo. Es decir, tiene sus desventajas. Pero ahora volteo a ver todo lo que hemos logrado y me siento muy orgullosa. Tenemos 14 aulas operativas y muchos planes.
Que desde preescolar, los niños reciban clases de inglés y de música. Que la institución tenga su propia biblioteca. Que el colegio cuente con su equipo de psicólogos, terapeutas ocupacionales y de lenguaje. Que en el patio interno esté un parque para juegos. Que cada vez puedan recibir a más alumnos. Porque aunque el Ministerio de Educación les permite tener a 24 niños por aula, ellos no admiten a más de 18.
—Pudiéramos tener más, y tendríamos más ingresos. Nosotros cobramos porque vivimos de esto, y porque los créditos los pagamos con lo que vamos reuniendo de las mensualidades.
Dahís termina la frase y hace un silencio prolongado. Se acomoda en la silla de su oficina y retoma la idea.
—Nos vinculamos mucho con las familias, y sabemos que la cosa está dura. Pero es más duro que un padre se quede sin trabajo y saque a su hijo del colegio porque no tiene cómo pagarlo. Cuando eso pasa, nosotros les decimos: “No hay problema; el niño no se irá de aquí. Se queda becado”. Así tenemos 20 casos. Y todo el que lo necesite, goza de ese beneficio. ¿Si a mí me ha ido bien, por qué yo no puedo hacer el bien por los demás?
Pone como ejemplo el caso de una pequeña que, después de que la inscribieron, sus padres quedaron desempleados. Siempre estuvo becada. Cuando debía irse a primer grado, porque todavía el área de básica no estaba abierta, la niña voluntariamente le hizo un regalo.
—Mira, ahí está —dice con la voz quebrada.
Señala un papel con letras garabateadas que dicen: “Dahís siempre te recordaré”.
—Estos son los detalles que importan.
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