Ocho semanas antes de la fecha prevista para terminar su embarazo, la doctora le informó a Ana María Carrasquero que requería una cesárea de emergencia. Cuando lo sacaron de su vientre, Diego, el bebé prematuro, apenas lloró. Comenzaron una serie de eventos desafortunados que la familia sintió “como cuando entras en el mar y eres revolcado con violencia por las olas”.
Ilustraciones: Ivanna Balzán
Después de días sin verme en el espejo, noto que en mis ojos se instaló una tristeza que no había visto nunca. Encuentro en mi rostro arrugas que no existían. Estoy encorvada, como si sobre mis hombros hubiera un gran peso. Reconozco esa línea negra que va desde el pubis hasta el ombligo. En el recorrido vertical de esa mancha oscura, de un centímetro de grosor, veo la cicatriz de la cesárea que aún conserva los puntos. No solo la veo: la siento, porque me duele, y mucho.
Opto por dejar de mirarme en el espejo. Me visto para ir al consultorio, al mismo donde mi esposo y yo fuimos durante siete meses con tanta expectativa e ilusión.
Con dificultad me acuesto en la camilla para ver las imágenes en la pantalla. En los meses anteriores, este momento estaba lleno de bromas y muchas risas.
El momento más feliz del embarazo fue cuando escuchamos por primera vez el sonido del corazón de mi bebé. Entender que en mi interior latía un corazón distinto al mío. En las siguientes consultas contenía la respiración esperando oírlos y que la doctora dijera que todo estaba bien.
Consulta a consulta quedó claro que las habilidades de mi esposo para tomar fotos y grabar videos no son las mejores. Si a eso se suma la emoción, el resultado es un registro choreto de esos momentos de felicidad. Pero igual servía para compartirlo con ese pequeño grupo que sabía de nuestro embarazo.
En esta oportunidad todo es diferente.
La doctora me trata como si yo estuviera hecha de porcelana. Detesto la sensación que me produce ser tratada así, porque me considero una persona fuerte. Mientras la escucho hablar, descubro que lo que me molesta no es su trato, sino entender que en ese momento sí me siento como la más frágil de las porcelanas.
En el monitor veo un útero vacío, atravesado por una raya. En el exterior, de la herida de la cesárea brota un líquido llamado seroma, una complicación en la cicatrización. En mi caso se debe a que no he podido hacer reposo.
Cuento los días y entiendo que solo han pasado 10.
Es una sensación muy rara, porque para mí cada hora de estos días ha pasado muy lenta, pero a la vez todo ha sido muy rápido. Nada estaba en nuestro control, la sucesión de un evento tras otro ha sido como cuando entras en el mar y eres revolcado con violencia por las olas.
Allí estaba yo, en plena madrugada, con 33 semanas de embarazo, sentada en un cuarto helado de la emergencia de la clínica, viendo cómo se manchaba el piso con gotas de sangre. Mi sangre. A penas 10 meses antes fui a un chequeo ginecológico porque habíamos decidido que empezaríamos a buscar un bebé.
Vivo con cautela. Eso quizás sea un daño colateral de vivir en Venezuela. Algo así como espera lo mejor, prepárate para lo peor. Quedar embarazada a tres meses de la declaratoria de pandemia no fue un error de cálculo. Esperar a que la situación del país se resolviera ya había influido lo suficiente para tomar la decisión de quedar embarazada. Sobrevivir 20 años de chavismo me hacía pensar que sí tenía la capacidad para transitar la pandemia estando embarazada.
En un país como Venezuela, en el que todos estamos sacudidos por la incertidumbre, ayuda tener cierto control sobre algo. O al menos pensar que lo tienes. Por eso nuestro seguro incluía la maternidad desde algún tiempo.
Finalizado el primer trimestre del embarazo, se supone que se supera ese tramo en el que hay más riesgo de aborto, así que se puede compartir la noticia. Soy reservada con mi vida, así que solo compartimos la buena nueva con la familia cercana y los más allegados. Todos estaban muy felices. Recuerdo la picardía con la que mi hermano y su esposa, que están fuera del país, nos dijeron que corrieron a comprar de regalo para su sobrino: coche, porta bebé y silla de carro.
Supimos que tendríamos un varón y, de una lista de más de 100 nombres, mi esposo y yo escogimos Diego. Sin segundo nombre, porque ya con mi apellido el muchacho tendría un nombre larguísimo. Mi hermano y mi cuñada nos prepararon cajas llenas con las “chivas” de mi sobrina: ropita, juguetes y tantas otras cosas necesarias. Lo demás lo compramos y nos los enviarían a Venezuela por barco, antes del nacimiento.
Pero Diego decidió adelantarse.
Así lo confirmó la doctora cuando entró al cuarto en el que yo estaba temblando, no sé si por el frío o por la incertidumbre. Era necesaria una cesárea de emergencia, así que el bebé llegaría ocho semanas antes. Sentí confusión y miedo, pero no tenía alternativa.
En una silla de ruedas me llevaron a quirófano, a través de un largo pasillo. Al comienzo de ese pasillo estaban mi esposo y mi mamá. En sus caras reconocí el mismo terror que yo sentía.
Al hacer efecto la anestesia, inició la cesárea. No podía ver nada porque un parabán azul lo impedía. Sin experimentar dolor, sabía que cortaban mi piel y la doctora buscaba al bebé dentro de mí. Noté cómo tiraron para sacarlo de mi cuerpo dos veces. La primera, el bebé no salió y pensé que eso no estaba bien. En el segundo tirón, finalmente salió. Sentí el peso de su cuerpo porque lo recostaron en mis piernas y lo oí llorar. Fue la primera vez que lo tuve encima de mí y que lo escuché. “Denle el bebé a su mamá”, dijo la doctora dos veces.
Pero Diego dejó de llorar. Yo seguía sin poder ver nada de lo que estaba sucediendo; era imposible que me levantara. Aún no me habían suturado. Una vez que lo hicieron pasé a recuperación y me pareció que estuve allí una eternidad. Después me llevaron a la habitación. Me dijeron que evitara hablar mucho, pero cómo no hacerlo si tenía que preguntar por mi bebé.
Así me enteré que estaba intubado porque tenía dificultades para respirar por sí mismo. Como había nacido antes de cumplir las 37 semanas, mi esposo y yo nos habíamos convertido en padres de un bebé prematuro. En Google escribí “manual para padres prematuros”, como si los resultados de esa búsqueda me pudieran dar algo de tranquilidad. Leí con fervor todo lo que encontré.
Mi esposo sí pudo ver a nuestro bebé, pero yo debía esperar a que alguien me buscara para llevarme en silla de ruedas. Antes, recibí la visita de una de las doctoras que me dijo que a Diego le habían quitado el tubo para respirar y que ya lo hacía por sí solo. Lloré lágrimas de alivio. Envié el mensaje a toda la familia.
Poco después llegó el neonatólogo, se presentó y me preguntó qué sabía de la condición del bebé. Le contesté repitiendo lo que me había dicho la doctora sobre el tubo. Las expresiones de su rostro revelaron malestar e incomodidad. Entre tantas cosas, me dijo con dureza: “Su hijo está muy grave. Tiene 40 por ciento de probabilidades de sobrevivir”. Me prohibió llorar o mostrar signos de debilidad, porque, según él, si lo hacía podía influir negativamente en su estado.
Sentí que el mundo se me vino encima. La forma en la que me dio la noticia no cambiaba la realidad, era mejor saber dónde estábamos parados para poder afrontarlo; pero resentí su falta de tacto.
Seguía sin ver a mi bebé.
Una enfermera se ofreció a ayudarme con mi aseo. La mujer restregó y limpió todo mi cuerpo. Mientras lo hacía, me explicó qué encontraría al ver a Diego. Detalló cómo era la unidad de cuidados intensivos neonatales, describió la incubadora y, señalando en su propio cuerpo, mencionó los tubos, cables y máquinas que encontraría en el cuerpo de mi hijo.
Finalmente, lo pude ver.
Crecí con la costumbre de pedir la bendición; por primera vez, en lugar de recibirla, era yo quien la daba a mi hijo. Ahogando el llanto, recé en voz alta la primera oración que aprendí:
Bendita sea tu pureza
y eternamente lo sea,
pues todo un Dios se recrea,
en tan graciosa belleza…
Estaba frente a mí un bebé pequeño. Aunque los dedos de sus manos eran largos y finos, su cuerpecito aún estaba cubierto por lanugo, un pelo muy fino que, descubrimos, era propio de los prematuros. Tenía la piel muy blanca, pero cuando lloraba, cambiaba a un rojo encendido. Eso sí, era un llanto inaudible por el tubo en sus pulmones.
El médico pidió a las enfermeras que sacaran al bebé de la incubadora y me lo entregaran para cargarlo, pero no fue posible. Al intentarlo, se descompensó y tuvieron que regresarlo a la incubadora.
Diego tenía a su favor su estatura y peso, el desarrollo de sus pulmones, su corazón. Pero con los exámenes que le practicaron descubrimos que tenía una hemorragia, consecuencia de una fractura de cráneo que ocurrió durante la cesárea. Sucedió en ese momento de la operación en el que sentí que había pasado algo malo.
Todo era muy confuso. Trataba de silenciar mi dolor para así poder oír y asimilar términos médicos, entender qué nos estaban diciendo cuando nos hablaban de convulsiones, transfusiones y de llevarlo a un estado de coma inducido.
Me dijeron, hasta el cansancio, que era importante hacer un banco de leche materna. Y aunque me afanaba en ello, de mi pecho no salía nada.
Me dieron de alta. Llegamos a casa sin el bebé en brazos, como se supone que debía pasar. Debía ir todos los días a la clínica.
Optamos por decirle a la familia que no preguntaran más por el estado del bebé, porque en un minuto estaba estable y al siguiente eran necesarios más procedimientos y medicamentos para ayudarlo a salir adelante. Entendí por qué todos los manuales de padres prematuros que devoré aseguraban que así sería este camino incierto que estábamos transitando, semejante al largo pasillo que recorríamos para llegar a la puerta de la unidad de cuidados intensivos neonatales.
Desde el inicio nos recomendaron hablarle. Así que lo primero que hacía al verlo era darle la bendición y rezar Bendita sea tu pureza y Salve. Le rezaba a otra madre que sabía del dolor por el sufrimiento de un hijo. Ante la imposibilidad que tenían mi hermano y mi papá de venir a Caracas para conocer a Diego, decidí pedirles que grabaran notas de voz para él. Mi mamá sí tuvo la oportunidad de conocer a su nieto en persona.
Transcurridos cinco días desde que nació, mi pecho cedió, así que fuimos a la clínica con la ilusión de empezar el banco de leche. Pero nos encontramos con la noticia de que la hemorragia continuaba. No había nada que hacer.
A Diego le quedaban horas de vida.
Dejé de llorar por el estupor que produjo en mí ver a mi esposo llorar desconsolado. Por primera vez, ese hombre de alma buena y carácter alegre estaba devastado y yo no podía hacer nada para aliviar su dolor, así como tampoco podía hacerlo por nuestro bebé.
Mi cuñado llevó a mi mamá a la clínica para que se despidiera de su nieto.
Con la mirada fija sobre Diego, alcancé a decir con mucha angustia: “¡No está bautizado!”. Así que llamé a una amiga, católica devota y médica. Aprendimos que los bautizos de emergencia existen y pueden ser practicados en circunstancias como esa. Transcurridos algunos minutos, ella llegó con agua bendita, y con mano temblorosa empapó un algodón con esa agua y dijo: “Diego Rivas Carrasquero, yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.
Mi amiga no lo sabía, pero mi esposo y yo, mucho antes de todo esto, habíamos decidido que ella sería la madrina del bebé.
Nos sentamos, abrió el misal que también trajo consigo y, entre lágrimas, empezamos a recitar juntas las oraciones.
A la 1:37 de la tarde mi hijo fue declarado muerto.
Me entregaron su cuerpecito inerte. Fue la única vez que pude cargarlo. El color de su piel evidenciaba que la vida ya no habitaba en él. Su boquita, que durante todos esos días sujetó el tubo, permanecía abierta.
Dar la noticia de la muerte de Diego a quienes sabían del embarazo y del nacimiento prematuro fue muy difícil. Tener que oír o leer cosas como “eres joven”, “ya vendrá otro bebé”, “quizás ahora sí tengan la niña que querían”, habla de que nadie nos prepara para la muerte, mucho menos para la de un bebé.
También hubo mucha contención. La distancia física producto de la migración no fue impedimento para sentir el amor de mis seres queridos. Ese amor sostuvo mi espíritu, así como mi esposo sostuvo mi cuerpo. Con él sobreviví a la noche más oscura y al dolor más hondo.
Supimos que a los bebés no se les hace novenarios por el descanso de su alma, porque la iglesia católica considera que son almas inmaculadas. Como parte del ritual de despedida, el padre hace una oración en presencia de las cenizas y luego se depositan en el nicho. Ese hueco es cubierto con cemento. Cuando todavía estaba fresco, escribí DIEGO. Allí pondremos una placa: estará su nombre, la fecha de nacimiento, de muerte y un mensaje con un número limitado de caracteres.
Días después fueron llegando las cajas que había enviado mi hermano por barco. Nos tocó deshacerlas para acomodar las cosas y guardarlo todo. Mientras lo hacía, imaginaba que podía sentir cómo acariciaba el cuerpito de Diego dentro de esa ropa. Y lloraba porque era inevitable pensar que no vería a mi hijo crecer.
No reniego de mi fe; creo firmemente que mi hijo está con Dios en el cielo. Pero transcurrido este tiempo, no he podido volver a rezar. Con mansedumbre renuncio a creer que tenemos el control. Abandono la búsqueda de respuestas que sé que no encontraré y me rindo ante lo sucedido.
Pasan los días y aún no sé cómo escribir un epitafio para mi bebé.