Dejaron atrás la devastación de una guerra y aterrizaron en Caracas. En Cerca del cielo, su primer libro, Maite Espinasa escarba en su memoria familiar. “Resulta absurdo que mi versión sobre el paso de estos seres por la guerra esté llena de buenos momentos”, dice en este fragmento que publicamos en La Vida de Nos.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
Salvador, Ton, Tere, Paco y Conxi, aquella familia de cinco que nació en Perpiñán, logró ir sorteando las vicisitudes como mejor pudo. Los animaba un espíritu de lucha que parecía imbatible y un ingenio y un humor que lograba sostener lo mejor de cada uno de ellos para salir adelante.
Y algo me dice que aquella cruenta guerra, que pronto estalló en Europa, se fue convirtiendo para ellos, entre sus miedos y avatares, en un hilo de esperanza. Comenzaron a ver en ella el camino de regreso a casa.
Permanecieron poco más de un año en Perpiñán para luego instalarse en Burdeos, donde transcurrió la mayor parte de sus vidas en aquel exilio.
De sus peripecias en Francia, recuerdo algunas anécdotas, que cada quien ha versionado a su manera. Pienso ahora que aquellos años deben guardar secretos que se llevaron a la tumba.
Les cuento las que permanecen en mi cabeza, particularmente desmemoriada, junto a las que recogí en las cartas de mi abuelo Salvador:
Cuando Ton y Tere se reencuentran en Perpiñán, ella de 19 años y él de 29, eran prometidos, pero, así como de hecho aquel grupo decidió ser una familia, toda vez que Salvador aceptó que ellos compartieran la misma cama, se consideraron unidos en matrimonio. Y la fecha en que recibieron esa bendición fue la que celebraron el resto de sus días juntos.
En la huida, muchos catalanes fueron a parar a Burdeos. Algunos de ellos tejieron una red alrededor del Casal Català y Salvador lo presidió por un buen tiempo. Llegaron a hacerse de una sede, donde celebraban fiestas, rifas y tómbolas; así reunían recursos que les permitían ayudar a los más necesitados.
Esos espacios sirvieron también para festejar sus tradiciones y la memoria cultural de la tierra que habían dejado atrás.
Sí, en medio de las guerras, es importante preservar momentos para celebrar. Quizá el solo hecho de estar vivo puede ser una buena excusa para ello.
Y fue así. Ni las guerras, o quizá debido a ellas, lograron doblegar el espíritu indómito y revoltoso de Tere y Conxi. En palabras del propio Salvador: “(…) per elles no hi ha mai raons que impossibilitin llurs plans d’acció. Ademés, son amigues del moviment i de la disbauxa”. (“Para ellas, nunca hay razones que imposibiliten sus planes de acción. Además, son amigas de la movida y el desmadre”).Cualquier motivo daba pie a una celebración, y cada dos por tres estaban montando la mesa para la familia y algunos amigos que se habían incorporado a ellos. A todo este grupo de inseparables los llamaban La Colla del Porró (La Pandilla del Porrón). Se habían hecho de un porrón, encargado a un artesano, que presidía todos los ágapes.
Las representaciones teatrales eran una pasión que compartían con Salvador y no perdían ocasión de montar uno que otro sainete.
Así las conocí.
Para la colla, el Día de la Victoria (8 de mayo de 1945) duró tres días. Empezaron la celebración en casa: decoraron la fachada y el balcón, mientras descorchaban botellas y luego se sumaron al jolgorio multitudinario en que se convirtieron las calles de Burdeos. La música, los cantos y los bailes colmaron el ambiente, pero, sobre todo, los abrazos y besos indiscriminados hicieron de esos días un reencuentro de lo humano, celebrando la vida y la libertad.
Puedo verlos más que eufóricos, convencidos sus corazones de que entonces se iniciaría la desocupación del fascismo de su añorada tierra.
Semanas más tarde, otra gran alegría rebosa aquellos corazones. El día antes de la firma del fin definitivo de aquella cruenta guerra, el 1ro de septiembre, llega al mundo Jordi Espinasa Vendrell, hijo de Paco y Conxi, pero que se convirtió entonces en el hijo de todos y lo siguió siendo mientras vivieron.
Resulta absurdo que mi versión sobre el paso de estos seres por la guerra esté llena de buenos momentos. Y, la verdad, no sé si fue un pacto entre ellos, pero las historias que recuerdo y lo que escribe Salvador sobre sus días se nutren de ellos.
Sin embargo, y como bien todos lo sabemos, los días de dicha estaban contados. A medida que pasaba el tiempo esa alegría se fue desvaneciendo. La ilusión del regreso se fue apagando poco a poco, hasta que la descarnada realidad los obligó a tomar nuevas decisiones, esas que cambian la vida radicalmente. El tan ansiado final feliz se mostró inalcanzable.
Pronto comprendieron que los buenos no lo eran tanto y que los malos eran, en realidad, malísimos. Lo de “libertad, igualdad y fraternidad” suena muy bonito, pero cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, en 1945, casi un tercio de la población mundial, unos 750 millones de seres, todavía vivía en territorios colonizados.
Considero que, si bien para entonces una importante mayoría de los países del mundo decidió organizarse alrededor de un organismo, Naciones Unidas, y aceptar una Declaración Universal de los Derechos Humanos, transcurridos 77, todavía un porcentaje abrumador de seres que pueblan el planeta no cuenta con esos derechos.
Seamos sinceros: lo de la fraternidad no se nos da muy bien.
Maite Espinasa se animó a escribir para La Vida de Nos una historia en la que cuenta la migración de su familia a Venezuela. A partir de esa experiencia, la autora continuó un viaje a través de su memoria familiar, que la llevó a producir este libro, Cerca del cielo, al cual pertenece este fragmento que hemos publicado.