Jossmary González es esposa de Edwing Vivas, quien entre 2014 y 2017 fue vicerrector de la Universidad Nacional de los Llanos Ezequiel Zamora. Cuando a ella le diagnosticaron insuficiencia renal y le indicaron un trasplante de riñón, la pareja pensó que muchos allegados los acompañarían en el proceso. No fue así.
Fotografías: Pilar Guerra
El diagnóstico fue preciso: “Hay que dializarte y hacerte un trasplante de riñón”. La voz del nefrólogo Asdrúbal Romero sonó como una sentencia para Jossmary González, quien, al mismo tiempo, comenzó a hacerse muchas preguntas: ¿Qué pasará con mis proyectos? ¿Mi cuerpo resistirá ese procedimiento? ¿Veré crecer a mis hijos? ¿Podré envejecer al lado de mi esposo? ¿Moriré pronto?
Ese día de agosto de 2013, a Jossmary la habían llevado de emergencia a la Clínica Coromoto, en San Carlos, estado Cojedes, donde vivía. Tenía mucho dolor. Como no podía orinar, le pusieron una sonda. Unos análisis de laboratorio arrojaron que sus valores de urea y creatinina estaban elevados. Luego le hicieron un eco renal. Todo indicaba que sus riñones no funcionaban bien.
Poco después del diagnóstico, se quedó más tranquila. Al menos ya tenía un razonamiento médico más preciso: tenía una insuficiencia renal. Desde 2012 andaba con molestias que la llevaban una y otra vez a clínicas y hospitales, pero nadie había logrado explicarle cuál era el motivo de todo. Más calmada, pensó que su esposo podía hacerse las pruebas de compatibilidad para ser el donante del riñón. Y que seguramente los amigos de ambos podrían ayudarlos a recaudar fondos para la operación del trasplante. Solo había que organizarse.
Comenzó sus sesiones de diálisis, y un mes y medio después su cuadro clínico había mejorado: sus valores de urea y creatinina bajaron. Los especialistas le dijeron que ya no era necesario que se continuara dializando, y la dieron de alta.
Eso sí, debía cuidar su alimentación y cumplir rigurosamente un tratamiento con esteroides.
Jossmary nació y siempre ha vivido en el Llano. Su madre la dio a luz el 26 de abril de 1979 en Altamira de Cáceres, en el estado Barinas; pasó su infancia en Guanare, capital de Portuguesa, y su adolescencia y juventud transcurrieron en Tinaco, en Cojedes. Ingeniera agroindustrial, era profesora de la Universidad Nacional Experimental de los Llanos Ezequiel Zamora (Unellez), en San Carlos, donde también daba clases su esposo, Edwing Vivas.
Hubo un tiempo en que ambos eran muy conocidos en esa casa de estudios, no solo por ser docentes, sino también por el activismo político que hacían dentro de las instalaciones de la Unellez: apoyaban fervientemente las ideas impulsadas por el entonces presidente Hugo Chávez. Defender la revolución en ese espacio académico, decían, era parte de su responsabilidad con el país.
Fue por eso que a finales de 2014 a Edwing Vivas lo nombraron vicerrector de esa casa de estudios. Luego de que en el 2000 el gobierno interviniera las universidades experimentales, sus autoridades comenzaron a ser designadas por el ministerio de educación universitario, con el aval del oficialista Partido Socialista Unido de Venezuela. Ser defensor de los postulados chavistas era fundamental para optar a tales cargos.
Las nuevas responsabilidades alejaron a Edwing de la casa. Ya no ayudaba en los quehaceres del hogar; siempre estaba atareado, con la agenda copada. Jossmary se sentía sola y triste. Quizá fue por eso que su cuerpo lo resintió: comenzó a padecer nuevamente síntomas de la enfermedad renal, que había estado bajo control. Y en esos días recibió una noticia que la angustió mucho más: estaba embarazada.
Se alegró, sí, pero estaba asustada porque sabía que corría riesgo de muerte. Sus médicos se lo habían advertido. Desesperada, pensaba en sus dos hijos —Victoria Valentina, de 11 años, y Juan José, de 14— y se decía que no podía morirse porque ellos, todavía tan pequeños, la necesitaban.
Jossmary pensó en interrumpir el embarazo. Pero un día, mientras le hacían un eco, ocurrió un episodio que la conmovió.
—Miren, la bebé los está saludando. Papá, mamá, saluden a la bebé —les dijo el médico.
Se sintió un poco culpable de su intención y desistió de su idea. Pero luego fue a una consulta con un cardiólogo que fue tajante: “Usted se va a morir. Interrumpa el embarazo. O se muere usted o se muere la bebé. Su útero podría explotar”.
Primero lo dudó. Después, sin dejar de tener miedo sobre su destino, Jossmary se mantuvo firme en su decisión de dar a luz a la criatura.
Y Venecia nació, saludable, el 21 de octubre de 2015.
Atendiendo a la recién nacida y afanada en los oficios del hogar, se descuidó: abandonó la dieta que llevaba y dejó de tomar el tratamiento que le habían indicado. Un año después, en octubre de 2016, se sintió débil. Casi no podía caminar. Sentía dolores. Asfixia.
Como sospechaba de qué se trataba, fue al nefrólogo. Tenía elevados los niveles de urea y creatinina. Debían extraer las toxinas y el exceso de agua de la sangre: le indicaron que debía conectarse a la máquina de diálisis.
De nuevo sintió que iba a morir. Que sus hijos crecerían sin ella.
Entonces volvió a asomarse una opción que habían dejado de lado: el trasplante de riñón. Jossmary entendió que esa era la alternativa que la ciencia le ofrecía y que la mantendría con vida. Su esposo y ella pensaron, una vez más, que sería fácil recolectar el dinero para cubrir los gastos del procedimiento. Repasaron la multitud de allegados que tenían, producto de la posición que Edwing ocupaba en la universidad, y se sintieron optimistas.
“Ellos nos ayudarán”, se dijeron.
Pero no fue así. La tarea de recaudar fondos se ha vuelto cuesta arriba porque, apenas hicieron pública la condición de Jossmary, recibieron muy pocos mensajes apoyo. Recibieron incluso algunos comentarios de clara insolidaridad, situación que se hizo más aguda en cuanto Edwing dejó de ser autoridad universitaria, en 2017.
Sintiéndose muy sola y con el ánimo devastado, Jossmary comenzó a preguntarse dónde estaban todos esos contactos que habían cultivado a lo largo de tanto tiempo en la Unellez. ¿Por qué tanta indiferencia?
Un día recibió, como un relámpago en medio de la noche, un mensaje que iluminó ese cuarto oscuro en el que se sentía sumida: “La vida es bella” fue la respuesta de alguien a su solicitud de ayuda.
Esa frase retumbó en su mente, pasando a recordar con dolorosa claridad el celo con el cual Edwing, mientras estuvo al frente del vicerrectorado, defendió la revolución discriminando y llamando “escuálidos” a quienes se oponían a los ideales chavistas y lanzándoles como un dardo, cuando denunciaban irregularidades en el país, esas irónicas palabras que acababa de recibir: “La vida es bella”.
Las escuchaba en su mente, una y otra vez, mientras se derrumbaba por dentro.
“Era una mentira, un engaño”, se dice a sí misma, rememorando aquella realidad que ahora ve con otros ojos. Con sus sueldos de profesores universitarios no les alcanza el dinero para comprar la comida, que está cada vez más costosa. Lamenta cómo actuó su esposo en el pasado y se cuestiona haber apoyado esa postura tan cruel. Su experiencia de soledad la llevó a reflexionar también sobre el país: se desencantó de todo lo que una vez apoyó, porque vive en carne propia el deterioro de una Venezuela que alguna vez fue próspera. En el centro nefrológico de Cojedes ve, en los rostros de sus 70 compañeros de diálisis, un reflejo —su propio reflejo— de la desesperación y la angustia. Junto a ellos enfrenta las fallas de electricidad, del suministro del agua y la clausura de dos salas por falta de máquinas y de personal de enfermería.
Esos pacientes que sufren el país son, ahora, su compañía.
“La vida es bella”, escucha en su mente, y se aflige.
—Haber sido chavista para mí es como un pecado. No puedo dejar de preguntarme: ¿Dios mío, qué me pasó? Esa marca me hace sentir mal y no sé cómo revertirla.
Tal vez intentando enmendar lo que considera un error, ha hecho público su distanciamiento de la llamada revolución bolivariana: ha ido a marchas opositoras y, en su cuenta de Facebook, ha criticado al régimen de Nicolás Maduro. Pero hay muchos que, todavía, no le creen su conversión.
O no le perdonan su pasada posición.
Su psicóloga la ha ayudado a manejar la culpa y a centrarse en recolectar el dinero para el trasplante. En febrero de 2019 creó una campaña de recolección de fondos en una plataforma digital. Tiene la esperanza de que gente que no la conozca pueda contribuir. Allí cuenta parte de su historia:
“A vivir, ayúdame. Yo soy Jossmary González. Tengo 39 años de edad. Alrededor de hace dos años fui diagnosticada con una insuficiencia renal crónica porque mis riñones no funcionan. Tres veces a la semana tengo que conectarme a una máquina para filtrar mi sangre, hoy requiero la ayuda para poder ver crecer a mis tres hijos pues ya tengo un donante de riñón, pero mi condición económica no me permite cubrir los gastos pre y post operatorios. El fin es poder recaudar 25 mil dólares y poder realizar mi vida normal y ver crecer a mis tres hijos. Gracias de antemano por su solidaridad. Dios bendiga al que da con alegría”.
Esta historia fue producida dentro del programa La vida de nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de Derechos Humanos y fotógrafos de 16 estados de Venezuela.