A sus 7 años, Eloi Yagüe Jarque salió de Valencia, España, y llegó —el 19 de abril de 1965— a La Guaira, Venezuela. Luego de cinco décadas en las que hizo una vida aquí —se convirtió en periodista, profesor universitario y escritor— retornó a sus raíces buscando juntar los fragmentos que necesitaba de ese espejo opaco que es la memoria.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
Valencia, la de España, amanece el sábado con un sol radiante, un cielo despejado, el canto alegre de los pájaros. El sol anuncia los calores veraniegos que no han llegado todavía pero no tardarán en achicharrarnos. Desde mi ventana veo el Parque del Oeste, donde altos pinos conviven con palmeras. Hay muchas en esta ciudad a orillas del Mediterráneo, donde nací un día ya lejano del verano de 1957.
Desde tiempos inmemoriales, sábado para mí es sinónimo de día de mercado, así que salgo con mi carrito a buscar las provisiones de la semana. Antes de salir, chequeo con mi esposa y mi hijo menor la lista. En ella figuran al lado del aceite de oliva, del queso manchego y del jamón serrano, yuca, plátano, harina de maíz (harina PAN, aunque la de Mercadona es más barata).
Con mi lista mestiza salgo a la calle, no sin antes botar la basura orgánica. Paso frente al kiosko Amparo, donde suelo recargar la tarjeta del bus. La invasión a Ucrania acapara los titulares de la prensa. No es para menos: estamos en un continente en guerra, se siente en los precios del combustible y del gas. Me pregunto si ir por la avenida Tres Forques o por la calle Mariano Ribera (que no se llama así en honor al compositor de Canchunchú Florido). Me decido por la avenida, pues el sol (ya es mediodía) pega fuerte y por eso llevo mis gafas tintadas. “Lentes de sol”, diría en Venezuela. A veces, sin darme cuenta, traduzco mentalmente las palabras para nombrar las cosas de otro modo a fin de hacerme entender en este país en el que ahora vivo.
Atravieso la plaza de Patraix, donde, pese al calor, algunos niños juegan con un balón de fútbol. El bar Patraix, por supuesto, ya está hasta el tope. En la terraza hay mesas debajo de un toldo pero algunos osados se sientan a pleno sol. Han sido meses de frío y, además, de los coletazos del confinamiento. Los valencianos quieren salir, disfrutar de la vida. Por si fuera poco, la semana pasada hubo lluvias inusuales en la comunidad valenciana, con mediciones de hasta 200 litros por metro cúbico, y algunos pueblos se anegaron.
Cada vez que llueve así me acuerdo de la gran Riada de Valencia de 1957, el año en que nací. La madrugada del 13 al 14 de octubre llovió tanto que se desbordó el río Turia que atravesaba la ciudad; en algunos barrios el agua superó los dos metros. También me acuerdo de la Tragedia de Vargas, que ocurrió el 16 de diciembre de 1999, un año después de que Chávez ganara las elecciones.
Una tragedia natural unida a una tragedia cultural.
—Entonces, Javier, ¿cómo está la vaina?
Javier tiene un puesto llamado Tierra de Gracia en el mercado de Jesús. Es venezolano pero lleva tantos años en España que ya obtuvo la nacionalidad. Su esposa, Carmela, cocina delicioso y hace comida por encargos. De más está decir que en diciembre no se da abasto para hacer tantas hallacas.
Javier vende productos venezolanos hechos en diversos lugares del mundo. Diablichos (los famosos diablitos) hechos en Albacete; harina Pan fabricada en Italia; galletas Susy y Cocosette made in Colombia. Los sábados en la mañana el puesto de Javier se convierte en un animado lugar de encuentro de venezolanos que, con una birra Amstel en la mano, cotillean (chismean), echan vaina y hablan mal del gobierno, para variar.
Javier me presenta a Alfredo (llamémoslo así) que fue profesor universitario, y a su mujer. Ambos son llaneros: él de Barinas, ella de Apure. Él es un tipo dicharachero, echador de cuentos.
—Yo conocí a Chávez, tomé cerveza con él. Yo era copeyano, como su papá —dice con el bote (lata) en la mano.
“Yo era” es la conjugación verbal que más utilizan los venezolanos aquí, y supongo que en cualquier parte del mundo a donde hayan emigrado. “Yo era profesor universitario”. “Yo era abogado”. “Yo era psicóloga”, me dice Elena, una compañera del curso de idioma valenciano. Pero no dejamos de ser lo que somos solo porque nos desplacemos. Somos lo que somos aquí o allá.
Este animado grupo en la esquina del puesto de Javier no se amilana con nada. El humor es la consigna. Carlos cuenta que un venezolano obtuvo la concesión del restaurante de un centro de jubilados en la cercana calle Cuenca y que prepara muy bien todo tipo de comida venezolana. “Habrá que ver si los viejitos pensionados se animan a probar arepas, cachapas y pabellón criollo”.
Pago a Javier los tesoros que le compré y me dice que el pakistaní de una tienda cercana vende plátano. Hacia allá me dirijo y le compro plátanos y yuca.
Gladys, mi esposa, prepara el pabellón. El aroma de las caraotas y de la carne mechada se extiende por toda la casa y sale por las ventanas del piso (apartamento) hacia el patio de luces (patio interno) de la finca (edificio). Más tarde, Ricardo, mi hijo menor, hará el arroz y yo freiré los plátanos. Es nuestro pequeño ritual por lo menos una vez al mes. También hago arepas. Aprendí a hacerlas pues me gustan mucho y en mi familia española nadie sabía prepararlas. Lo que sí me enseñó mi abuela fue a hacer el sofrito, básico en todo plato español y esencial para hacer una buena paella.
El 19 de abril de 1965, mi abuela Felisa, mi tía Pilar y yo nos montamos en el barco Virginia de Churruca, de la compañía Trasatlántica Española, anclado en el puerto de Barcelona, con destino al puerto de La Guaira, a donde llegamos el 3 de mayo, según consta en los sellos de los pasaportes. También el sello de la visa emitida por el Consulado de Venezuela en Barcelona, explicita que es “por tiempo indefinido”. Y vaya que sí, vivimos muchos años en La Candelaria, que era el barrio español de Caracas. Allí fallecieron mi abuela Felisa, mi tía Pilar y mi madre, Amparo, quien había llegado a Venezuela en 1960, antes que nosotros.
En 2018 obtuve el premio de la editorial valenciana Spectrum Arts, con un libro, Ellos eran tan bellos, que inicialmente quiso ser una crónica familiar y terminó siendo una novela sobre el romance de mis padres en la España franquista y el puente que me llevaría de nuevo a mi ciudad natal.
El 19 de febrero de 2019 llegué con mi familia a Valencia. Caminar de nuevo por las calles de la ciudad donde nací y viví los primeros años de mi vida es emocionante. Al principio me provocaba saludar a casi todas las personas que veía, pues todas me parecían familiares o, al menos, conocidas. Yo estaba en busca de mi padre. De él solo me quedan algunos dibujos, un autorretrato al óleo y una foto donde aparezco en sus piernas, pocos días antes de su muerte. Mi madre no quiso hablarme de él, fue un golpe muy duro y simplemente no quería recordar para no sufrir. Cuando quedó viuda a los 20 años, ya tenía planes de emigrar a Venezuela con mi padre.
Yo sabía muy poco de él. Me propuse juntar las piezas que me faltaban del rompecabezas para reconstruir su figura en mi mente. Lo primero era obtener su partida de nacimiento. Un día me monté en un autobús que me llevó a la Ciudad de las Leyes. Allí di los datos y me dijeron que la pedirían a Xátiva, municipio del sur de Valencia, donde había nacido. En dos semanas me llegó por correo el documento. Lo segundo fue pedir la partida de defunción, así me enteré —finalmente— de la causa de su muerte: enfermedad de Hodgkin, que puede ser fatal para varones jóvenes (murió a los 25 años).
Lo tercero, y más difícil para mí, sería ir al cementerio.
Al igual que en Caracas, el Cementerio General se halla al sur de la ciudad, tan cerca de donde vivo que puedo ir caminando. La primera vez fui con temor, las piernas me temblaban. Entré en la oficina y pregunté por él. Me dieron el número de pasillo y de nicho. Ahora voy con frecuencia a visitarlo y a limpiar la lápida carcomida por el tiempo.
Voy a cumplir 65 años. La memoria, desde luego, ya no funciona igual. Ahora olvido dónde dejé las llaves al entrar en casa pero me acuerdo de cosas que pasaron hace muchos años. Con respecto a Venezuela tengo una mezcla de sentimientos: por un lado, el recuerdo de años luminosos en los que viví experiencias fundamentales en mi vida (tengo tres hijos venezolanos); por otra parte el dolor de verla ahora postrada.
Trato de evitar la tentación de la nostalgia. Cuando estaba en Caracas frecuentaba lugares que me recordaban a España. La Candelaria no tanto porque, pese a que aún existen algunos restaurantes españoles, la mayoría ha desaparecido o son chinos con nombres como “La posada del laurel”. También iba a Chacao, cuyos edificios antiguos me recordaban a los españoles. Y la plaza, con su iglesia, se parece mucho a la plaza e iglesia de Patraix, mi barrio actual, que como Chacao fue en el pasado un pueblo y hoy en día está integrado a la ciudad.
Sé, por experiencia, que la nostalgia es mala consejera pues lleva al desánimo, incluso a la depresión.
En este vaivén emocional en que nos hallamos todos los venezolanos que hemos salido del país debemos cuidarnos mucho de los picos, tanto de los altos como de los bajos. Es bueno recordar, ejercitar la memoria pero no quedarse anclado en el pasado.
Al principio me molestaba cuando los españoles no me creían al presentarme como “valenciano del Cabañal” (uno de los barrios más emblemáticos de la ciudad). “¿Cómo te van a creer con el acento venezolano tan marcado que tienes?”, me dijo un amigo. Y es verdad. Clara Obligado, escritora argentina con muchos años en España, recoge esta sensación en un libro reciente titulado Una casa lejos de casa (Ediciones Contrabando, Valencia, 2021), en el que reflexiona sobre la condición del exilio, sobre el lenguaje y las sensaciones que nos embargan.
Cuenta Obligado que, a pesar de los años transcurridos, todavía hay quienes le hacen notar su acento: “Pretenden ser cariñosos, lo sé, no hay mala intención, pero en esa charla hay algo excluyente”. Lo atribuye a los arraigados prejuicios de los españoles, pues España nunca fue un lugar de acogida y sí de rechazo, desde el decreto de expulsión de los moros y judíos, en 1492, hasta el masivo éxodo provocado por la guerra civil, que aventó fuera del país a miles de españoles.
Ahora España tiene la buena disposición de acoger a quienes vienen de afuera. Valencia, en particular, es una ciudad amable con los extranjeros. Nunca he visto aquí una muestra de xenofobia. No como cuando llegué a Caracas y empecé a estudiar en el colegio San Francisco de Sales de Sarría, donde mis compañeros me acosaban por mi acento “españoleto”, pese a que ellos mismos eran hijos de españoles, italianos o portugueses. Por eso hice un desmesurado esfuerzo por pasar desapercibido y que me dejaran en paz. Para ello no solo aprendí a hablar “venezolano” sino que también abracé una cultura que siempre me pareció rica y fascinante.
Ya no me molesta que mis paisanos españoles crean que soy venezolano. Porque lo soy, tanto como español. Participar de dos culturas no es un handicap sino una fortaleza. Es increíble ver cuánto nos parecemos españoles y venezolanos. Ya entiendo de dónde vienen muchas de nuestras virtudes y defectos.
Si alguien me pregunta por qué me fui diré la verdad: no fue por razones políticas o ideológicas, aunque considero que el prometido (y nunca cumplido) paraíso socialista se convirtió en una farsa sangrienta. Vivir en Venezuela se volvió insostenible para un profesor universitario (para cualquiera que gane un salario básico) y, por mi edad, como periodista me costaba mucho conseguir trabajo.
Como escritor, que es mi verdadera vocación, aquí puedo reinventarme y comenzar de nuevo, pues que nadie me conozca se convierte, de pronto, en una ventaja inédita. Como escritor me siento de 20 años y es una sensación francamente seductora, aunque muchas veces me cueste poner “coche” en lugar de “carro”, “follar” en lugar de “tirar” y “judías” en lugar de “caraotas”. Y, en realidad, ya no intento cambiar las palabras, desde que escuché a una animadora española decir en televisión: “Sin que me quede nada por dentro”.
Pero la verdadera razón, tal vez la más fuerte, es que sentí el llamado de la sangre de mis ancestros. Porque no soy “hijo de Chávez”; soy hijo de mi padre, Eloy Yagüe Azorín, vecino de este domicilio, de profesión dibujante, y de Amparo, de profesión secretaria, de quien heredé el nombre y la sangre. Y necesitaba juntar los fragmentos que me faltaban de ese espejo opaco que es la memoria.
Un día andaba por el Parque del Oeste, frente a mi calle en Valencia de España, y escuché el dulce sonido de un cuatro que alguien rasgueaba. Me acerqué y conversé con un hombre —llamémoslo Raúl— quien dijo ser de Maracay y que iba de vez en cuando al parque a cantar canciones venezolanas, aunque no hubiera público. Lo hacía para que no se le olvidaran las letras ni los tonos. No sé cómo vino a parar a Valencia (algunas personas no quieren hablar de las razones que los llevaron fuera de Venezuela). Lo cierto es que se sentía solo y deprimido, porque no había encontrado chamba. Decía que si la situación no mejoraba, se regresaría a Venezuela.
Esta mañana salí a comprar el pan y el periódico y lo vi, pedaleando su bicicleta por la calle Archiduque Carlos, con su mochila de repartidor de comida. Pasaba frente a la peluquería de Oswald (que es venezolano), que queda enfrente de la Real Empanada, un pequeño pero animado local que montaron José y Flora, un joven matrimonio tachirense.
Así nos va. Venezolanos hay en todas partes, aunque Venezuela ya no esté en los periódicos. Pero los venezolanos demuestran (demostramos) con voluntad de trabajo y de superación, que hay material humano de sobra para reconstruir el país que late en la memoria.