Cuando supo que su segundo hijo venía en camino, María Gabriela Chalbaud entendió que debía hacer algo para generar ingresos, porque su sueldo como profesora universitaria ya no le alcanzaba. Fue así que, junto a su amiga Yanet Calderón, decidieron darle rienda suelta a un emprendimiento muy particular: se convertirían en hijas suplentes de muchos venezolanos que, al migrar, dejaron a sus padres y abuelos solos.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
La mamá de María Gabriela Chalbaud se preocupaba cada vez que pensaba en varios amigos suyos que habían quedado solos después que sus familias migraron. Todos eran como ella, profesionales jubilados de la Universidad Central de Venezuela (UCV), quienes en épocas mejores habían ganado salarios de hasta 3 mil dólares mensuales, que habían ido mermando con los años. Tras retirarse, recibían una pensión que no les alcanzaba ni para comer.
Un día, se lo dijo a su hija, María Gabriela, que era psicopedagoga y desde muy joven había participado en causas sociales.
—Deberíamos abrir un comedor para viejitos —le propuso María Gabriela.
Ese fue el punto de partida. De tanto en tanto comenzó a ir a la casa de los vecinos y amigos de su madre, los acompañaba a sus citas médicas o al mercado. Además de ayudarlos a conseguir sus medicinas, se aseguraba de que se las tomaran; pero, sobre todo, les ofrecía su compañía y conversaba con ellos como lo haría una hija amorosa y dedicada.
Muchos necesitaban afecto y comprensión.
En busca de apoyo, le preguntó a Yanet Calderón si quería unirse a la iniciativa. La conocía desde que, en 1992, coincidieron en los pasillos de la UCV y se hicieron amigas. Yanet, que es administradora, accedió entusiasmada. Como ayudaba a cuidar a una hermana diagnosticada con retardo mental, pensó que podía aplicar algo de lo que había aprendido para acompañar a un adulto mayor.
Así, María Gabriela y Yanet visitaban rutinariamente a un grupo de señores que vivían solos en distintos sectores de Caracas: Caricuao, Caurimare, El Cafetal, El Marqués, La California, Macaracuay, Santa Fe, Montalbán. Muchas eran zonas de clase media alta, pero puertas adentro se encontraban con múltiples carencias: casas donde no funcionaban los grifos; pocetas que no servían. Los ancianos, que en otra época habían comprado esas viviendas con el fruto de su trabajo, ya no podían pagar las reparaciones de las cosas que se dañaban, y sencillamente las dejaban de usar.
Al verlos demacrados, María Gabriela y Yanet fueron conscientes de que la crisis humanitaria de Venezuela llevaba años gestándose en silencio. Entendieron que mientras ellas apenas comenzaban a sentir sus efectos, otras personas hacía tiempo habían dejado de comer bien y tomarse sus medicinas. Por eso, eran más vulnerables a sufrir complicaciones de salud como fracturas de cadera, debido a la poca ingesta de calcio, tan necesario en edades avanzadas. Los adultos mayores que acompañaban solían ocultar cualquier carencia a sus familiares, incluso a los que seguían en Venezuela, que, al igual que ellos, estaban pasando dificultades.
María Gabriela, quien también se había planteado la posibilidad de migrar, entendió cuánta angustia experimentaron los familiares de los ancianos que visitaba. Esa sensación de que estaban desasistidos en medio de una emergencia.
Como hija única de otra hija única, a ella le había tocado encargarse de muchas cosas sin ninguna ayuda: desde conseguir la insulina que su mamá requería por su diabetes, hasta ocuparse de los trámites para el seguro cada vez que le llevaba al médico. Si la hospitalizaban, sabía que pasaría los días siguientes con ella en la clínica, porque no había nadie que la relevara. Aunque aquellas jornadas eran extenuantes, debía mantenerse firme, ser el soporte emocional.
A finales de 2017, la noticia de que estaba embarazada hizo que se preocupara aún más por el dinero, porque cada quincena le alcanzaba menos. Lo confirmó al ver lo único que pudo comprar en el mercado con su sueldo de profesora universitaria: 1 litro de aceite, 1 kilogramo de harina de maíz y 1 cuarto de kilogramo de café. Nada más.
Con su segundo hijo en camino, María Gabriela necesitaba encontrar otra fuente de ingresos. Entonces decidió reorientar la labor que venía haciendo: lo convertiría en un emprendimiento con impacto social. El objetivo estuvo claro desde el principio: Yanet y ella relevarían a los migrantes que tuvieron que dejar a sus padres y abuelos en Venezuela, al brindarles compañía y las atenciones que, desde la distancia, ellos no podían. La forma sería a través de la contratación por horas semanales que le dedicarían a cada adulto mayor.
De allí surgió el nombre: Mi Hijo Suplente.
Gracias a su propuesta, obtuvieron una beca para cursar un diplomado en el Instituto de Estudios Superiores en Administración. Durante este programa, crearon un primer modelo de negocios, que mejoraron en 2018, durante su participación en el Concurso Ideas, una plataforma que impulsa distintos proyectos de innovación. Se apuntaron con la esperanza de llevarse el premio en metálico, para usarlo como su “capital semilla”.
No ganaron, pero quedaron entre los 60 semifinalistas de entre más de 462 postulaciones. Por este logro recibieron talleres con expertos de distintas áreas: abogados, economistas, publicistas… Esas asesorías, el apoyo financiero y en materia de marketing digital que les brindó desde el exterior Mauricio Arcas, quien fue su tercer socio por un tiempo, les dio el impulso que les hacía falta.
A comienzos de 2019, las contactó su primer cliente: era una mujer que llamaba desde Grecia, porque le habían hablado de María Gabriela y quería que ella cuidara en su nombre, como una hija amorosa, a una tía que la había criado con cariño.
Ella le dio su palabra de que así sería.
La señora Maritza, la tía, tenía Alzheimer. Por eso, lo primero que María Gabriela hizo fue documentarse sobre esta enfermedad, incluso consultó a un nutricionista, quien le armó una dieta especial y con sus conocimientos en psicopedagogía, preparó varios ejercicios de refuerzo cognitivo: juntas leían, escribían y jugaban juegos de mesa, actividades que servían para reforzar la capacidad de análisis, de resolver problemas y para acompañar.
Los meses siguientes, Maritza se convirtió en otra madre para María Gabriela, quien la visitaba dos o tres veces por semana en su apartamento de Caracas, le daba sus medicinas y supervisaba su nutrición. Se aseguraba de ofrecerle alimentos que le gustaran. No faltaban los postres como el quesillo, que le encantaban.
Y también la llevaba a pasear: a comerse un helado, al parque, a la peluquería, o a que se pintara las uñas, como dos buenas amigas.
Entre ambas surgió una afinidad muy especial. Aunque la señora tenía sus cuidadoras, solo permitía que su hija suplente entrara en su habitación. Para María Gabriela, era una muestra de afecto, una manera de decirle que disfrutaba de su compañía.
Después de tres años de acompañamiento, gracias a los cuidados, han logrado ralentizar su deterioro cognitivo.
Desde que comenzaron a trabajar en Mi Hijo Suplente, María Gabriela y Yanet se han capacitado para acompañar a personas de la tercera edad: hicieron un curso de primeros auxilios y un taller sobre el cuidado de pacientes con Alzheimer. Aunque siguen aprendiendo, su experiencia se ha consolidado en el día a día, junto a los 14 abuelos que acompañan hasta la fecha.
En los últimos tres años, han adquirido herramientas para abordar cada caso.
En la dinámica de las visitas cada interacción es aprovechada para identificar dolencias físicas o emocionales, que las acompañantes reportan a los familiares y al personal médico de su confianza para que sean tratados oportunamente. Sus informes documentan con detalle y fotografías todas las incidencias de la jornada. El equipo se mantiene atento a cualquier señal de alerta, porque entre los abuelos persiste la tendencia a ocultar carencias y malestares detrás de una coraza de bienestar que trata de proteger a sus seres queridos que viven fuera del país.
Por eso, otra parte de su trabajo se enfoca en hacer que quienes contratan este servicio tengan una visión más real sobre cuál es el estado de sus familiares en Venezuela. Es algo que a algunas personas las cuesta mucho porque, a pesar de que migraron hace varios años, conservan la imagen de los padres y el país que dejaron atrás.
Yanet y María Gabriela incluso han aprendido a resolver situaciones de riesgo.
Como la jornada que terminó en disparos.
El incidente ocurrió mientras se ocupaban de una señora que había presentado varias complicaciones debido a una caída. Ese día la habían dado de alta, luego de una semana de hospitalización muy complicada, porque su esposo, un hombre de 80 años, no les permitió quedarse en la clínica. Negado a separarse de ella, pasó varias noches sin dormir.
Ya en la casa, en horas de la madrugada, la paciente se orinó. Como seguía inmovilizada, con mucho dolor en la cervical, las acompañantes trataron de cambiarle el pañal con cuidado, pero ella gritó apenas la tocaron.
Las mujeres se sorprendieron con la repentina aparición del esposo, que las amenazaba con una pistola. El arma no estaba cargada, pues al topársela antes le quitaron las municiones y las escondieron. Entonces, el hombre se fue al piso de arriba. Por un momento parecía que aquello no pasaría del susto inicial, hasta que volvió y disparó al aire.
Había subido a buscar unas balas que tenía guardadas.
Las acompañantes salieron corriendo.
Enseguida llegaron los vecinos de la urbanización, y más tarde el psiquiatra al que llamaron para que las apoyara. Fue él quien les explicó, pasados unos días, que el señor había reaccionado violentamente debido a un cuadro psicótico, producido por la angustia que experimentó tras la caída de su esposa.
Finalmente, ambos se recuperaron y el episodio les enseñó a extremar las precauciones. Por eso, esconden armas, cuchillos afilados o cualquier cosa que pueda representar un peligro para ellos.
Como pasan la mayor parte del tiempo con ellos, los ancianos que cuidan ya son parte de sus afectos, se han hecho cercanos y les recuerdan a sus propios familiares. La línea que separa el trabajo de su espacio personal se ha vuelto borrosa para las acompañantes. A veces, fuera del horario de visita, reciben llamadas de alguno que quiere hablar un rato porque se siente solo.
Ellas atienden el teléfono y los escuchan, pero saben que deben asegurar ese tipo de atenciones sin descuidar el tiempo que dedican al autocuidado o a compartir con sus propias familias. Una opción en la que han estado pensando es el trabajo por guardias en diferentes turnos.
—Mi Hijo Suplente nos ha dado una visión más amplia de lo que puede ser la vida. Nos ha puesto a pensar en que no todo es diversión y gozo. La vejez es dura, cara, limitativa. A veces triste y muy sola. En el día a día no pensamos que vamos a ser viejos pronto. Este trabajo ha hecho que sepamos cómo puede terminar el cuento para nosotras —dice María Gabriela.
Yanet asiente, reafirmando las palabras de su amiga y socia.
Sentadas en una pequeña oficina de Chacao, que ocuparon hace poco, las dos emprendedoras cuentan sobre los planes para la ampliación de sus servicios.
—Hemos ido paso a paso, de manera orgánica; no arrancamos con un capital. El capital que tenemos es nuestra voluntad —subraya María Gabriela.
El equipo actual de hijos suplentes está integrado por 4 psicopedagogas que ejercen como acompañantes en el área metropolitana de Caracas, además de una red de aliados (personal de la salud, médicos y enfermeras) que los apoyan si es necesario. Por ahora están enfocadas en formar a los miembros que han ido incorporando en la filosofía y valores de su empresa: compañía de calidad, escucha activa, cercanía. Recientemente reclutaron a 9 personas para cubrir las zonas de Guarenas, San Antonio de los Altos, Mérida y Maracay.
Las fundadoras de Mi Hijo Suplente tienen dos sueños por hacer realidad: el primero es formalizar el programa “Adopta a un abuelo”, un sistema de becas para apoyar a personas mayores que necesitan compañía y atención médica. Es una iniciativa para la labor social de la empresa, que quieren incorporar en la medida que vayan creciendo. Recientemente, una clienta cedió algunas horas, que tenía disponibles cuando su madre falleció. Yanet las usó para beneficiar a un anciano que necesitaba asistencia para ir al médico.
El segundo sueño es el proyecto de una casa hogar en el que están trabajando. Tienen que estimar los costos para comenzar a buscar fondos y patrocinantes. Arrancaron con buen pie, pues ya hay dos inversionistas interesados. Con el dinero comprarían la casa, que debería acondicionarse a la brevedad posible para cumplir la meta que se planteó María Gabriela, quien quiere inaugurar el centro cuando cumpla 50 años, y ya tiene casi 49.
Están dispuestas a evaluar propuestas que puedan aportar al proyecto. Incluso si vienen de alguien que no tiene el dinero pero está dispuesto a contribuir.
—Nos encantaría encontrar a una persona que nos diga: “Yo no tengo plata, pero tengo esta casa y quiero participar”. Esa podría ser una opción.
Es lo que quieren: encontrar una casa grande, bien iluminada, en una buena zona, con áreas verdes, donde puedan desarrollar su proyecto. Que sea una casa hogar que ofrezca distintas actividades, donde los abuelos tengan libertad de entrar o salir.
Y se sientan felices, como en familia.