Un día de comienzos de 2018, Keyla, una joven embarazada de 14 años, llegó a un hospital de Barcelona, en el oriente venezolano. Estaba sola, tenía fiebre y perdía líquido amniótico. Apenas le hicieron un eco, los médicos supieron que el bebé había fallecido. La doctora Nathali Arismendi, quien entonces se estaba formando como ginecobstetra, fue una de las que la atendió. Esa joven, sin saberlo, le enseñó mucho.
ILUSTRACIONES: WALTHER SORG
Una vez escuché de un viejo y sabio profesor que para ser médico había que llenar dos saquitos sobre nuestro hombro. Uno, dijo él, era el del conocimiento, que se obtenía con el estudio y la práctica; y el otro era el de la experiencia, y ese, insistió, solo lo podíamos obtener con la observación y la paciencia de los años.
Fue él también quien dijo un día que la muerte de una mujer no solo es la muerte de un ser vivo: las mujeres son eternas. Son esposas, hijas, hermanas, abuelas, amigas, madres.
En mi experiencia profesional ha habido momentos en los que he recordado esas palabras. Como esa vez en que una paciente de apenas 14 años se cruzó conmigo y con mis compañeros para dejarme un aprendizaje. Fue una de las tantas pacientes que pasó por la sala de partos de ese hospital de Barcelona, estado Anzoátegui, en el oriente de Venezuela, donde yo hacía mi residencia como médico ginecobstetra.
Keila era muy joven para ser madre, también muy joven para morir. Tenía 14 años y había quedado embarazada de su padrastro. Vivía con su mamá, su padrastro y su hermanita en un caserío. Al centro médico llegó delgada, deslucida, prendida en fiebre, con los ojos fundidos en ojeras y una cara de llanto. Había estado perdiendo líquido durante casi dos días, tenía dolores y no sentía a su bebé. No nos respondió al preguntarle por qué nunca se controló el embarazo. Después nos dijo que no tomó medicamentos porque no tenía dinero para comprarlos.
Era comienzos de 2018 en Venezuela: el hospital al que había llegado no tenía ni una inyectadora. A veces, los médicos teníamos que examinar a las pacientes en condiciones poco salubres. Porque no solía haber agua, ni papel para camillas, ni guantes, ni cloro para lavar los pisos, ni jabón para nuestras manos.
Keila esperó sentada unos 10 minutos, en silencio, sin quejarse. La vi tan decaída que desde ese momento comencé a estar alerta. Cuando llegó su turno, la tendimos en una de las camillas ginecológicas de la emergencia y procedimos a examinarla. La joven era tan bajita que apenas si podía subir a las “burras”, que están diseñadas para mujeres adultas.
Keila me dijo que había llegado sola. También me dijo que, luego de estar caminando durante media hora, ya no aguantaba más el malestar, así que tomó el riesgo de montarse sobre la moto de un desconocido que pasó por la carretera, y le hizo el favor de darle la cola.
Mi compañera le introdujo un espéculo, e hizo maniobras para comprobar que había roto sus membranas amnióticas, esas que envuelven y protegen al bebé. Luego se le hizo un tacto, y nos dimos cuenta de que su cuello uterino no estaba lo suficientemente permeable, que su cadera era muy pequeña y que, en caso de necesitarlo, no íbamos a poder inducir el parto. No sabíamos cuántas semanas exactas de embarazo tenía, pues Keyla nunca se había hecho un eco y no recordaba cuándo había dejado de menstruar.
La pasamos a sala de eco y allí procedimos con una serie de mediciones a través del ultrasonido, y calculamos un embarazo de aproximadamente 39 semanas. Y nos dimos cuenta de que el bebé no tenía líquido ni latidos.
Conversamos con los especialistas, decidimos ingresarla, ponerle antibióticos y llevarla a quirófano para realizarle una cesárea lo más pronto posible.
Allí empezó lo que los médicos llamamos “la odisea de la guardia”.
Poder conseguir lo necesario para intervenirla fue un camino de obstáculos. Ella llegó sola al hospital, por lo que no contábamos con el apoyo de familiares, no había sangre para transfundir si la necesitaba, y en el centro no había antibióticos, solo unas pocas ampollas disponibles a conveniencia “para estrictas emergencias”, y para poder disponer de ellas teníamos que hablar con varios coordinadores en otros servicios y contactar vía telefónica al mismísimo director.
Comenzamos a llamarlo, pero no contestaba. Al rato, a eso de las 11:00 de la noche, autorizó que usáramos apenas dos ampollas: se las pusimos a Keyla, la hidratamos y la llevamos a quirófano.
En la cesárea, extrajimos al bebé. Aparentemente tenía de dos a tres días sin signos vitales, estaba esfacelado, con mal olor, y caliente al igual que el útero de la paciente. Realizamos un lavado solo con solución salina en toda la cavidad para tratar de disminuir la infección, y decidimos cerrarla, y pasarla a observación para controlar sus signos vitales.
Cuando estuvo más consciente, le explicamos qué había ocurrido con su bebé.
Escuchó en silencio, no quiso verlo. No lloró.
El resto de la noche se mantuvo un poco más estable, dormida sobre una cama sin sábanas. Una paciente le regaló unas toallas sanitarias para poder contener la sangre que manaba de ella, y le pusimos medicamentos para el dolor y la temperatura.
Al día siguiente, seguía de turno por sala. Me asomé a verla, le dimos un poco de nuestra agua y le preguntamos si vendría alguien a traerle comida y ropa. Nos dijo que lo dudaba. Le pedimos un número para contactar a su mamá y esta vez no nos dijo nada: se quedó callada. Le pedimos algunos datos y gestionamos ayudas con servicio social, solo “por protocolo”, pues nunca nos daban respuesta.
Siguió con fiebre. Nos preocupaba que desde la cirugía no habíamos podido conseguirle más dosis de antibióticos, y mucho menos a las horas indicadas. Nosotros hicimos lo que debíamos hacer: escribir en la historia clínica nuestras órdenes médicas, nuestras sugerencias según el caso, para que se recuperara. Pero claro, nada garantizaba que se cumpliría.
Justo en esos meses, a principios de 2018, el desabastecimiento de medicamentos e insumos era nuestro mayor dolor de cabeza. Estamos hablando de un hospital universitario tipo IV: eso quiere decir que es el más grande de Anzoátegui, y que los casos más delicados de las otras ciudades llegaban a nuestras instalaciones. Como en los demás centros de salud no tenían nada, y no estaba permitido “contrarreferir”, prácticamente todo los casos nos llegaban a nosotros, que tampoco teníamos cómo trabajar. Los pocos insumos que teníamos no alcanzaban. En las farmacias cercanas se sentía la escasez, y no todos los pacientes tenían dinero para comprar allí.
Ante el caso de Keyla, no sabíamos qué hacer. Al ver que ya eran casi las 4:00 de la tarde y no había comido nada, nos preocupamos: entre médicos, enfermeras de turno y dos pacientes con las que compartía el cuarto reunimos dos arepas y galletas. Comió con ganas. De lo poco que conseguimos, guardó “algo para después”.
Con los días, poco a poco, se fue sintiendo más cómoda para hablar.
Nos contó que su mamá no aparecería, pues tenía miedo de que, al ver lo que había pasado con Keila, tomaran represalias legales contra ella por haber permitido lo de su padrastro, que también abusaba de ella, y le quitaran a la niña pequeña. Esa era también la razón por la que no quiso llevarla antes al hospital. Keila nos dijo que quería ser maestra, que una de sus vecinas le había enseñado a leer y a escribir porque nunca había ido a la escuela, pero siempre soñó con estar allí. Nos contó su preocupación por su hermanita, quien seguía en el mismo techo del que ella huyó.
Nos dijo que aún no quería ser mamá. Que no estaba preparada.
Pasaron tres días y ella no había recibido los medicamentos que necesitaba. La fiebre empeoró, su herida empezó a secretar pus, y sus signos vitales comenzaron a deteriorarse. Decidimos con los especialistas volver a llevarla a quirófano para hacerle otro lavado con solución salina, y tratar de mitigar la infección para sentir que hacíamos algo por ayudarla. Mientras esperábamos que con suerte aparecieran los antibióticos, reunimos algunos de los materiales quirúrgicos.
Cuando abrimos, todo estaba infectado: había tanto pus en su cavidad abdominal que sus vísceras se habían adherido entre sí; y el útero estaba cambiado de coloración, se estaba volviendo negro. Decidimos extirparlo para eliminar al menos otro foco de infección. Con gran pesar le hicimos una histerectomía a una adolescente de 14 años. Ya no podría tener bebés.
Por lo pronto, esperábamos que mejorara algo.
Pasaron unos días y siempre estábamos pendientes de Keila. Su familia nunca apareció, así que le construimos una en el hospital. Los médicos tomamos por costumbre llegar y preguntar por ella, vigilar su estado, llevarle algo de comida de nuestras casas porque en el hospital no la repartían, algo de ropa y algunas cosas de aseo personal, lo que podíamos comprar.
Ella no mejoraba. No había cómo hacerle los exámenes que requería. Optamos por ponerle el antibiótico que conseguíamos, para que al menos recibiera algo. Era lo que nosotros llamábamos “un cóctel”, prácticamente un placebo, porque ella necesitaba antibióticos más fuertes: Ceftriaxona, Meropenem, Vancomicina, Ciprofloxacina. Cualquiera. Ya fuese de los pocos en ampollas que llegaban al hospital; en tabletas de los que quedaban en nuestras casas; de los que les sobraban a algunas pacientes. Ya no nos importaba si eran diferentes, si no cumplíamos las dosis a las horas correspondientes o si estaban vencidos (aunque sabíamos que no debíamos hacerlo), ella los necesitaba y nosotros lo intentábamos.
Sin embargo, no logramos hacer que su estado de salud mejorara.
El día 12 decidimos operarla nuevamente . Ya ella conocía el procedimiento: se acostó en la mesa operatoria esperando a que le pusieran la anestesia. En ese momento hubo un espacio, me agarró la mano por sorpresa, me miró y me dijo:
—Por favor, no dejes que me muera.
Yo sonreí nerviosamente y le dije con una falsa seguridad: “Tranquila. Nos vemos cuando despiertes; vas a estar bien”.
Cuando abrimos, vimos que la infección había empeorado, casi todo se había vuelto necrótico. No podíamos hacer mucho más: intentamos lavar y aspirar.
Diecisiete minutos de cirugía, dos paros cardíacos.
Ella no volvió más.
Pero la vida en el hospital continuó.
He visto a muchos pacientes morir a lo largo de mi carrera. Pocos lo saben, pero nos enseñan a insensibilizarnos ante la muerte o al menos a ocultar nuestros sentimientos. A veces nos apegamos a los pacientes cuando los conocemos un tiempo antes de que se vayan. La de ella era una muerte más. Pero ella en especial fue una de las que me ha hecho reflexionar sobre el sentido de la vida. Sobre que era muy pequeña, tenía sueños y quería luchar y proteger a su hermana. Quince minutos antes tenía vida, tenía voz, habló conmigo, traté de ser Dios con ella, quise curarla, le hice una promesa. Quince minutos después, ya no estaba.
Somos frágiles, fugaces.
Los médicos, no somos una especie distinta, pero a veces lo olvidamos: ese día experimenté, como médico, lo que solo es ser humano.
La mortalidad materna se suele usar a nivel mundial como indicador del desarrollo de un país y de las condiciones de vida de la población. Las muertes maternas generalmente son evitables si se cuenta con los servicios sanitarios, condiciones y materiales adecuados y accesibles para poder dar atención obstétrica a las pacientes. En Venezuela, por lo general, se solapan los datos reales sobre este y otros indicadores importantes; los anuarios de mortalidad y morbilidad materna, perinatal y de embarazo adolescente no se actualizan con frecuencia. Aun siendo obstetra me pregunto: si embarazarse constituye un riesgo de muerte incluso para aquellas que desean hijos, ¿qué queda para las que no lo escogieron?
¿Qué habrá pasado con la hermanita de Keila?
Ese año murieron muchas esposas, hijas, abuelas, hermanas, amigas, madres; ese año murieron muchas mujeres en mi país. Digo que fueron muchas porque estando allí perdí la cuenta de las que fallecieron. No sé cuántas. Son cifras que muchos quieren mantener ocultas. Pero las vidas siempre son más que cifras. Son sueños. Son nombres. Como Keila.
Esta historia fue producida en el curso Medicina narrativa: los cuerpos también cuentan historias, dictado a profesionales de la salud en nuestra plataforma formativa El Aula e-nos.