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Mateo 25:36

Elis Huiza | 2 jun 2021 |
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Cuando en 2017 a Erickvaldo Márquez lo metieron preso acusado de asesinar a un trabajador de la gobernación de Mérida, le faltaba poco para terminar sus estudios en la Universidad de Los Andes. Un juez lo dejó en libertad en 2020 porque no encontró pruebas en su contra, pero la Fiscalía apeló la decisión. En prisión, el 24 de marzo de 2021, este joven defendió su trabajo de grado.

Fotografías: Álbum Familiar 

 

Con el paso del tiempo, Erickvaldo Márquez ha ido poniéndose pálido. Pocas veces recibe luz solar. En el retén casi no hay iluminación, solo algunas celdas tienen bombillos. Hay un tragaluz a través del cual la policía, desde afuera, puede vigilar a los presos. Por allí se cuela un poco la claridad. Erickvaldo mira hacia arriba y siente que hoy, 24 de marzo de 2021, el sol brilla más que nunca.

Sabe que será un gran día, uno muy distinto a los que ha vivido los últimos años. Recién le cortaron el pelo y viste de saco y corbata. Está ansioso. Del otro lado de los barrotes, unos policías limpian el salón Simón Bolívar, a donde lo llevarán para que, junto a su familia y profesores, defienda la tesis de grado que escribió en prisión. Mientras repasa las líneas de su exposición, se siente emocionado.

 

Erickvaldo tenía 24 años y estudiaba educación física en la Universidad de Los Andes. Para graduarse le faltaban dos materias, el servicio comunitario y la tesis. El lunes 24 de abril de 2017, un primo suyo estaba de cumpleaños. Amigos y familiares se reunieron en una casa con piscina que alquilaron en el sector Santa Rosa, en la zona norte y alta de la ciudad de Mérida. Luego de un día espléndido, al final de la tarde, los llamaron para informarles que una tía abuela de la familia había muerto. La celebración llegó a su fin: Erickvaldo hizo dos viajes en su moto para bajarlos a todos.

En la ciudad había protestas en contra del gobierno de Nicolás Maduro, por lo que varias vías estaban trancadas. Fuerzas de seguridad y civiles armados reprimieron las manifestaciones. En medio de los enfrentamientos, cerca del viaducto Campo Elías, a unos cinco kilómetros de donde se encontraba Erickvaldo, asesinaron a Jesús Sulbarán, trabajador de la gobernación de Mérida.

El tiempo pasó. Llegó la mañana del 13 de septiembre, casi cinco meses después, y miembros del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc) llegaron al negocio de víveres y licores de Zulay Moreno, la mamá de Erickvaldo, para llevárselo a él a un interrogatorio “nada más”. No tenían orden de aprehensión.

Cerca del local, el muchacho sacaba copias en una papelería para un trabajo de la universidad cuando lo detuvieron.

—Hijo, ¿qué pasó? —le preguntó Zulay, al verlo entrar al negocio escoltado por dos hombres vestidos con chaquetas y gorras negras.

—No lo sé, mami —le respondió Erickvaldo, llevándose las manos a la cabeza.

A los pocos días fue acusado del homicidio de Sulbarán por la Cuarta Fiscalía del Ministerio Público.

La vida, entonces, comenzó a ser otra.

 

Durante el primer mes preso, Erickvaldo estuvo en el Cicpc junto a otras 10 personas en una pequeña celda de no más de 4 metros cuadrados. Quería que lo liberaran pronto. Deseaba estar para el nacimiento de su hija Lía.

Desde allí lo trasladaron al Centro de Inteligencia Policial de Mérida y tiempo después al Retén de Glorias Patrias, donde todavía permanece: es un espacio pequeño, para no más de 30 personas, hacinado con 250 hombres que comparten lo poco que tienen.

La única prueba en contra de Erickvaldo son las declaraciones de un testigo que nadie sabe quién es porque la Fiscalía se ha reservado su identidad y porque nunca ha asistido a las audiencias del juicio. Más de 10 testigos se han presentado en tribunales para confirmar que Erickvaldo sí pasó el 24 de abril de 2017 en el cumpleaños de su primo. Hasta le han mostrado al juez el contrato de alquiler de la casa con piscina en la que estuvieron aquel día.

Ya han pasado casi cuatro años.

En diciembre de 2020, como el juez no halló pruebas incriminatorias, dictó una sentencia de libertad plena para Erickvaldo. Zulay se emocionó mucho, pero fue una alegría efímera: en esa misma audiencia la fiscal apeló la sentencia, y eso impidió que liberaran al joven.

Zulay no deja de rogarle a Dios y a los ángeles que su hijo vuelva a casa. Desde que empezó la pandemia de covid-19 no lo puede visitar tan seguido. Cuando se lo permiten, le lleva comida y ropa. Él quiere compartir con la pequeña Lía, que ya está por cumplir 4 años y comienza a aprenderse las vocales. Cuando no dejan que ella entre a visitarlo, le grita desde la cárcel y la niña le responde desde afuera.

 

“No debe faltar mucho para que me suelten y no quiero perder tiempo”, pensaba cuando estaba en el Centro de Inteligencia Policial de Mérida. Allí se le ocurrió que para sobrellevar el encierro, para sentirse libre, debía tener la mente ocupada. ¿Y qué mejor manera que seguir con los planes que tenía antes de que todo esto comenzara? Decidió continuar con sus estudios aunque estuviera tras los barrotes.

Su mamá habló con los profesores de las dos materias que le faltaba cursar. Ellos establecieron para Erickvaldo un plan de estudios a distancia. Le asignaban tareas y a través de los policías le hacían llegar apuntes de clases. Su mamá le llevaba libros, guías, hojas y lápices. Los domingos y miércoles, durante las visitas, se sentaba a pasar en limpio las palabras garabateadas que había apuntado en las madrugadas, que era cuando había silencio en el penal y podía concentrarse. Nunca perdía el entusiasmo aunque todo parecía en contra: en el lugar solía irse la electricidad; a veces no había agua ni para cocinar; Erickvaldo compartía entonces sus porciones de comida con sus compañeros que no tenían nada que comer.

Después de aprobar las dos asignaturas, hizo el servicio comunitario en la misma cárcel, para lo cual la universidad le dio facilidades.

Y luego comenzó la tesis. Se propuso diseñar un programa de actividades físico recreativas para privados de libertad. La profesora Doris, su tutora, le pedía permisos especiales al juez y a la policía para que la dejaran reunirse con su estudiante. De vez en cuando, entraba como visita a asesorarlo. Llevaba su laptop y en las bancas de cemento se sentaba junto a Erickvaldo y a su madre para revisar los adelantos del proyecto. Y cuando no podían verse, él le dejaba los borradores con los policías.

Su trabajo propuso alternativas: que retazos de telas amarrados se conviertan en cuerdas para saltar; que envases de plástico llenos de agua o tierra hagan las veces de pesas; que los pasillos se transformen en canchas improvisadas y que en hojas de papel se dibujen tableros de ajedrez para jugar con fichas de mentira.

Algunos presos decían que Erickvaldo estaba loco. Le insistían en que no tenía sentido que siguiera estudiando, que para qué seguía con ese empeño de graduarse si igual estaba preso. No les prestó atención. Y con el paso del tiempo dejaron de criticarlo. Al contrario, había un compañero que cuando lo veía escribiendo se le acercaba:

—Erickvaldo, yo lo ayudo a que estudie —le decía.

 

Faltaban tres días para la defensa de su trabajo cuando a los presos les informaron que la policía y otros cuerpos de seguridad iban a hacer una requisa dentro del retén. Es común que en las requisas los funcionarios “desaparezcan” lo que consiguen a su paso. Erickvaldo tuvo miedo de que encontraran y se llevaran la laptop que su mamá le había entregado para que hiciera las diapositivas de su presentación.

Antes de empezar la requisa, sacaron a todos los reclusos de sus celdas. Erickvaldo salió de último esperando que algún policía interviniera en su favor y le explicara a los demás por qué tenía una computadora. Pero ninguno lo hizo. Cuando encontraron el equipo, entró al lugar y con las voz firme les pidió que no se lo llevaran. Sus compañeros, desde afuera, lo apoyaban. Entonces el director del retén apareció y dijo:

—Este joven está haciendo las diapositivas de su tesis. Está estudiando y se quiere graduar. Devuélvanle la laptop.

Y así lo hicieron.

En las noches siguientes a la requisa, a Erickvaldo le dieron permiso de salir al pasillo a hacer sus diapositivas junto a los policías. Así no tenía que estar en la incómoda celda sentado en una colchoneta sobre un cartón humedecido por las filtraciones del techo. Mientras las hacía, conversaba con dos de los funcionarios y con otro preso a quien también le habían dado permiso para que lo ayudara. Le sugerían colores para las láminas, lo ayudaban con la selección de imágenes y le enseñaban funciones avanzadas de PowerPoint.

En una ocasión uno de los policías le dijo a la mamá de Erickvaldo:

—Ayudo a su hijo porque quiere superarse. Lo apoyo porque quiere estudiar y salir adelante.

 

Son las 10:00 de la mañana. Erickvaldo ensaya su discurso antes de entrar al salón Simón Bolívar del retén. Lleva un tapabocas deteriorado y su madre le entrega uno nuevo.

—Por favor, quítele las esposas. No deje que lo vean entrar así—le suplica al policía.

—No puedo, señora. Disculpe —le contesta en un susurro, como para que los demás no lo escuchen.

El salón tiene techo alto y las paredes de ladrillos. Hay un par de mesas redondas con manteles y flores de colores. Sobre ellas, la laptop y el video beam. Unas 15 personas —entre el jurado, familiares, allegados y la decana de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Los Andes— esperan a Erickvaldo. Al verlo entrar esposado, se sorprenden. Erickvaldo levanta sus manos y deja ver cómo le quitan las esposas. Visiblemente nervioso, toma aire y agradece la presencia de todos en ese día tan importante para él. Entonces comienza su exposición.

Al terminarla, recibe una ovación de pie.

—¡Libertad, libertad, libertad! —comienzan a gritar los presentes.

Algunos se secan las lágrimas.

El personal del retén también aplaude.

Su tutora describe la defensa de Erickvaldo como “magistral”. El jurado califica el trabajo con 20 puntos y le otorga la mención publicación. Es la primera vez en la historia del sistema penitenciario de Venezuela que un privado de libertad ha defendido en la cárcel su tesis de grado.

Él da las gracias a Dios y a todos los que lo apoyaron. En la última diapositiva blanca y azul, lee esta cita:

“Estuve en la cárcel y viniste a mí” —Mateo 25: 36.

 

Esta historia fue desarrollada en el taller “Tras los rastros de una historia”, impartido a través de nuestra plataforma El Aula e-nos, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.

Elis Huiza

Estudio 4to año de comunicación social en la Universidad de Los Andes. La vida se compone de las pequeñas cosas que no vemos o dejamos pasar, cierra los ojos y abre el corazón. #SemilleroDeNarradores
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