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No eran médicos sino náufragos del hambre

Nayrobis Rodríguez | 17 may 2017 |
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La tarde del 27 de abril de 2017, seis sucrenses zarparon en un bote desde la playa de Irapa con destino a Trinidad y Tobago. Allí comprarían alimentos para vender en este pueblo al norte del estado Sucre. Durante el retorno, todavía en aguas antillanas, los motores se llenaron de petróleo y dejaron de funcionar. Los viajeros estuvieron a la deriva por 43 horas y, mientras esperaban ser rescatados, una mujer y dos hombres murieron arrastrados por la corriente.

Fotografías: Nayrobis Rodríguez

 

Dijeron que eran médicos venezolanos que habían ido a Trinidad y Tobago a comprar medicinas para sus pacientes. Que, a su regreso, tres de ellos habían muerto en altamar y a los sobrevivientes los habían llevado a Güiria, en el estado Sucre. Y que la embarcación en donde venían había zozobrado al encontrarse con un derrame de petróleo.

Eso se decía.

Pero a media hora de Güiria, en Irapa, Gloria Montaño sabe que eso no es del todo cierto, porque entre los fallecidos está su hijo.

El 9 de mayo, cuando la noticia fue publicada por un periódico de Trinidad y reproducida por medios venezolanos, habían pasado ocho días desde que Gloria había enterrado a Jesús Manuel. Y 12 días de esa larga noche del viernes 28 de abril, en la que nadie durmió en Irapa, angustiados por saber de las seis personas que iban en el bote. El viaje no debía tardar más de cuatro horas y los esperaban de regreso esa misma noche.

Algo tenía que haberles sucedido.

A la mañana siguiente, grupos de hombres tomaron sus peñeros y salieron en expediciones hacia el mar hasta que, a las 5:00 de la tarde del domingo 30 de abril, hallaron el cuerpo sin vida, envuelto en petróleo, de Mariana Revilla, la única mujer y la única médico del grupo. Igual que Jesús Manuel Bello Montaño y Luis del Valle González Barceló, se había ahogado en aguas trinitarias luego de naufragar durante 43 horas. Revilla tenía una hija de cuatro años y estaba haciendo un posgrado de gastroenterología en Cumaná. Trabajaba en el hospital de Irapa por un sueldo mensual de 35 mil bolívares.

A Gloria no le gusta aparecer en fotos en momentos alegres, y mucho menos en momentos como este. Pero es justo a través de una fotografía almacenada en su teléfono móvil que muestra la imagen de Jesús Manuel, su segundo hijo, un joven de 29 años que alternaba su trabajo de mototaxista con la de revendedor de alimentos. A eso salió ese jueves de las playas de Irapa: a comprar comida y unos paquetes de Ursobilane de 300 miligramos, la medicina que debía tomar su hermano para tratarse una hepatitis que le quedó como secuela del paludismo.

 

Irapa es un pueblo con casas coloniales de paredes envejecidas y calles rotas. Parece de otro siglo. Hay palmeras muy altas y de tronco delgado. Su gente se ve fuerte, pero melancólica. No parecen vivir, sino resistir. No hay mayor cosa a la que dedicarse para sobrevivir sino pescar camarones, sembrar cacao y algunas verduras, o ser empleado de la Alcaldía de Mariño o de la Gobernación de Sucre.

Comprar alimentos en Trinidad y Tobago es una práctica habitual desde que comenzó la escasez de comida, en el 2011. El pasaporte de Jesús Manuel tiene el sello de unos 30 viajes desde junio de ese año. Los hacía para comprar los alimentos de la dieta básica y, a veces, productos como pañales para la bebé de Manuel, su hermano mayor.

En el barco traían un cargamento de harina de trigo, arroz, azúcar y aceite, valorados en 73 mil dólares tití, la moneda trinitaria, lo cual equivaldría a 10.875 dólares americanos. La comida estaba destinada a abastecer panaderías, pequeños supermercados asiáticos y tarantines de comerciantes informales. Irapa, la capital del municipio Mariño, uno de los nueve municipios de la zona de Paria, tiene poco más de 22 mil habitantes. Cumaná, la capital del estado, queda a cinco horas por carreteras llenas de baches.

Gloria lo dice con ese tono de voz que indica que la resignación no ha tocado su alma.

—Esta crisis y el hambre, la falta de alimentos, llevó a Jesús y a muchos otros jóvenes a lanzarse al mar a buscar comida y la oportunidad de ganarse la vida.

Hace una pausa y piensa en los morochos, sus nietos de cuatro años.

—Lo que más me duele, además de no tenerlo ya conmigo, es que sus hijos tampoco lo tendrán y ellos eran la adoración de su papá.

Lanzarse al mar en un peñero también fue una alternativa laboral para Luis del Valle González Barceló, de 38 años, quien junto a su hermano, Liover Millán Barceló, de 26, debían mantener a tres familias de 20 personas, la mitad menores de 12 años. Ambos iban en el bote. No sabían nadar. Solo Liover sobrevivió.

Beliza, su madre, tenía una bodega de Mercal hasta que, en enero de 2017, el gobierno regional se la cerró con la promesa de enviarles, cada 15 días, una caja de comida de los Clap. La bodega la tenía en su propia casa de pisos rústicos y paredes de bloques sin pintar, en el sector El Chuare, y allí vendía alimentos para unas 350 familias. Pero entre enero y abril, las cajas solo llegaron dos veces y era muy poco lo que se conseguía en el pueblo.

Sus dos hijos decidieron entonces comerciar alimentos traídos de Trinidad. Para ello debían alquilar un peñero y varios motores fuera de borda, hacer un pago a la Guardia Nacional para que les permitiera zarpar, ir hasta Güiria a que les sellaran el pasaporte, y pagar la aduana y los impuestos en la isla antillana. Una inversión que podía sumar 2 millones 500 mil bolívares, que cubrían entre todos. Para quienes se dedican a esta actividad, el negocio consiste en adquirir hasta 600 kilos de camarones en Irapa y llevarlos a Trinidad, donde una empresa se los paga en dólares tití, que luego usan para comprar los alimentos.

La mitad de los hombres del pueblo se dedica a esto. Luis y Liover viajaban hasta tres veces al mes y atendían requerimientos y encargos de vecinos y demás pobladores. Esos mismos vecinos, del sector Cerro Colorado, fueron los que salieron con sus botes en busca de los náufragos.

 

Debió ser por la oscuridad de la noche que el capitán del barco, Eustoquio González, no vio que estaban por entrar a una gran mancha de petróleo. El derrame se había producido el 23 de abril en la refinería de Pointe-à-Pierre, en Trinidad y Tobago, y se extendió hasta el Golfo de Paria. Con el paso de los días se han encontrado restos de petróleo en las playas de La Caracola y El Ángel, en la isla de Margarita, e incluso en Cayo Nordisqui, en el Archipiélago de Los Roques.

Era una pequeña embarcación, en la soledad de ese mar, cayendo en una trampa como si entrara en arenas movedizas. Pasadas las 9 de la noche, los tres motores fuera de borda colapsaron a la vez y el bote comenzó a llenarse de agua. Solo dos de los viajeros sabían nadar y había un solo salvavidas disponible, propiedad de la doctora.

Eustoquio es un hombre robusto, moreno y de cabello platinado por las canas. Pasó esas 43 horas a la deriva sin comer alimentos ni probar agua dulce, nadando sin poder detenerse para evitar que la corriente marina se llevara a sus compañeros de viaje. Nadó por 10 años en eventos deportivos nacionales y eso lo ayudó a resistir. No le dio tiempo de anclarse en la angustia y, con la ayuda de Liover, sostuvo a los otros todo lo posible. Estaban cubiertos de petróleo hasta los cabellos y apenas balbuceaban incoherencias, borrachos por el olor y las quemaduras en la piel. Calmaban la sed con el agua salada que les entraba en sus bocas a la fuerza.

Liover, más delgado, se agotó y Eustoquio quedó solo luchando contra la fuerza del agua. Hasta que, a las 3 de la tarde del domingo, la primera en morir fue Mariana Revilla.

—Todos estarían vivos si nos hubiesen rescatado a tiempo, pero pasamos dos días nadando en petróleo —comenta sombrío.

Se había corrido el rumor de que los habían secuestrado en el mar. Por eso los familiares, al amanecer del sábado, fueron ante las autoridades a solicitar ayuda. La esposa de Liover, Suldely Casado, lo recuerda claramente.

—En medio de nuestra desesperación, denunciamos su desaparición ante el Comando de la Guardia Nacional, aquí mismo en Irapa. Primero nos dijeron que debíamos esperar, luego que sí iban a salir a buscarlos y, al final, que ni la Guardia Nacional ni la Guardia Costera tenían embarcaciones ni personal para eso.

Eustoquio tiene heridas en las piernas. El petróleo y el agua salada laceraron su piel. Desde su regreso, ha pasado noches enteras de insomnio. Estuvo más de una semana sin poder hablar. Desde una mecedora, con una almohada que le ayuda a aliviar el dolor de sus nalgas lastimadas por el roce de la embarcación, mientras hacía fuerza para sostenerse y ayudar a los otros, piensa en sí mismo como el capitán que es.

—Este es mi destino. Solo esperaré a que se me pase el miedo y la tristeza para volver al mar.

Han pasado 17 días del naufragio. Y no levanta la mirada.

Nayrobis Rodríguez

A los diez años decidí ser periodista. Egresé de la UCAB en el 2005 y, desde entonces, escribo desde Cumaná, estado Sucre, donde también soy mamá, ciudadana, reportera, activista de Derechos Humanos y delegada sindical.
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