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Gabriel Hernández | 14 dic 2024 |
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Una casa arrasada por la tragedia de Vargas de 1999. Un joven de La Guaira que quiere ser actor, pero cuya familia le insiste en que mejor se dedique a otro oficio. Una compañía de teatro que nace, después de la tormenta, en aquella vivienda aún deteriorada. Vecinos que, tiempo después, llegan al patio de esa quinta para sumergirse en historias. Es la historia de Casa Teatro

FOTOGRAFÍAS: GABRIEL HERNÁNDEZ | YOHAN CARREÑO | RIGOBERTO BURGOS 

La fachada de la quinta Anaté no ha sido pintada en muchos años. Las paredes son de un tono beige desgastado, que se degrada hacia un verde producido por la humedad. Le faltan láminas al techo raso y las rejas están oxidadas. En la ventana derecha hay un letrero que dice “Bienvenido”, acompañado de dos máscaras que representan la comedia y el drama. En el patio, una obra está a punto de comenzar. Hay actores maquillándose mientras otros terminan de vestirse y algunos repasan sus textos. Los asistentes de escena alistan la utilería y ajustan detalles de sonido.

Las luces ya están encendidas. El público espera afuera, en el porche. El director, Humberto Pacheco, con un cigarrillo en mano, da las últimas indicaciones. Camina de un lado a otro. Parece estresado. Faltan minutos para las 7:00 de la noche, la hora exacta de la primera función de Amigos 3 Leches. Para Humberto esta es una noche importante. Tan importante como este patio, como esta casa. Esa obra participa en la 21ra edición del Festival Teatral de Autor, un evento cultural que incluye talleres, charlas y presentaciones escénicas: compiten 16 compañías en 6 salas de Caracas, 2 de Nueva Esparta y 1 en La Guaira. 

Es la oportunidad que ha estado esperando.

Hubo un tiempo en que esta vivienda —ubicada en la urbanización Vilachá, de la parroquia Maiquetía— no era sino ruinas. Y lodo. Y tristeza. El 15 de diciembre de 1999, en el estado La Guaira (entonces llamado Vargas), no había escampado en dos días. Los ríos amenazaban con desbordarse. Algunos vecinos comenzaron a salir de sus casas en busca de refugio, pero Humberto, entonces un hombre terco de 38 años, decidió quedarse con su mamá, su tía y su prima. Se fue a dormir en el primer piso de la quinta. 

Al amanecer, a las 5:00 de la mañana, se despertó por los gritos de una prima:

—¡Humberto, tienes que venir! ¡El agua está comenzando a entrar a la casa, necesitamos ayuda!

—Eso es imposible. Estamos lejos del río. Déjame en paz y sigue durmiendo.

Ella continuó gritando y él, molesto, se asomó a ver cuál era la urgencia. 

Al abrir la puerta una enorme ola de lodo con agua muy caliente casi lo derriba. Varios vecinos debieron haber visto la escena desde sus ventanas porque se apuraron a auxiliarlos. Primero las sacaron a ellas, pero cuando intentaron ayudarlo a él, este se rehusó: no quería abandonar su casa, su hogar. 

—Deja eso así, todo lo que hagas ahora es inútil, el lodo sigue entrando— le decía un vecino—. ¿Te quieres morir? 

Le insistió hasta que logró convencerlo de que no tenía sentido permanecer allí. Cuando finalmente salió, notó que la vivienda estaba prácticamente hundida en el lodo. Sí, habían perdido todo. Como les pasó a miles de miles ese fatídico día. La cifra de fallecidos nunca se conocería con precisión, pero según George Weber, representante de la Cruz Roja Internacional, al menos 50 mil personas habrían muerto. Se considera el segundo desastre natural con mayores pérdidas humanas y materiales de Venezuela, luego del terremoto de Caracas de 1812. Se cuentan 5 mil 342 casas destruidas y 2 mil 667 parcialmente afectadas. La llamada Tragedia de Vargas aparece en el libro Guinness 2000 como el alud de barro que mayor número de víctimas mortales ha ocasionado en el mundo. 

Humberto, su madre y su tía se fueron a donde unos familiares, cuya vivienda no quedó tan afectada por el deslave. Allí pasaron varias semanas. Y en marzo del siguiente año, como no tenían donde vivir, volvieron a habitar la quinta Anaté: poco a poco la fueron reconstruyendo. Lograron convertir esa estructura deteriorada, arrasada por el agua, en un hogar. 

Pero Humberto prefirió no vivir en ese lugar que tan malos recuerdos le traía. Y se mudó a Caracas, a media hora por carretera. En esa ciudad revivió en él una vieja ilusión que parecía sepultada para siempre: la de ser actor de teatro. De niño había soñado con los escenarios. Cuando veía las telenovelas en casa, cuando actuaba en el grupo de la iglesia, cuando cantaba en el coro, sentía que las tablas eran su mundo, su espacio natural. Pero la familia no vio con buenos ojos esa vocación. Su abuelo, por ejemplo, le sugirió que mejor se dedicara a algo más productivo: “Consigue algo mejor para que cuentes con nuestro apoyo”, le dijo. Entonces Humberto obedeció. Se dedicó a la docencia; por años y años dio clases en colegios del estado Vargas. 

Ahora, en Caracas, brotaría de nuevo su verdadera vocación. Un día, Jan Thomas Mora, un dramaturgo amigo suyo, lo invitó a la función de una obra que dirigía. Él asistió y allí, como parte del público, se sintió increpado. 

¿No podía estar, más bien, del otro lado, viviendo esa magia? 

Se respondió que sí, sí podía: con 41 años decidió inscribirse en la Escuela Nacional de Artes Escénicas César Rengifo, de Caracas. En una actividad, le pidieron hacer el ejercicio de llamar a una persona que ya no se encontrara en este mundo, decirle algo que quisiera expresarle desde el fondo de su corazón. 

Él decidió hablarle a su abuelo:

—Te llamo para decirte que seré actor. En vida te complací, pero ahora es momento de perseguir mi verdadera pasión. He encontrado el lugar al que pertenezco.

A los años, Humberto se graduó y comenzó a trabajar en una productora y a actuar en distintos montajes. Así fue haciendo su vida en una ciudad en la que nunca antes había vivido. Esporádicamente visitaba a su familia en La Guaira. Eso sí, jamás se quedaba más de un fin de semana. No se hallaba allí. De hecho, dejó de ir cuando fallecieron su madre y su tía. 

La quinta Anaté quedó vacía y, conforme pasaban los años, iba convirtiéndose en una madriguera. Tanto que un día de comienzos de 2020, vecinos de la casa llamaron a Humberto, preocupados, porque sentían que corría el riesgo de ser invadida. 

“¿Por qué no regresas?”, le preguntaron.

Por esos días, la movida cultural de Caracas estaba detenida debido a la pandemia de covid-19. Los teatros habían cerrado. No tenía mucho qué hacer. Quizá por eso no se le hizo tan difícil volver a cuidar la propiedad que le habían dejado en herencia y que antes no le había interesado. Claro que allí se sentía extraño. Tenía demasiados años fuera de ese espacio en el que había vivido. No conocía a muchas personas, la urbanización había cambiado considerablemente. Pero ahí se mantuvo durante esos meses lentos de confinamiento. 

El 24 de diciembre de ese 2020 se acercó a la iglesia a ver una obra teatral sobre el nacimiento de Jesús. Le encantó lo que vio y corrió a preguntarle a una amiga quién había hecho ese montaje. Había sido Jean Carlos, un estudiante del 5to semestre de Teatro en la Universidad Nacional Experimental de las Artes (Unearte), un chico que producía y dirigía obras de Teatral Club, una pequeña compañía cristiana católica de niños y adolescentes. 

Humberto se puso a la orden para ayudarlos en la formación actoral, pero Jean Carlos no le prestó mayor atención. No supo más de él hasta un tiempo después, el 7 de enero de 2021, cuando fue a visitarlo: Humberto se sorprendió al verlo en la puerta de su casa. 

—Necesito hablar contigo. El párroco ya no desea que Teatral Club continúe dentro de la iglesia por el repunte de los casos de covid-19. Sé que me ofreciste tu ayuda y acá estoy —dijo muy preocupado. 

—¿Pero qué puedo hacer yo?

—Prestarnos tu casa. Únicamente usaríamos el patio; es más, no te vamos a molestar, ya que podemos entrar por el lateral derecho.

A Humberto le pareció buena idea. Le dijo que sí y, a partir de entonces, se fueron haciendo amigos y consolidando el proyecto: cada día se reunían en ese patio más de 30 niños, niñas, adolescentes y adultos a diseñar coreografías y vestuarios, a repasar textos, ensayar… se dedicaban horas y horas a ser otros. Humberto y Jean Carlos los iban formando en actuación, voz y dicción e improvisación. Y dieron con un nombre para esa compañía que estaba naciendo: Casa Teatro.

Poco a poco, levantaron dos muros para separar el patio de las viviendas contiguas, pintaron las paredes, comenzaron a reparar el piso del patio lleno de agujeros. Todo eso con dinero que reunía el elenco. Algunos vecinos donaron o prestaron artículos para la utilería. Y así, esa casa desolada se convirtió en el epicentro de un movimiento que llamaba la atención. Era común que llegaran nuevos interesados en formar parte de la compañía. De hecho, para diciembre de ese 2021 ya eran 64 actores los que la conformaban. Cada fin de semana presentaban allí, en el patio de Anaté, las distintas obras que montaban con esmero de lunes a viernes. Casa Teatro se fue haciendo popular en Maiquetía: había que llegar temprano porque siempre se agotaban las entradas.

En febrero de 2022 Humberto recibió una noticia que sintió como una estocada: Jean Carlos le comunicó que no podía continuar con el proyecto. Necesitaba dedicarse a un trabajo que le pagara un sueldo. Porque era una realidad que Casa Teatro, ese espacio que amaba, no producía muchos ingresos. Con las ganancias que obtenían apenas lograban pagar algunos pasajes.

Jean Carlos se bajó del escenario, y con él un grupo de actores. Muchos lo hicieron para migrar junto con sus familias.

Y así, una vez más, Humberto encontró de nuevo la soledad y la oscuridad en esa casa.

No se imaginaba siguiendo sin Jean Carlos, así que canceló los ensayos y los proyectos futuros se desdibujaron.

Por dos meses Casa Teatro volvió a ser simplemente la quinta Anaté. 

Sin embargo, una chispa no se apagaba del todo. 

Parecía imperceptible, pero ahí estaba. 

Un día, Samuel Rodríguez, uno de los adolescentes formados en Casa Teatro, abordó a Humberto: 

—Sé que para ti es difícil. Pero no puedes dar todo por perdido. 

—La compañía necesita de mucho trabajo para salir adelante. No creo que pueda estar solo.

—Pero es que no estás solo. Se fue Jean Carlos, pero nosotros seguimos acá contigo. No queremos que esto culmine, al menos no por ahora y de esta manera.

—¿Estás seguro de que podremos hacerlo?

—Segurísimo. Y si fallamos será porque no tenemos el talento, pero jamás por no tener el valor de hacerlo.

Entonces, las luces se encendieron una vez más. Volvieron los actores con su magia, las risas, el desparpajo y el drama, a contar historias. 

En el patio de la casa, como en los viejos tiempos. 

También volvieron los aplausos que, como esta noche, resuenan. 

Cuando a Humberto le dieron la noticia de que había sido aprobada su solicitud para participar en la competencia del Festival Teatral de Autor, casi saltó de emoción. Era la oportunidad que un año atrás le habían rechazado, cuando aspiró por primera vez. Le dijeron que era una compañía de poca trayectoria. Ahora, Casa Teatro competiría con compañías que tienen más de 10 años. En el correo en el que le avisaron que había sido admitido, aparecían las condiciones a cumplir: debía adaptar una obra de alguno de los cinco autores homenajeados en la edición y no superar los 30 minutos. Él y sus actores pasaron cinco meses ensayando, diseñando la utilería, confeccionando el vestuario, haciendo una gira de medios… hasta hoy, que presentan el resultado de ese trabajo.

Un trabajo que los llenaría de satisfacción: a los días, se sabrían ganadores de seis de las siete categorías a la que fueron nominados: Mejor Dirección, Producción, Vestuario, Musicalización, Diseño Gráfico, y Talento Novel.

Esos reconocimientos son las señales de que van por buen camino. De que la casa, poco a poco, vuelve a llenarse de color. De que valió la pena persistir.

Gabriel Hernández

Periodista y sociólogo. Creo en el periodismo con enfoque en derechos humanos. Cuento historias que permitan entender el presente, pero sobre todo, que busquen cambiar el futuro.
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