Manuel Alejandro (5 años) tenía poco más de 2 años cuando su mamá emigró a España. Sus dos hijos mayores se quedaron con la abuela, y Manuel, el más pequeño, se quedó con su papá. En casa, y en su memoria, es poco lo que queda de ella.
Ilustración de portada: Rosana Faría
Aprendiendo a leer
La cama de Manuel Alejandro mide tres cuartas de altura. Cuando quiere subirse, apoya ambas manos en el borde y se impulsa con un brinquito. Sube la rodilla izquierda y luego el resto del cuerpo. Lo hace para tomar su morral y mostrar que lleva adentro su karategui. Practica karate y natación desde los 3 años. Comenzó a hacerlo seis meses después de que su mamá emigró a España.
Ahora tiene 5 años, le gusta el color rojo y es fanático de Rayo McQueen. Le gustan las chupetas de fresa, no tanto el chocolate. Disfruta los videojuegos en el celular de su papá. Está aprendiendo a leer.
Y casi no recuerda a su mamá.
—Yo tenía una perrita, se llamaba Luna. A mi mamá no le gustaba. La quería, pero no la quería mucho —dice, y la nombra por primera vez sin quitar los ojos del teléfono, después de 10 minutos adaptándose a la visita.
En el celular se desarrolla una batalla campal, que sus ágiles dedos manejan muy bien. Se acaba la partida.
—Juegos de pasteles —grita al buscador por voz de Google, para descargar un nuevo juego, pues no sabe escribir aún—. Juegos de pasteles —de nuevo.
No ocurre nada, llora, se acuesta en el mueble con el rostro hacia un cojín. Papá lo llama. Manuel corre y se abraza a sus piernas. El llanto se convierte en sollozo. Exhala. Olvida y se aleja risueño.
Una larga búsqueda
La primera media hora sus frases son poco fluidas. Piensa, comienza a pronunciar, se detiene en una sílaba, luego en la siguiente. Olvida la palabra, le pregunta a papá. Todo se lo pregunta a papá.
—Papá, ¿te acuerdas cuando estaba chiquito y tenía hambre y mi mamá preparaba un tetero? Yo halé un trapo y se me cayó el tetero encima —la nombra por segunda vez, después de unos 45 minutos.
Tenía poco más de 1 año cuando ocurrió, y le ocasionó quemaduras de segundo grado que no dejaron secuelas.
—Él no recuerda eso, pero se lo he contado tantas veces, que ya se lo sabe de memoria —dice su padre.
—Y tú me cuidaste —agrega Manuel desde el mueble.
Con cada frase, con cada gesto, papá suelta una sonrisa dulce.
—Yo busqué a mi hijo 20 años. Inseminaciones, tratamientos, dos esposas. Nada ocurrió, hasta que conocí a su mamá.
—Y yo estaba en Valencia —responde Manuel mientras ríe y escucha atento, sin quitar la mirada de la televisión. Ahí nació, en Valencia.
—Y si lo hubiese sabido te buscaba antes —dice papá.
El rostro difuso de mamá
A Manuel le gusta colorear. Tiene dos cartucheras. Sus obras de arte están por toda la casa. Siete dibujos pegados detrás de la puerta principal: tres de ellos los pintó en el maternal y cuatro en el preescolar donde estudia ahora. Así los clasifica. Hay un Spiderman que ocupa dos hojas. Los demás son intentos de seres humanos. Hay otro dibujo en la entrada del cuarto de papá: es abstracto, pero se lee su nombre claramente.
Vacía las cartucheras y hace un reguero de colores sobre la mesa del comedor. Comienza a dibujar a su familia. Primero pinta el cielo en un bloque remarcado. Luego hace el suelo, y sobre él la primera figura es mamá. Tiene un vestido amarillo y cabello negro. Cuenta los dedos con cuidado. La pinta sin bordes de lápiz. No dibuja su rostro.
Ahora, se dibuja a sí mismo. Su autorretrato le causa risa. Está vestido de su color favorito, de la mano izquierda de mamá. A su lado, dibuja a su hermano mayor, Diego. Exagera sus rasgos, hace una mano gigante, se burla, pero luego pide ayuda para borrarla. Quiere dibujar a “mami”, como le dice a su abuela materna, a sus tíos, a su abuelo paterno, pero la hoja no alcanza. Dibuja a Daniel, su otro hermano mayor, al lado derecho de mamá, y al lado de Daniel pinta a su papá. Mientras, canta. Ella, mamá, es la última en ganarse un rostro en el dibujo familiar.
Han pasado dos horas desde que empezó su día, y ya ha exhibido todos sus lentes de natación, su tabla, sus tres cintas de karate, el orden de su closet (muestra las pijamas, las dobla y guarda de nuevo), las fotos que le ha tomado papá, las fotos de la novia de papá, las fotos del cumpleaños de su mejor amigo, sus diplomas, la lámina de su última exposición (sobre fútbol). Ríe mucho. Se levanta, se sienta, se acuesta en el piso. “Mira” es la palabra que más repite dentro de su cuarto, con la que muestra una toalla de Pokemón, una pared con fotos escolares y el recuerdo de su quinto cumpleaños.
Terapia una vez por semana
Mamá está en España. Se fue con la promesa de enviar dinero y, quizás, un día volver por los niños. Diego y Daniel —de otros padres— se quedaron en casa de “mami”, en Tocuyito. Manuel se quedó con papá en Caracas. El padre cuenta que separarse de sus hermanos fue confuso y doloroso para el niño. Un día eran cinco en esta casa y, al siguiente, eran solo dos.
Era pequeño, inquieto y necesitaba distracción. Papá comenzó a trabajar desde casa y se dedicó al niño. La rutina comienza a las 5:15 am, cuando se despierta a preparar el desayuno. Ya la noche anterior ha dejado listo el uniforme y ha revisado las tareas. A las 6:00 am despierta a Manuel. Lo prepara, lo lleva, hace lo que puede mientras no están juntos. Lo busca al mediodía, van a casa a almorzar, luego a natación, luego a karate, a veces el mismo día. Manuel siempre pide ir después al parque. También ve a su terapeuta una vez por semana.
Papá dice que la madre llama a Manuel con regularidad. Pero el niño lo niega. Cuando se le pregunta por mamá siempre niega. En tres horas la ha mencionado tres veces por voluntad propia. Pero ante las preguntas, su rostro se torna serio.
—No, no me imagino España. No, no quiero dibujar otra vez. No, no sé qué colores le gustan. No, no me ha comprado juguetes —responde sin gestos, aunque papá le recordó media hora antes que su juguete de Batman lo envió mamá, y que al día siguiente buscarán en casa de “mami” una tablet que le envió de regalo. Manuel insiste en que Batman es un regalo de un primo, luego de un tío, luego de Santa Claus. “No, no tengo nada que me recuerde a ella”, asegura.
—Ve como juego en la computadora. ¿Qué juego quieres?
—Este.
—No, ese no está. Ese se acabó. Se fue del país.
Manuel es grande y es pequeño a la vez. Asume con tranquilidad que papá es su familia, y su novia le parece linda. También que su mamá está lejos. Pero cuando sube a su bicicleta roja y se cae, no duda en regresar llorando para que le soben el tobillo. Es dulce, abraza constantemente. Abraza fuerte. Ríe mucho. Es amable, educado y comparte hasta su vaso de agua. Es responsable y en menos de cinco minutos todos sus juguetes regresan a su cuarto, y se arma de su bolso, sus lentes y el traje de baño para ir a su práctica de natación de los martes.
En el carro, invita a sentarse en el asiento trasero con él. Canta Happy, de Nacho, y regresa a los videojuegos en el celular.
Termina el día.
Es difícil descifrar si las despedidas le cuestan mucho o poco. Manuel entiende y acepta. Para eso va a terapia, para intentar entender y aceptar.
Alza la mirada, sonríe y se despide.
Esta historia pertenece al microsite Niñez dejada atrás, desarrollado en alianza con el Centro Comunitario de Aprendizaje (Cecodap).
Esta historia está incluida en el libro Semillas a la deriva, la infancia y la adolescencia en un país devastado (edición conjunta de Cecodap y La vida de nos).
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