Desde principios de año, se sabía que los tanques de agua que surten al hospital J.M. de los Ríos, en Caracas, estaban contaminados. De esa agua se sirve el servicio de Nefrología. En diciembre, tocaba hacerle mantenimiento a las máquinas de la sala de hemodiálisis. Se dejó pasar y continuaron dializando a los niños como siempre. Cuatro de ellos han muerto en dos meses. Liliana, una mujer de Ocumare del Tuy, tiene allí a su hijo Deyvis, de 6 años, y teme por su vida.
Fotografías: Juan Pablo Bellandi
Deyvis Román tiene 6 años pero aparenta menos. Es moreno, no llega a 1,20 metros de estatura y su madre asegura que pesa 13 kilos 800 gramos. Cuesta creerlo de tan menudo que es. Concentrado, juega con sus carritos sobre la camilla del hospital. Solo lo interrumpe el tono polifónico del celular.
—Mami, papi quiere hablar contigo —dice con voz aguda.
Más tarde pide agua. La sed lo inquieta.
Es paciente renal y está hospitalizado en el J.M. de los Ríos. Allí, en dos meses, médicos, enfermeras, familiares y pacientes han visto, uno a uno, a cuatro niños morir por un brote de bacterias en la sala de nefrología. Con el corazón sobresaltado, temerosas, las madres de los niños no dejan de preguntarse quién será el próximo.
Deyvis debe dializarse tres veces a la semana. Para ello tiene un catéter que sobresale por su cuello. Está tapado con vendas y gasas, pegado a su piel con adhesivo blanco. A través de esa manguera se conecta una y otra vez con una máquina que hace las veces de sus riñones. En teoría ese aparato debe limpiar su sangre y su organismo de impurezas. En teoría, ese aparato debe mantenerlo con vida. En teoría.
Lo diagnosticaron a los 2 años y medio. Durante los meses siguientes y hasta los 5 años, le controlaron la enfermedad con un tratamiento oral, una rígida dieta y consultas semanales. Pero un día llegó muy débil al hospital y los exámenes sanguíneos arrojaron la urea muy alta. Esta sustancia tóxica, de la que los mamíferos nos deshacemos a través de la orina y el sudor, ocasionó que el niño dejara de comer, y lo condujo a la desnutrición crónica. Hubo, entonces, que optar por la hemodiálisis para purificar su sangre.
Tiene los brazos y piernas muy delgados y además el torso ladeado hacia la izquierda. Algunas cicatrices, de pinchazos y vías, se asoman por sus antebrazos y cuello. Liliana recuerda que el primero de los catéteres de su hijo lo tuvo en la pierna derecha. A través de una inyección, en el pliegue entre su muslo y la ingle, le ajustaron una diminuta vena plástica. Esta, a su vez, estaba conectada a dos vías que sobresalían fuera de su cuerpo como alas de mariposa. Por una expulsaba lo tóxico y por la otra entraba lo oxigenado. Esa primera sesión, en noviembre de 2015, le iluminó el semblante.
El Servicio de Nefrología del Hospital de Niños José Manuel de los Ríos, en Caracas, atiende a unos 30 niños de todos los rincones de Venezuela. Es el único centro público que cuenta con la maquinaria necesaria para realizar hemodiálisis a bebés o niños que pesen 10 kilos o menos. Los aparatos fueron donados hace varios años y, entre ellos, hay una máquina de ósmosis cuya función es procesar el agua que será utilizada en el área. Todos esos equipos deben recibir mantenimiento cuatro veces al año.
Este 20 de junio de 2017, una mujer vestida de beige y rojo, perteneciente a la Milicia Bolivariana, llega al piso 4. Saluda a los rostros conocidos y cuestiona a los desconocidos. Desde que empezaron a producirse las muertes, los periodistas han llegado hasta ese piso a husmear, cosa que le disgusta a los directivos. Ella está ahí, precisamente, para evitarlo.
Las perfectas y relucientes paredes blancas, pintadas hace poco, desentonan con el resto de los pisos. A escasos pasos, en la puerta de la sala de hemodiálisis, cajas mal colocadas, un pedazo de techo caído y otras paredes, verdes, desconchadas, recuerdan que se trata de un hospital en crisis.
En el último trimestre de 2016, un grupo de expertos de la Universidad Simón Bolívar visitó las instalaciones para evaluar su infraestructura, y constató que el centro de salud funciona a menos de 30% de su capacidad. Entre otras cosas, midieron la calidad del agua que corre a través de las tuberías. Esas que tantas veces han explotado y que han culminado en infecciosos botes de aguas servidas. Entre los resultados, alarmó la contaminación de los tres tanques que surtían a diversos espacios, entre ellos al Servicio de Nefrología. Hasta partículas de heces fecales se llegaron a encontrar dentro de los estanques.
En diciembre tocaba hacerle mantenimiento a la planta de ósmosis que reposa en la sala de hemodiálisis, pero no hubo presupuesto para tal fin. Se dejó pasar y continuaron dializando a los niños como siempre.
Las complicaciones no tardaron en llegar.
En febrero de 2017, un primer brote de la bacteria estafilococo atacó, al menos, a nueve pacientes del servicio. El diagnóstico se agravó porque algunas madres no contaban con los recursos económicos suficientes para realizar la prueba de sangre. En el laboratorio del principal hospital pediátrico del país no había materiales ni reactivos para despejar sus dudas.
La colchoneta roída de Liliana, la madre de Deyvis, se encuentra estirada, aplastada contra el piso de granito y pegada a la pared que sostiene la ventana del cuarto. No es lo suficientemente sólida para aguantar el cuerpo robusto de la mujer que hoy luce ropa ajustada y una cola alta que estira el poco cabello que cubre su cabeza.
Ella y su hijo cumplirán cuatro meses apretujados en una habitación que comparten con otro niño y otra madre, en Nefrología. Y con los familiares de ellos, que constantemente van a visitarlos y pasan tardes enteras escuchando radio, o viendo algún programa en el pequeño televisor que comparten.
Son muchas semanas sin estar en su casa, en Ocumare del Tuy. Su hogar está vacío casi todo el día. Su otra hija, de 10 años, ahora vive con la abuela, quien la cuida mientras tanto. Su esposo llama continuamente para saber sobre la salud de su pequeño, pero poco se le ve: debe trabajar mucho para mantener a la familia.
Liliana, cuando puede, teje bolsas plásticas para darle forma a carteras y estuches que se esfuerza en vender. Con el dinero que recibe por sus manualidades compra medicamentos para su hijo, o insumos básicos que escasean en el hospital: guantes, gasas, yelkos, inyectadoras. Últimamente lo gasta en exámenes médicos.
Deyvis, intranquilo, agita el celular para que Liliana le conteste a su papá.
—Dile que estoy hablando con una chica —le pide. Pero él la ignora y continúa llamando su atención insistentemente hasta lograr que ella agarre el teléfono.
—Estoy hablando con una periodista, llámame más tarde —dice y cuelga.
En abril, Deyvis estaba sentado en la máquina de hemodiálisis que le correspondía ese día. Como en oportunidades anteriores, la enfermera le advirtió:
—Espera tranquilito, no te muevas mucho y descansa.
El niño obedeció, pero luego de 34 minutos conectado empezó a sentirse extraño. La cabeza, pequeñita, le dolió intensamente. Su cuerpo, débil, ardía en fiebre y su estómago no aguantó: al ponerse de pie, vomitó lo poquito que había almorzado. Regresó a su asiento. Estaba demasiado agotado para llorar.
La reacción, supo después Liliana, era producto de la infección que había pescado. Fue el primero de los 18 niños que se contagiaron de bacterias mucho más tenaces que el estafilococo durante aquella semana. Encendidos en fiebre, sufriendo dolores y con gran debilidad, uno tras otro fueron hospitalizados.
Klebsiella y pseudomona son los nombres que llevan los agresivos microbios que entraron al cuerpo de los pequeños. Para atacarlas, es vital un tratamiento riguroso con antibióticos de largo espectro. El que había disponible en el hospital, Meropenen, estaba vencido desde hacía dos años. Esto no impidió que lo administraran. A todo riesgo las madres lo autorizaron, porque no había manera de comprarlo por otro lado.
Pero a Raziel Jaure no le dio tiempo, siquiera, de cambiar de tratamiento. Murió el miércoles 3 de mayo de 2017. Tenía poco más de una semana hospitalizado. Su fallecimiento sería el primer golpe del mes más triste que vivirían muchos en ese hospital. A sus 11 años, el niño no aguantó y perdió la batalla contra la enfermedad, contra la falta de medicamentos, contra la bacteria. Corrió el rumor, rápidamente, de que la causa había sido un dengue, pero en cuestión de horas se determinó que las bacterias habían hecho estragos en su sangre.
El lamento creció ocho días después cuando un segundo niño, Samuel Becerra, dejó de respirar. Su madre, Judith, fue una de las que denunció ante medios de comunicación y entes públicos la situación irregular que sufrían los niños de Nefrología. Con resignación dijo que se vieron obligados a darles antibióticos vencidos porque eran los únicos que brindaba el hospital y que hasta esos se agotaban a veces.
La doctora Belén Arteaga, jefa del servicio, dijo en ese momento que un grupo de pacientes no estaba respondiendo de forma positiva al tratamiento que se les daba. Que quizá esto ocurría porque muchas veces debían cambiar de antibiótico por falta de stock.
Las bacterias se convirtieron en superresistentes. Organizaciones, fundaciones y privados se movieron rápidamente para conseguir nuevas medicinas, mientras del lado del hospital se negaban a admitir responsabilidad alguna en las muertes de Raziel y Samuel. Eso sí, enviaron a un grupo de personas del Instituto Nacional de Higiene para saber el porqué del brote infeccioso y, posteriormente, contrataron a una empresa purificadora que evaluó concienzudamente cómo podía aligerar la contaminación del agua. Optaron por unas pastillas de cloro que introdujeron en el tanque principal.
Dilfred Jimenez, el paciente más antiguo de hemodiálisis, murió el 22 de mayo a sus 16 años.
—Pobrecito mi amiguito —le dijo Deyvis a su madre cuando le repitió la misma historia por tercera vez.
–Hijo, tu compañerito se fue al cielo. Dios se lo llevó.
Pero por dentro Liliana moría de angustia pensando que el próximo podía ser su Deyvis. Se preguntaba qué hacer, cómo evitar que a su bebé se lo llevara también la enfermedad. Se preguntaba si hacía lo correcto, si su esfuerzo era suficiente. Si tuviera más dinero, ¿podría asegurarle la vida?
Los padres de los niños más grandes se movieron de inmediato para conseguir un cupo en la sala de hemodiálisis de otro hospital. Pero los 13 kilos 800 gramos de Deyvis estaban demasiado cerca del límite. Las hermanas de Liliana se enteraron de que en la mayoría de los hospitales admitían a quienes pesaran más de 30 kilos.
Los niños le agarraron pavor a la diálisis. Ahora se resisten y lloran antes de entrar a la sala. Los que están limpios temen contagiarse, y los que tienen bacterias, temen empeorar. Muchos borraron sus sonrisas y se ven deprimidos. Los más grandes se preguntan, con sus caras largas, “¿Quién será el próximo?”.
Este 25 de junio, la familia de Nefrología se enlutó por cuarta vez desde que empezó el brote más mortal. Daniel Laya, un bebé de 2 años, murió tras complicaciones con su catéter intracardiaco, infectado con las bacterias. A raíz de su fallecimiento, el Ministerio Público designó un fiscal para las investigaciones. Días antes, en cadena nacional, el presidente Nicolás Maduro anunció la entrega de 79 millones 500 mil bolívares para el acondicionamiento del hospital.
Pero para Liliana esto no garantiza una solución. Su hijo continúa infectado. Por eso, al lado de su camilla, el gotero tiene escrito en una cinta adhesiva “Meropenen”. Para evitar males peores durante el brote, estuvo un mes sin diálisis, pero su salud desmejoró. Le cambiaron el catéter, y aunque la semana siguiente estaba libre de bacterias, pocos días más tarde, nuevamente, la klebsiella apareció en los exámenes.
—Ninguna bacteria va a decidir hasta cuándo vivirá mi hijo. Solo Dios sabe hasta cuándo va a resistir Deyvis —asegura ella para darse ánimo.
Esta historia fue escrita en el Seminario de Periodismo Narrativo “El pulso y alma de la crónica”, de Cigarrera Bigott, en 2017.
Esta historia forma parte del libro Días salvajes, 15 historias reales para comprender el colapso de Venezuela (Ediciones Puntocero), primer volumen colectivo de La vida de nos.