Uno de los cinco hijos de Edgar Carpio y Eladia Guarisma salió una mañana de noviembre de 2015 de su hogar, en San Félix, al sur de Venezuela, rodando sobre una bicicleta prestada. Iba a labrarse una nueva vida, pero nunca regresó. Hay testigos que vieron a funcionarios policiales llevándoselo. La familia no ha dejado de acudir a todas las instancias legales posibles y, sin embargo, nadie da cuenta de él.
Fotografías: Raúl Vejar Williams
Otra vez el llanto cruzó el pasillo y tocó el muro que da a la habitación. Cuando Edgar despertó, su esposa no estaba en la cama. Él se dio cuenta de inmediato de lo que sucedía porque no era nada nuevo: su hijo Nelson había vuelto. Una vez más. Con su ropa de dormir puesta, Edgar atravesó la sábana que, haciendo las veces de cortina, separa el pasillo de la sala, y la vio en la penumbra. Eladia Guarisma, su esposa, lloraba.
La mujer estaba sumida en otra de las crisis que le suelen dar, pero esta parecía más intensa: el llanto y los gemidos eran incontrolables, desgarradores, llenos de recuerdos. En medio de las lágrimas, le explicó a su marido que acababa de soñar de nuevo con Nelson: que llegaba, después de tantos años, y cruzaba el umbral de la puerta principal, esa reja negra en medio de la deteriorada pared rosada; luego la saludaba y le pedía la bendición. Pero no lograba verlo bien: la cara de su hijo era una mancha borrosa, y su cuerpo estaba marcado con golpes y rasguños.
En el mundo real, no estaban Nelson ni esa mancha. El aire en la sala de la casa era pesado esa noche. Edgar tomó a su esposa por el brazo y abrió la puerta que daba al patio. Salieron. Sintieron la brisa de esa madrugada, que parecía más fría que nunca. El mundo era distinto afuera. Eladia, sin dejar de soltar lágrimas, tomó aire. Ambos se sentaron en el suelo. Y en un sincero acto de comunión, Edgar se echó a llorar junto a ella. Se abrazaron bajo la luz de la luna. La reja negra estaba cerrada.
No era la primera y no sería la última noche de insomnio.
Las ojeras de Eladia son dos hamacas oscuras que con los años crecen por capas. Porque por las noches, las pesadillas con su hijo llegan estruendosas: una y otra vez viaja al pasado, al momento en el que su hijo Nelson dejó su hogar por última vez.
A Nelson Omar Carpio Guarisma lo desaparecieron el 17 de noviembre de 2015.
Edgar Carpio no estaba esa mañana. El padre solucionaba asuntos de trabajo, buscaba mercancía en El Roble, un sector de San Félix, en el estado Bolívar, donde compraba aceites para vender en la avenida Manuel Piar. Era lo que le permitía mantener a la familia de cinco hijos que formó con Eladia. Ella sí vio al adolescente de 17 años antes de que se desvaneciera.
Como cualquier día de la semana, se levantó a las 5:00 de la mañana para bañarse y luego ir al negocio. Una hora después sintió a Nelson: callado, se lavó los dientes y se vistió para salir. Fue entonces cuando se encontraron en la sala de la casa, ubicada en San José de Chirica, un barrio de San Félix al este de Ciudad Guayana.
—¿Vas para el curso? —le preguntó ella.
Él recién comenzaba un curso de barbería. Era la manera que había encontrado de superar viejos demonios y empezar una nueva vida, mientras estudiaba en la Misión Ribas para terminar el bachillerato. Acababa de pasar nueve meses recluido en el Instituto Nacional de Atención al Menor por un presunto robo.
—Sí —respondió él.
Si a Eladia no le falla la memoria, esa fue la última palabra que le dirigió su hijo. Seca, sin ambigüedades, sin detalles. Rato después, cuando se terminó de arreglar, ella escuchó cerrarse la reja de la entrada de la casa: la reja negra, que a los lados tiene esas paredes rosadas que no han vuelto a pintar.
Bermuda gris, franela azul, un bolsito tipo koala, sandalias azules y una bicicleta prestada. Esa es la imagen que quedó en la mente de Eladia desde aquel martes.
A eso de las 7:00 am, con su piel tostada, vistiendo una falda de jean que le cubría las rodillas, fue a iniciar un día nuevo en la tienda de aceites. Mientras su esposo hacía diligencias, ella se encargaba del negocio. Se fue caminando, porque era cerca, a unas pocas cuadras de distancia.
La tranquilidad, sin embargo, le duró apenas dos horas. Edgar hijo, de 22 años, el segundo de los cinco hermanos, llegó al negocio. Estaba sudado, nervioso, con cara de espanto.
—Mamá, parece que se llevaron a Nelson.
Una testigo le dijo a una vecina; la vecina le dijo a la otra; esa otra le dijo a Edgar, y el joven corrió a darle la noticia a su madre. Eladia fue a hablar con una de las testigos, en San José de Chirica, para que le aclarara la situación. Y así armó, como un rompecabezas, la historia.
El muchacho iba en su bicicleta prestada hacia la avenida Manuel Piar cuando un vehículo de la Policía del Estado Bolívar lo detuvo. Dentro iban cuatro funcionarios del Centro de Coordinación Policial Francisca Duarte. Le pidieron su cédula de identidad y el adolescente, sin resistencia alguna, mostró su identificación. Pero entonces vinieron las agresiones, los golpes en la cabeza y los zarandeos. Y se lo llevaron detenido: lo hicieron subir bruscamente en la patrulla.
Eladia quedó paralizada ante ese corto relato. Creyó que podría tratarse de algo rutinario, porque las cosas son así en el estado Bolívar. “Capturan y sueltan a los muchachos, a su antojo”, pensó. Se calmó y fue sola al Centro de Coordinación Policial Francisca Duarte, con la convicción de que ahí estaba Nelson.
El sol quemaba ese martes 17 de noviembre.
—¿¡Pero por qué no fuiste con tu mamá!?
Edgar Carpio padre, pasadas las 3:00 de la tarde, regresó a la casa y se encontró con la noticia. Perdía la paciencia hablando con su hijo.
—Es que no va a suceder nada, papá. De repente se lo llevaron por la bicicleta prestada —le respondió el muchacho, tratando de calmarlo.
El padre decidió respirar hondo y serenarse. “Seguro es algo de rutina”, pensó también. “Sí, seguramente fue un malentendido por la bicicleta; uno sabe cómo son esos muchachos, seguro se puso necio”.
Mientras, Eladia recorría San Félix. En la Comisaría Francisca Duarte no le dieron respuestas. “Aquí no está”, le dijo un funcionario de la sede, y no le insinuó dónde podría estar. Preguntó por él en la comisaría de Guaiparo. Nada. Luego fue a la sede del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas. Ahí la atendió una mujer uniformada, quien, con indiferencia, le preguntó a uno de sus superiores si allí estaba “un tal Nelson Carpio”.
Nada. Nada. Nada. Su nombre no estaba en ningún registro. Ya no había forma de que se tratara de un procedimiento rutinario y, al darse cuenta, Eladia sintió un vacío en el estómago.
Con innumerables interrogantes, quemada por el sol que había recibido toda la mañana y la tarde, regresó a casa, triste. Allí estaba Edgar, esperándola.
—Nelson no aparece. Se lo llevó la policía.
Esas palabras tejían mantos de angustia. La ira empañó los ojos del esposo, y fue él mismo a preguntar, de nuevo, en la Francisca Duarte.
—No, señor. Aquí no hay ningún Nelson Carpio —reiteraron.
Con los recursos agotados por ese día, empezó a ocultarse el sol.
La casa de los Carpio Guarisma tiene un porche enrejado que da hacia la calle. Durante el día, la luz natural entra solo a través del patio y de las dos ventanas de la habitación de Nelson. En la noche la casa se torna oscura, sobre todo cuando faltan algunos bombillos. En el cuarto de Nelson su computadora quedó apagada, instalada en un mueble de madera. La cama, vacía. El escaparate lleno con su ropa. En las paredes, poemas escritos a mano que le dedicaba a su novia; un peluche colgando que dice “Te amo”. Sus cosas estaban intactas, como esperándolo.
La noche cayó sin Nelson.
Edgar se imaginaba a su hijo golpeado. Eladia lloraba. Esa primera noche transcurrió entre discusiones y llantos. Durmieron poco. Los hijos menores solo los escuchaban.
−¿Y ahora, Edgar? —le preguntó Eladia.
—No sé, Elai, no sé —le respondió, usando el cariñoso apodo con el que se refería a ella.
Edgar es un hombre bajo de estatura, aunque más alto que su esposa. No muy robusto, encorvado, cabello gris peinado hacia arriba y bigote escaso, son rasgos que le dan a su imagen un dejo de bondad, ternura y familiaridad. Es como el tío amable que siempre trae regalos o echa chistes.
Durante casi un año, la familia vivió un declive económico que lo empujó a hurgar en los basureros tratando de encontrar metales, cartón y plástico para venderlos y tener con qué llevar comida a la casa. Pero el negocio de los aceites comenzó a prosperar en 2015, el mismo año en el que la inflación en el país, según el Banco Central de Venezuela, llegó a 200%.
Edgar quería que Nelson se involucrara en el emprendimiento familiar, como lo hacía Edgar hijo, pero él no se animaba. Y en verdad, el padre estaba feliz de tenerlo fuera del INAM y estudiando. Pero ahora llegaba una nueva tormenta a la casa.
Se calmó. Miró a su esposa y, acaso para intentar resistir, pensó: “Ella está pasando por algo peor, porque es la mamá”.
—Bueno, vieja. Hay que luchar hasta el final —le dijo entonces, firmemente, con todo el amor que le tenía.
Después lloraron juntos.
Nelson Carpio cumplió tres años de desaparecido en noviembre de 2018. Eladia y Edgar no han perdido tiempo. La primera semana fue de búsquedas constantes. Ambos movilizaron a decenas de personas: entre amigos y familiares, recorrieron cada rincón de Ciudad Guayana, preguntando en comisarías y centros de reclusión, en morgues y hospitales, en iglesias y casas. Todos los días. Esa misma primera semana, interpusieron la denuncia de su desaparición ante el Ministerio Público y el Cicpc.
Bermuda gris, franela azul, un bolsito tipo koala, sandalias azules y una bicicleta prestada. Las descripciones de siempre, las preguntas de siempre, las respuestas de siempre, los resultados de siempre.
La ayuda del párroco de la iglesia de Brisas del Sur, el padre Carlos, los vinculó con la Comisión para los Derechos Humanos y la Ciudadanía, una organización de la sociedad civil. Durante la segunda semana, la pareja volvió a ir al Centro de Coordinación Policial Francisca Duarte, pero esta vez con un abogado de la Defensoría del Pueblo. La exigencia nueva: el libro de novedades de la sede, donde se llevaba el registro de quién entraba y salía. Era eso lo que les podía dar pistas del paradero del joven.
—Ustedes saben que aquí no aparece —respondió tajante el funcionario apenas escuchó el nombre de Nelson Carpio.
—Yo quiero hablar con la comandante —respondió el abogado.
—Con la comandante no puede hablar, doctor. No está.
—¿Y el sustituto?
El funcionario llamó a otro, quien llegó mal encarado, sin muchas ganas de ayudar.
—Yo puedo darle el libro, pero tiene que tener una autorización de la comandante.
No atendieron la solicitud.
Durante una de esas primeras semanas recibieron una visita. “Acá va a venir la comandante, que quiere hablar con ustedes”, les avisó una vecina. Extrañados, esperaron a que llegara. “Seguro trae una noticia buena de Nelson —se decían— viene algo bueno”.
Fue en un vehículo policial, con otros dos funcionarios: un hombre y una mujer, ambos armados. Eran las 7:00 de la noche. Hablaron frente a la casa.
—Me dijeron que tienen una denuncia en mi contra —dijo.
—No es contra usted. Es contra los policías de su comandancia —le respondió Edgar.
Eladia, más tímida, solo los escuchaba.
—¿Pero cómo eran los tipos?
Una de las vecinas, que estuvo presente durante la desaparición de Nelson, acompañaba a la familia e intervino en la conversación.
—Uno se parece a ese funcionario que usted tiene al lado.
Eladia y Edgar vieron su cara de molestia. Hacía creer que ella era una víctima, que los Carpio eran sus victimarios. La pareja pudo advertir que la funcionaria estaba nerviosa. Y detallaron la patrulla. Era la misma que habían visto los vecinos aquel día.
Había pasado un mes de la desaparición. Los Carpio Guarisma no celebraron nada ese diciembre. Navidad sin Nelson, Año Nuevo sin Nelson. Escuchaban las gaitas a todo volumen que ponían en las casas cercanas.
Edgar siempre recuerda aquel lunes 16 de noviembre de 2015, el día en el que vio a su hijo por última vez. Era de noche y él, que no era muy conversador con Nelson, quiso bromear, hablarle jocosamente de la novia. “Pórtese bien con la muchacha. Cuidado con un muchachito”. Nelson se rió.
Los peores días de Eladia son en los que él aparece en sus sueños. Y esos días son frecuentes.
—Cuando un hijo de uno se va así, tan de repente… es algo tremendo —se lamenta.
Y amanece con ganas de llorar, con el pecho trancado, se le van las ganas de hacer los quehaceres o de ayudar en el trabajo. Igual lo hace, porque es uno de los pilares de la familia. A pesar de los diciembres amargos y los meses amargos.
Edgar y Eladia siguieron la presión legal: 14 meses después, la funcionaria encargada de la Francisca Duarte sería imputada por la desaparición de Nelson. Antes de ella fueron imputados dos funcionarios del mismo centro. Uno de ellos, en 2018, ante el juez del Tribunal 1ro. de Control del Circuito Judicial Penal, extensión Bolívar, obtuvo medida de arresto domiciliario por presuntos problemas en una pierna. La familia, junto a la organización Codehciu, peleó la medida, la cual fue revocada en agosto del mismo año.
El caso fue remitido al Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas de la Organización de Naciones Unidas en 2016. Esta misma instancia lo remitió al Gobierno de Venezuela, pero hasta la fecha no hay respuestas del Estado. Actualmente se conoce que la funcionaria imputada está libre y trabaja en otro centro de coordinación policial, en un municipio distinto.
Y mientras, los Carpio Guarisma esperan una señal. O un dato nuevo. O incluso un cadáver.
—Soñé de nuevo con él. Que él estaba aquí, que había llegado. Pero no se le veía la cara. Nelsito estaba aquí en la casa. En el sueño yo lo agarro y lo abrazo y me dan ganas de llorar. Me desperté llorando.
Nelson, sin rostro, solamente abre la reja negra en las pesadillas de Eladia. Tres años del mismo sueño.
Esta historia fue producida dentro del programa La vida de nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de Derechos Humanos y fotógrafos de 16 estados de Venezuela.