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Mamá, ¿por qué no pides prestado?

Aníbal Misel | 14 jun 2023 |
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Jugó béisbol, practicó judo, pero desertó: después descubriría que su lugar estaba en el voleibol. Roger —que a sus 13 años ya medía casi 1 metro 80 centímetros— era talentoso. Formó parte de la selección del estado Carabobo. Un día el director técnico de la Federación Venezolana de Voleibol (FVV) lo vio en acción y se interesó en él. Yaya, la madre de Roger, no tenía dinero para respaldar la incipiente y prometedora carrera deportiva de su hijo. Pero no perdió la fe.  

FOTOGRAFÍAS: JACINTO OLIVEROS

—¡Me llamaron, me llamaron! —gritaba Roger.

El 9 de noviembre de 2022, Roger recibió la llamada que tanto había esperado: le acababan de decir que había sido elegido para formar parte de la selección infantil de voleibol que representaría a Venezuela en los Juegos Escolares Suramericanos, en La Asunción, Paraguay 2022.

En ese momento tenía 14 años y medía casi 1 metro 80 centímetros: era mucho más alto que sus compañeros de clases. Sin embargo, seguía siendo un adolescente que, cuando se emocionaba como aquel día, comenzaba a bailar por toda la casa. En dos zancadas llegó de la sala al cuarto de su mamá, Liliana Vásquez, “Yaya”, como la llama todo el mundo. 

Ella escuchó la algarabía de su hijo y se asustó. Intentó incorporarse para saber qué estaba pasando, pero su movilidad es bastante reducida por una artritis que padece desde hace años. Apenas vio a su hijo entrar, le preguntó el porqué de los gritos y el baile.

—¡Me llamó el entrenador! ¡Quedé seleccionado, mamá! ¡Voy a jugar! —le respondió.

Roger se inició en los deportes a los 8 años, cuando su familia vivía en Puerto Cabello, estado Carabobo, en el noroccidente de Venezuela. Sus tíos, que eran entrenadores de béisbol, animaron a Yaya a inscribirlo en las prácticas. Un par de meses en béisbol fue suficiente para que el niño se diera cuenta de que no le gustaba que el sol le pegara en el rostro. Luego Yaya lo inscribió en judo, pero tras varios incidentes durante los combates, donde los niños quedaban inconscientes por los golpes, él desertó.

Después de aquellas experiencias Roger solo jugaba “caimaneras” en cualquier sitio. En 2018, la familia decidió mudarse a San Diego, también en el estado Carabobo. En frente de su nueva casa, había un skate park donde los niños se reunían para jugar. Roger se incorporó rápidamente en ese grupo, e hizo amistades. 

En uno de esos juegos, en marzo de 2022, la señora Francis Inestrosa, mamá de una amiga de Roger, quedó impresionada al ver cómo saltaba en la cancha y cómo hacía los remates con el balón cuando jugaba voleibol con los chicos vecinos. Francis aprovechó para comentarle que la selección de voleibol de Carabobo realizaría un campamento para elegir a nuevos integrantes. Pero había un problema: Roger tenía 13 años y Yaya no podía acompañarlo.

Yaya había sufrido un accidente de tránsito en mayo de 2018 mientras conducía su moto. Días antes de mudarse a San Diego, iba junto a su hijo mayor cuando una camioneta perdió el control.

—¡Hijo, agárrate fuerte! —logró gritar antes de caer al pavimento.

Para resguardar a su hijo, Yaya trató de cubrirlo con sus piernas. En la caída, la rótula de una de sus rodillas fue desplazada. Ese trauma empeoró tras una segunda caída, cuando, ya con un andar difícil, tropezó con la raíz de un árbol y cayó sobre la rodilla sana.

Quedó postrada en cama por muchos meses, adelgazó y comenzó a desarrollar una artritis severa que le generaba dolores muy fuertes. La depresión no tardó en llegar. Yaya comenzó a asistir a la iglesia cristiana evangélica de su comunidad. Aunque su cuerpo seguía adolorido —hasta levantarse para hacer un café era un suplicio— en su interior había renacido el ánimo de años anteriores.

Cuando Yaya supo que Roger quería ir al campamento, se emocionó y quiso decirle que sí de inmediato, pero la realidad era que ella no estaba en condiciones de acompañarlo y no quería que fuera solo. La opción que más le convenció fue no dejarlo ir. Pero pasaba que Roger, por su talento, se había ganado el apoyo de vecinos, amigos y familiares que, como la señora Francis, sabían que él era bueno en voleibol. Uno de ellos era Sami, allegado a la familia, que buscó convencer a Yaya de que lo dejara ir. 

—Sami, eso queda muy lejos —le respondía Yaya. 

—Yaya, pero él tiene futuro. Tranquila, por favor, que yo lo llevo.

Después de que Roger le explicara detalladamente de qué se trataba la convocatoria y cuál era el itinerario, Yaya accedió a dejarlo ir en compañía de Sami. 

Roger resultó elegido y pasó a ser un deportista federado. 

Yaya sabía que de ahora en adelante tendría que esforzarse más para apoyar a su hijo. Aunque delante de ella estaba un hombre —enorme, de casi 1 metro 80 centímetros, de tez morena, brazos y piernas largas, abdomen plano y de musculatura definida, a quien cualquiera podía confundir con un adulto— Roger era su niño.

Pasaron tres meses desde que inició las prácticas con la selección de Carabobo cuando, el 16 de junio de 2022, se presentó la oportunidad de viajar por primera vez con la selección infantil de Carabobo a Yaracuy. Participaría en el Campeonato Nacional de Voleibol. Roger debía aportar para el transporte, la comida, la estadía y cualquier otro gasto. 

Pero Yaya no contaba con suficientes recursos económicos. Preguntando, y pidiendo apoyo, se enteró de que podía solicitar colaboración en la alcaldía. Tras hacer algunas diligencias y redactar una carta, que la esposa del entrenador de Roger le hizo el favor de consignar, le otorgaron una donación.

Al equipo de Carabobo no le fue muy bien en ese campeonato: no lograron pasar la fase de grupos y quedaron de 9no en la clasificación. Pero el talento de Roger no pasó desapercibido. El director técnico de la Federación Venezolana de Voleibol (FVV) lo vio en acción y le solicitó sus datos para tenerlo en cuenta por si se conformaba una selección infantil, en la que, aunque él ya era un adolescente, iba a poder estar.

Cuatro meses después, el 12 de octubre, la FVV lo invitó a Barquisimeto: estaría cuatro días entrenando y siendo evaluado para formar parte de la preselección infantil de Venezuela. Era una cita importante, porque de su desempeño allí dependería si iría o no a Paraguay ese año, a los Juegos Escolares Suramericanos. 

Lo llamaron un día antes de la cita.

—Debes estar a las 8:00 de la mañana en Barquisimeto si quieres ser seleccionado —le advirtió el entrenador.

Yaya no estaba preparada para esta nueva convocatoria. Mucho menos si le daban esta información así, de un día para otro: la familia no tenía dinero para el viaje y era imposible solicitar alguna ayuda en la alcaldía en tan poco tiempo. 

—Mamá, ¿por qué no pides prestado?

Roger, en su inocencia, le insistía. Quería encontrar una solución mágica. 

—Hijo, ¿cómo voy a pedir prestado para eso? ¿A quién le puedo pedir prestado? ¡No pedimos prestado ni para comer!

Yaya entró a su cuarto, se sentó en su cama y lloró. Le pidió a Dios que la ayudara. Yaya era una firme creyente, una mujer de fe. Buscó en su mente alguna forma de complacer a su hijo porque entendía que el deporte era importante para él, pero no encontró forma de reunir el dinero. 

Roger supo calmar las ansias que había experimentado al no poder asistir al campamento. Sin embargo, la nostalgia lo invadía cuando veía los estados de WhatsApp que sus compañeros compartían de la convocatoria.

Anhelaba estar allí, no podía ignorarlo.

Pasaron los días y Roger no dejó de entrenar, a pesar de la frustración que significó no poder ir a Barquisimeto y aceptar que no sería parte de la selección.

El 8 de noviembre publicó en su estado de WhatsApp algunos videos que mostraban su juego durante los entrenamientos. Entre sus contactos, estaba el delegado de la Asociación de Voleibol del estado Carabobo, quien lo llamó para que le pasara todo ese material. Intercedería por él ante el entrenador de la selección infantil de Venezuela. 

Y fue un día después, el 9 de noviembre, cuando recibió la llamada que tanto ansiaba. 

—¡Me llamaron, me llamaron! —gritaba Roger.

Lo aceptaron, pero con una condición: el entrenador le dijo que si hacía lo que vio en los videos se quedaba, si no, se iría. 

Roger debía viajar la siguiente semana a Caracas. Yaya vio a su hijo a los ojos y le recordó lo que le dijo el día que no pudo ir a Barquisimeto:

—Si Dios quiere, hijo, tú vas a cumplir todos tus sueños. No sé cómo lo hará Dios, pero confía.

Yaya abrió su cartera y sacó los últimos 20 dólares que le quedaban.

—Esto es lo que hay. ¡Te vas para Caracas!

El 13 de noviembre arreglaron sus cosas muy temprano, y unos amigos los llevaron hasta el terminal de Valencia. Durante el trayecto, la cabeza de Yaya no dejaba de dar vueltas: pensaba en los 20 dólares, en cómo haría para rendirlos; en sus rodillas; en cómo haría para viajar en autobús hasta Caracas. Cuando llegaron al terminal, una de las representantes le dijo que ella podía llevar a Roger, que no se preocupara, que él estaría bien. El entrenador también intervino y Yaya finalmente accedió a enviar a su hijo solo. Yaya pagó los 5 dólares del pasaje y los otros 15 se los dio para que tuviera algo para el camino.

Roger conocía muy bien la regla más importante: debía demostrar que era bueno en el juego. Por si acaso, reservó por varios días los 15 dólares que le dio su mamá, previendo que los tuviera que usar para regresar a San Diego si no lograba clasificar.

Durante dos semanas y media, Roger y sus compañeros entrenaban por la mañana y por la tarde. Solo se detenían para comer y dormir. El desempeño de Roger fue brillante y los entrenadores decidieron formalizar su fichaje al equipo. 

Yaya debía ir a Caracas para firmar las autorizaciones y retirar el pasaporte de su hijo. Pero se encontraba nuevamente con la necesidad de recursos para cumplir con las exigencias de la selección. Oró encerrada en su cuarto, como solía hacer, y recordó las palabras de un vecino que, cuando vio a Roger jugar, le recomendó que dejara al muchacho practicar, y que, si necesitaba algo y estaba en sus manos, él la ayudaría. Y así fue: lo contactó, le explicó y él le dio el dinero para ir a Caracas.

Yaya, siempre adolorida, llegó a Caracas el 21 de noviembre. Después de firmar las autorizaciones y terminar los trámites, pudo entrar a una de las prácticas del equipo: lloró de la emoción al ver los mates, los saltos, los rescates de balón… y cómo su hijo se veía tan grande, tan hábil, tan sano. 

No fue sino hasta que llegó el receso que Yaya pudo abrazar y besar a Roger.

—Mami, no llores.

—No, papi, lloro es de emoción.

Roger saldría el 4 de diciembre hacia Paraguay. El 7 de diciembre sería su primer juego contra la selección de Perú. El clima de Paraguay era muy caliente y debían adaptarse. La temperatura llegó a los 45 grados centígrados. Conocieron el gimnasio donde se llevaría a cabo el campeonato y pudieron realizar varios calentamientos antes de su primer juego.

Ganaron el primer encuentro con un marcador de 2 a 0. El segundo juego fue contra Bolivia, el tercero contra Chile y el cuarto contra Paraguay. Estos dos últimos fueron disputados en la jornada del viernes. Fue un día agotador. Terminaron a las 7:00 de la noche. La final sería al día siguiente contra Uruguay. Yaya vio por el teléfono los juegos que transmitieron. Cada vez que el narrador anunciaba un mate efectivo hecho por Roger, resonaba un grito en toda la casa.

El sábado 10 de diciembre, la delegación infantil de voleibol de Venezuela ganó con un marcador de 2 a 0. Venezuela quedó invicta. 

La entrega de las medallas fue el mismo sábado, y los muchachos volaron a Venezuela el día siguiente. En el aeropuerto los recibieron con una ceremonia y los llevaron directo a las instalaciones del Instituto Nacional de Deportes, en Caracas. Dos días después, el 12 de diciembre, Roger regresó a casa tras haber pasado un mes entero fuera. Estaba lleno de primeras veces: la primera vez que salía solo, la primera vez que visitaba Caracas, la primera vez que se montaba en un avión, la primera vez que formaba parte de una selección nacional, la primera vez que viajaba al exterior, la primera vez que ganaba una medalla de oro.

Yaya lo esperó en la puerta. Lo primero que hizo Roger fue entregarle la medalla a su mamá. Cuando ella la tuvo entre sus manos, pensó en todo lo que había costado alcanzarla. En los nueve meses de euforia desde el primer llamado para formar parte de la selección de Carabobo hasta ese día. “Vos también jugás”, reza el lema de los juegos escolares suramericanos.

Esa también era su primera medalla de oro. 

Aníbal Misel

Soy, ante todo, persona. En segundo lugar, una persona profundamente espiritual. Y, en tercer lugar, alguien comprometido con su propósito de vida. Al final de mis tiempos, me gustaría asentir al pensar que lo he logrado.
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