¿Se puede permanecer en un psiquiátrico sin ser un enfermo mental? ¿Se puede enfermar solo por estar ahí? María Bojato, quien dice haber nacido en Colombia, tiene más de 20 años en el Hospital Psiquiátrico de Maracaibo. Su historia es tan imprecisable como su edad y revela cuánto misterio puede esconder la naturaleza humana.
Fotografías: David Contreras
Sospecho que todo lo que contaré sobre María Bojato nunca podrá hacerle justicia a su verdadera historia. Solo tengo a la mano los retazos aislados e inconsistentes de su memoria, los testimonios de sus psicólogos y la mirada de sus enfermeras.
¡Ah! También tengo su historia médica.
Voy a empezar por el día que la leí por primera vez. El mismo día que la conocí a ella.
Petra, la enfermera más antigua del Hospital Psiquiátrico de Maracaibo, saca de un archivador un sujetapapeles en cuya portada se lee sobre un pedazo de tirro “María Bojato”. Ambos objetos son de metal. Frío y oxidado. En ese folio, que es el único registro escrito que hace constar la existencia de la mujer que tengo sentada al lado, también hay un 7 apuntado. Ese es el número de la sala donde María está internada, junto a 14 enfermas mentales.
En esas páginas transcritas a mano, con una tinta que ya se está borrando por el paso del tiempo, los psiquiatras de guardia la describen tras cada chequeo casi siempre con las mismas palabras: una paciente “de buena tolerancia, sin crisis de agitación, sin sintomatología alguna. Con buenos hábitos de higiene. Sin alucinación”. Es decir, la excepción de la sala.
Sin embargo, esos son los apuntes más recientes de su historia médica. Su acta de ingreso y los informes de sus primeros años en el hospital se extraviaron hace una década. Hasta su historia médica está destinada a contarse incompleta.
Cuando María entró al Hospital Psiquiátrico de Maracaibo por primera vez, lo hizo casi arrastrada por dos policías que la esposaron y la tomaron cada uno por un brazo. Los funcionarios, que esa mañana cumplían su guardia en el centro de la ciudad, la encontraron deambulando harapienta, descalza, con la mirada perdida y olor a marihuana.
Petra, vestida del blanco reluciente que caracteriza a las enfermeras, terminó con las sucias manos de María estampadas sobre su pecho cuando esta la empujó mientras la pesaba. No consiguió hacer que se tambaleara y, después de que la enfermera vio el número que marcaba la báscula, lo que sintió fue lástima. María, con su metro y medio de estatura, pesaba lo mismo que el promedio de un niño de 11 años: apenas 30 kilogramos.
La mujer, que aparentaba unos 40 años, llevaba más de una semana vagando por las angostas y concurridas calles del casco central de Maracaibo. En ese tiempo no había comido nada porque su estómago se resistía a aceptar los restos que encontraba en la basura de los restaurantes y tascas que abundan en la zona. Todo lo que se llevaba a la boca lo vomitaba. Desde ese día, María no ha conocido más hogar que las paredes desconchadas de este hospital, construido hace más de 100 años.
Cuando era pequeña, ni siquiera recuerda cuánto, María tuvo que dejar la primaria. Su madre enfermó del corazón y ella, la única hija que quedaba bajo el techo familiar, le tocó encargarse de las tareas de la casa. No le dio ni tiempo de aprender a leer o a sumar.
Además, tuvo que empezar a cultivar. Sus padres (y, antes de ellos, sus abuelos) eran los encargados de un sembradío donde se cosechaba yuca, maíz y plátano. Después de la ganadería, la agricultura era la segunda actividad económica de Fundación, un municipio al este de Magdalena, en Colombia, donde María nació y donde también le robaron la infancia.
Una madrugada, cuando tenía 14 años, su padre entró a su cuarto. Ella estaba sola porque era la menor de cuatro varones y cuatro hembras, y todos ya vivían fuera de casa. Mientras su madre dormía en la habitación de al lado, María lo escuchó abrir bruscamente la puerta. Después, cuando se acercó a su cama, olió su aliento a licor. Por último, sintió sus manos ásperas mientras intentaba quitarle la piyama. En ningún momento ella pronunció una sola palabra.
Esa era la primera vez que él intentaba violarla. Y también la última. Aprovechó los lentos reflejos del padre producto del alcohol para zafarse. Y al día siguiente, cuando su madre no le creyó, decidió irse de la casa.
María está sentada junto a mí, en el comedor que está en el recibidor de la sala 7, donde las pacientes comen a diario. Sus labios están pintados de rojo carmesí y sus mejillas en extremo sonrojadas. Sospecho que usó el mismo pintalabios para maquillarlas. En sus manos, una docena de pulseras tintinea con cada gesto que hace.
—Dile a la periodista, María, que lo que peleas es verga —dice Petra, detrás de un escritorio, con una sonrisa en la cara.
—Es que esas mujeres no ayudan en nada —responde, refiriéndose a las otras internas—. No ordenan la sala, no llenan la jarra de agua…
Eliberto Ramírez. Así dice María que se llamaba su “esposo”. Lo conoció en Los Andes venezolanos, adonde llegó a punta de dedo poco tiempo después de haber abandonado a sus padres. Él era el albañil de la finca donde trabajó por algunas semanas haciendo lo mismo que hacía gratis para sus padres: sembrando yuca, maíz y plátano. Con él dice que vivió 19 años.
Una vez que comenzaron a vivir juntos, María abandonó el trabajo. Pasaba el día cocinando, lavando ropa y limpiando la casa que compartía también con su cuñada y la pareja de esta. Se dedicó de lleno a cuidar al marido y, más tarde, a las hijas que vinieron una tras otra, sin mucho descanso. Ella dice que en total tuvo cuatro.
—Lo dejé porque tenía muchos problemas con él y con su familia. Y porque regaló a mis hijas.
—¿Por qué las regaló?
—Porque eran hembras —respondió con voz plana, como si ese argumento fuera suficiente razón para entregarlas—. A él casi no le gustan las hembras.
Cuando María dio a luz a su última hija, tuvo una complicación después del parto. Ella dice que no se cuidó lo suficiente, que metió las manos en agua fría. Y lo dice bajito, con la cabeza gacha, como si hubiese cometido un pecado.
—¿Y qué te hizo el agua fría?
—Me torció —responde de inmediato y me mira como si hubiese preguntando la más evidente de las obviedades.
—¿Te torció?
—Sí, no podía caminar ni pa’ atrás, ni pa’ lante. No me podía parar de la cama.
En esa condición de minusvalía que pareció provocar “el agua fría”, María no pudo hacerse cargo de las niñas. La bebé tenía ocho días de nacida. Y las demás no recuerda cuánto pero estaban “ahí, ahí, seguiditas”.
Así que su esposo, que no le gustaban las hembras, decidió regalárselas a una prima.
Esa razón bastó para que María, sin decirle ni una palabra, igual que con su padre 19 años antes, decidiera escapar de su casa.
Solo varios días después de su llegada al psiquiátrico, María comenzó a hablar con el personal médico. A la primera que le dijo su nombre fue a Petra. Mientras le colocaban una solución para hidratarla, le contó que había nacido un 23 de diciembre, pero que no recordaba el año.
Una de las primeras tareas que asumió Sahira, cuando comenzó a trabajar como periodista y encargada de relaciones públicas del hospital, fue buscar a los familiares de una docena de pacientes declarados en “abandono social”. Entre ellos estaba Bienvenido Roca, un comediante que en sus mejores años se hizo popular en Radio Caracas Televisión. Y estaba María, claro.
Sahira comenzó a trabajar en octubre de 1998 y lo primero que hizo fue sacarla varias veces en el periódico de mayor circulación en Maracaibo. Armó un aviso con su foto, el nombre, la edad que decía tener y los apellidos de sus familiares. Por varios años repitió el intento quijotesco de reencontrar a María con el hogar del que había huido hacía años. Y esperar que ese hogar se hubiese convertido en uno que no quisiera abandonar más.
Cuando María dejó a su pareja, emprendió rumbo una vez más sin un destino en particular. De cola en cola, terminó en Machiques de Perijá. ¿O fue en Cabimas? La verdad es que esa es una de las cosas que ella es incapaz de precisar. El hecho es que el siguiente apartado que puedo contar de su historia ocurrió en el centro de Maracaibo.
Allí, donde deambuló lo que pudo ser una semana o quizás mucho más, conoció al “Guajiro”. Encontró compañía en este hombre de edad e identidad indeterminada con quien tuvo relaciones sexuales en callejones oscuros y parajes solitarios. Esos momentos los guarda en la memoria con cierta dificultad debido a los efectos de la marihuana que él le regalaba. Ella dice que fue él quien la contagió de VIH.
Sin embargo, las enfermeras, comenzando por Petra, cuentan otra versión. Para ellas, María cayó en manos de los prostíbulos que abundan en la zona central, donde la hicieron adicta a la cocaína y a la marihuana para mantenerla controlada. Y allí, mientras pasaba de mano en mano, de cuerpo en cuerpo, como un objeto gastado, la contaminaron. Y, paso siguiente, la despacharon.
—¿Qué tienes, María? —le pregunto cuando la veo sobarse la mejilla despacio.
—Me duele la muela. Yo creo que tengo una caries.
—¡Ay, María! ¡Una caries! —dice Petra preocupada—. Hay que llamar al odontólogo porque en tu condición la muerte puede empezar por una caries.
Los psicólogos dicen que María puede tener una discapacidad intelectual producto de la falta de estimulación académica cuando era niña. Algunos de sus médicos le calculan una edad mental de cuatro o cinco años. Otros aseguran que su edad es difícil de definir porque, a pesar de su ignorancia, a veces, cuando juega dominó o cuenta los billetes para comprar cigarros, los sorprende con su capacidad para hacer operaciones lógicas y memorizar.
En más de 19 años, María también ha aprendido otras cosas en el hospital. Sabe distinguir, por ejemplo, el temblor sutil de la mano derecha que precede el ataque epiléptico de su compañera de sala. Puede diferenciar los pacientes con trastorno bipolar de los esquizofrénicos. Logra bañar, tan diestramente como una enfermera, a María Muñoz, una joven con retardo mental severo.
María sabe muy bien de quién debe cuidarse y a quién debe cuidar.
–¿Y qué hiciste hoy, María?
–Nada, lavé el baño.
Al asomarse por la reja que contiene a las pacientes de la sala 7, pueden verse 15 camas dispuestas una al lado de la otra, en ambos lados de la estancia. No hay aire acondicionado, a pesar de que la temperatura en la ciudad puede llegar hasta 45 grados.
–¿Cuál es tu cama, María?
–La de la sabana azul. La que está más ordenada.
María siempre ha servido a alguien. Servir es lo único que sabe. De allí su deseo compulsivo de mantener todo limpio y ordenado.
–¿Te gusta vivir aquí, María?
–Sí, pero ya me quiero ir a mi casa.
¿Cuál casa?, me pregunto yo. Ella huyó de los dos únicos hogares que tuvo. Pero ahora, después de más de 20 años en el Hospital Psiquiátrico de Maracaibo, quiere volver a casa.
Esta historia fue escrita en el Seminario de Periodismo Narrativo “El pulso y alma de la crónica”, de Cigarrera Bigott, en 2017.