Sintiéndose insegura y preocupada por su futuro en Venezuela, Carina y su hermana emprendieron una travesía que las llevó a recorrer Centroamérica y México hasta llegar a Estados Unidos. Allá intentan comenzar una nueva vida, a pesar de que en este momento su destino es incierto.
ILUSTRACIONES: WALTHER SORG
Supe que debía irme de Venezuela cuando unos hombres del Ejército de Liberación Nacional (ELN) me intimidaron mientras hacía la reportería para un trabajo periodístico. En verdad, esa certeza de migrar me vino, concretamente, tres días después, cuando entendí que no podía denunciar el hecho ante la policía del Táchira: allí, en lugar de atenderme, me pidieron dinero. O sea, me extorsionarían para “ver” si al final tomaban mi denuncia.
Voy a contar esta historia porque soy periodista y reconozco lo valioso de contar estas vivencias. Por razones que se entenderán en el desarrollo de mi relato, cambiemos mi nombre; digamos que soy Carina.
Ese episodio con el ELN fue a inicios de 2024. Yo vivía en una ciudad tachirense fronteriza con Colombia. El reportaje en el que estaba trabajando era sobre la migración venezolana: quería contar cómo los tachirenses son quienes más solicitan la Necesidad de Protección Internacional (NPI) en Colombia, una suerte de asilo, ya sea por persecución política o por violencia armada y organizada.
Yo sabía de la presencia del ELN en mi pueblo desde hace años. Controlan zonas y comercios en la frontera. Son muy territoriales, como toda guerrilla. Normalmente se visten de civiles. Tenía mucho cuidado con eso. Sin embargo, ese día no le advertí a la colega que estaba haciendo la reportería conmigo que no grabara en cierto lugar. Y ella grabó. Y fue entonces que sucedió: unos tipos nos siguieron en motos, nos quitaron los celulares, nos amenazaron. Me revisaron, vieron que no tenía nada. Pero nos tuvieron como tres horas rodeadas.
Miraba a mi amiga, miraba a los guerrilleros revisando todo, y me decía: “Dios mío, ¿y si nos hacen algo? Primera vez que me pasa esto”. Rezaba muchísimo. Le insistíamos en que no les habíamos tomado fotos, que no los habíamos grabado. Que el trabajo que hacíamos no sería sobre ellos. Pero nos ignoraban. En un momento de rabia les dije que iba a denunciarlos con una autoridad, pero me decían que acá las autoridades no son nadie.
—Y usted vive aquí, ¿verdad? —me dijeron mientras señalaban en un mapa mi casa, donde vivía con mi familia.
Tuve que decir que sí… (porque no sabía qué me pasaba si mentía).
—Bueno, si sale algo de esto que grabaron, claramente vamos a ir por usted.
Y, con esa amenaza, me dejaron ir.
A pesar de sus sentencias, pensé en ir con la policía, y ahí vi cómo nuestra población es tan vulnerable. Una y otra vez fui a poner alguna denuncias de tránsito o de delitos que veía en la calle, y no me prestaban mayor atención. Hasta que me pedían dinero. Me sentí muy indignada. Ver tanta corrupción, ver que estamos a expensas de gente que se aprovecha de nuestra situación…
Entonces comencé a pensar en que uno estudió, que uno se preparó para ser profesional, y que los salarios no alcanzan… que uno solo sobrevive. ¿Cuándo uno va a tener su casa? ¿Cuándo uno va alcanzar la estabilidad?
Muchos amigos ya se habían ido a Estados Unidos. Según el gobierno estadounidense, unos 770 mil venezolanos vivían allí para finales de 2023, la mayoría con solicitudes de protección como un asilo. Lo más seguro es que son más, pero no han actualizado esas cifras.
Conversé con varios de esos amigos para saber cómo era irse caminando por Centroamérica. Ellos me contaban y muchos me alentaban a salir. Sé que es duro marcharse, pero uno los ve a ellos y se dice: “Bueno, si ellos pudieron salir adelante, yo también puedo. Yo también puedo salir adelante”.
Mi hermana se había regresado de Chile. Ella decía que allá la economía tampoco está muy estable y mi familia la convenció de volver: “Para ahorrar pasando roncha, es mejor hacerlo acá”. Pero al llegar sintió las dificultades propias de vivir en una crisis humanitaria, así que se planteó migrar de nuevo. Fue así que decidimos irnos juntas.

Planificamos todo para irnos por carretera en marzo de 2024, pero terminamos saliendo en abril. Mi destino era Estados Unidos. La noche antes recé: “Señor, si es tu voluntad, que tú hagas conmigo como hiciste con Josué y con Moisés. Y si no es tu voluntad, ciérrame las puertas”.
No me tardé diciendo adiós. Si me despedía, no me iba.
Cuando nos tocó atravesar el puente Simón Bolívar, ese que separa a Venezuela de Colombia, veía cómo mucha gente salía de mi país: sobre el puente, debajo del puente y atravesando el río… Era un flujo que no podían detener. Atravesamos Colombia en buseta hasta llegar a Necoclí, el poblado antes de llegar a la selva del Darién. Ahí unos me decían que el trayecto tardaba un día, otros decían que en realidad eran tres días, porque estaba lloviendo.
Y cuando decían que llovía, era un aguacero.
Llovió desde que entramos hasta que salimos de la selva, en tres días. Tanto así que tuvimos que pedir ayuda para cruzar los ríos, porque estaban muy desbordados.
Ahí vi muertos, cadáveres de niños, de madres con sus hijos… De vidas que quedarán en la opacidad.
También nos decían que tuviéramos cuidado, que en ese camino hay violadores, que si no les dabas el dinero, podían abusar de ti. Eso ya me lo esperaba: la ONG Médicos Sin Fronteras viene advirtiendo desde hace años que eso sucede. Nos hicimos amigas de otras migrantes y formamos grupos para dormir con cierta sensación de protección. Estuvimos a salvo. Supongo que la lluvia espantó la malicia.
Veía cómo otras madres cargaban a sus hijos por el río y eso me motivaba.
“Si ellas pasan, yo también puedo”, me decía.
Ya cuando uno llega a Río Chiquito, un poblado indígena, te llevaban a un campamento panameño para comer y comprar ropa y que nos tomaran los datos. Allá los funcionarios panameños nos montaron en una buseta para ir al siguiente país: Costa Rica.

Uno siente que se terminaba el martirio, pero el camino no terminaba.
Cada uno o dos días teníamos que cambiar de bus. No podía ver mucho por las ventanas. Lo que más recuerdo son las casas de Nicaragua: con techos de zinc y paredes de paja.
Lo que sí nunca te dicen es la cantidad de dinero que uno gasta. Yo había salido de Venezuela con 1 mil dólares, pero, con los ahorros de mi hermana, terminamos gastando como 2 mil 500. En Honduras un hombre me decía que por unas 500 lempiras, la moneda local, me quedaba a vivir con él. Yo ni loca acepté. Ahora me doy cuenta que eso no llegaba ni a 20 dólares.
Pero donde sí vi mucha corrupción fue en Guatemala, Dios mío. Allá cada vez que veíamos a un policía paraban la buseta y nos pedían dinero. Era idéntico a las alcabalas dentro de Venezuela. Yo rezaba, me decía que si me llegaban a robar que nunca me tocaran. Nos amenazaban con deportarnos, pero no podían.
Otros migrantes me decían que nos tocaba “suave” porque viajábamos de día. Si uno lo hacía de noche te vejaban, no importaba si eras un niño.
Apenas cruzamos la frontera con Guatemala, cuando llegamos a Ciudad Hidalgo, tuvimos que cruzar el puente del río Suchiate y pernoctar en un puerto. Solo teníamos cartones para dormir. Para bañarnos teníamos que pagar, y así se fueron gastando más los ahorros. Con lo último que teníamos, viajamos hasta Ciudad de México, después llegamos a un poblado en Xalpa en Tepotzotlán, a 78 kilómetros de la capital.
Allí estuve mes y medio trabajando en una zapatería de unos chinos.
Ya cuando pudimos ahorrar, entre mi hermana y yo logramos reunir como 300 dólares, por lo que nos fuimos de nuevo en bus hasta llegar a la ciudad de Matamoros, en la frontera con Estados Unidos. En ese camino tardamos unos 15 días más. Cuando llegué me puse con mi hermana a llenar el formulario de la plataforma CBP One, que permitía una estadía o protección humanitaria en Estados Unidos. La plataforma te daba una cita y entonces tenías que cruzar un último puente: uno que atravesaba el Río Bravo y llegabas a Brownsville (Estados Unidos).
Ahí te volvían a inspeccionar, te tomaban datos, te revisaban. Pero ya uno estaba más tranquilo. Recordaba todo lo que tuve que pasar, esos 89 días recorriendo el continente.
Una vez que me hicieron el chequeo, me dieron una tarjeta: un parole humanitario. Entonces pude pasar. Esperamos a un amigo que ya vivía en Estados Unidos, quien nos buscaría y, al fin, llegamos hasta Denver, Colorado.
Fue en julio de 2024.

Ya en Denver me separé de mi hermana y ahora vivo por mi cuenta.
Desde enero de 2025 el gobierno estadounidense está revocando el parole humanitario. Los venezolanos están luchando en los tribunales para mantenerlo. Obviamente, no estoy ejerciendo como periodista. Estoy como ayudante de mesero en un restaurante, de “baser”, y de lavaplatos. En las noticias se ha documentado que el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos ha detenido a varios venezolanos sin antecedentes penales y los deportan de nuevo a Venezuela o a El Salvador. Pero en este momento estoy solicitando un asilo, estoy en ese proceso.
Ojalá al fin pueda sentirme completamente segura. Mientras tanto, me tocará seguir trabajando y ver qué me deparará Dios.
Tengo fe de que lo mejor vendrá.
Por motivos de seguridad hemos omitido la identidad real de la protagonista de esta historia.

Esta historia fue producida en el Programa Formativo Contar Fronteras, una alianza entre El Bus TV, Runrun.es y La Vida de Nos para mostrar la realidad en estados fronterizos de Venezuela.