Jorge Santiago tuvo un pasado de violencia y excesos. Situación que cambió cuando hizo familia, aunque el fantasma del pasado lo seguía acechando. Hasta un día que recibió un sacudón que lo pondría ante una encrucijada: terminaba de enmendar su camino o lo terminaba de torcer. Hoy es un activista que intenta sacar de la violencia a muchachos de su comunidad.
Ilustraciones: Antonio Sapene
Jorge Santiago se llevó la botella de aguardiente a la boca. Dio un trago tan largo como lo había sido su vida y sintió en la garganta un ardor parecido al que había impulsado todas sus acciones. Pasó la botella a uno de los tantos pares de manos que se agitaban al ritmo de una música que sonaba como bombas que revientan la esperanza. Sintió los dedos de diferentes mujeres que lo acariciaban, hasta que vio a una sobrina caminar por delante de la casa.
“Ah, vaina, ¿a esta qué le pasa?”, pensó al notarle los párpados hinchados.
La muchacha, de pupilas ahogadas, lo llamó.
—Nooo, chica. Deja el fastidio. Yo estoy es rumbeando.
Ella siguió su camino: Jorge es un saco de cemento de casi 1,90 metros al que pocos se atrevían a contrariar.
Entonces, apareció otra sobrina, con un semblante parecido pero la actitud de un mensajero que sabe que no tiene mucho más que perder.
—A tu hijo lo acaban de matar allá abajo —le escupió.
Su cabeza llena de ruido, sus pulmones hinchados de rabia, su nariz llena de excesos, su hígado resentido; todo se unificó en un vacío lleno de vértigo: el mundo se condensó en una situación que callaba todo lo demás.
El vacío en el que se sumerge todo cuerpo que está por experimentar un duelo.
La nada.
Minutos después, la novia de su hijo Yorman, con el vientre hinchado de un bebé que no conocería a su padre, lloraba sin disimulo. Yorvin temblaba: no soportó la imagen que ofrecía el cadáver de su hermano y salió corriendo. Jorge vio el cuerpo de su hijo mayor, asesinado a manos de un malandro resentido, tendido sobre el suelo. Pensó en su esposa que estaba refugiada llorando. Una mano le ofreció las pertenencias de su primogénito.
Habían pasado dos años desde que compró una póliza de seguros, previendo que algo así pudiera pasar.
Maldita sean las probabilidades.
Sus venas se hincharon: todos en el barrio sabían quién era Jorge.
Y él estaba dispuesto a recordárselo al asesino de su hijo.
La Patrullera 13 fue su última estación en la milicia. Había recorrido media Europa, había terminado el bachillerato y había estudiado cocina gracias a la Marina. De hecho, Jorge había descubierto que podía tener una vida decente sin robar o batirse a tiros: que ser la oveja descarriada de su árbol genealógico —esa que, pese a todo, siempre fue la más dada a las labores de casa— no lo excluía de tener virtudes que lo hicieran un marino ejemplar. Uno contestón, que se rebelaba cada tanto y al que de vez en cuando metían tras barrotes para hacerlo escarmentar, sí; pero ejemplar al fin. Era un líder nato, capaz de dirigir un batallón de hombres para embellecer embarcaciones en las que antes se vivía según la ley de las cucarachas y las ratas.
Pero el tiempo que pasaba lejos de su esposa y sus tres hijos —Yorman, Yorvin y Yorxilef — comenzó a desgarrarle la piel. Por eso, solicitó un cambio de regimiento a un lugar en el que pudiera estar más cerca de su gente. Cuando le llegó la autorización, sintió que el cuerpo se le descomprimía: corrió a mostrársela a su superior, pensando que este se solidarizaría con él. Se equivocó. El comandante le dijo, alzando la voz, que no se iba a ningún lado. “Porque no me da la gana y punto”.
Por toda respuesta, Jorge se abalanzó sobre él.
Sus compañeros impidieron que la sangre deviniera en asesinato. Él se dirigió a la salida, en donde dos oficiales le cerraron el paso. A uno le hizo una llave.
—Si me tocas, te mato —advirtió al otro.
Viajó hasta su Artigas natal y pasó el fin de semana abrazando a su esposa y a sus hijos. El lunes siguiente, fue a la Comandancia General y se enteró de que su contrato había expirado un día antes de que le rompiera el rostro al comandante. Por eso y solo por eso, no lo podían tocar. El problema era que ya no tenía trabajo. Y si firmaba un nuevo contrato lo iban a meter preso al menos por seis años: había un radiograma en el que lo acusaban de insubordinación y agresión.
Al pensar en sus hijos no le fue difícil decidir.
Impedido de trabajar en cualquier cuerpo de seguridad del país, experimentó cierto déjà vu teniendo que salir a la selva de cemento a buscar cómo ganarse el pan. Como en su juventud, saltó de un trabajo a otro. Pero a diferencia de esos años, en los que no había ni siquiera un asomo de brújula que le indicara que la vida podía trascender más allá del siguiente fin de semana, ahora evitaba delinquir mientras sentía que el ímpetu que siempre lo había caracterizado se aplacaba: sus tres hijos eran un espejo en el que veía sus defectos. Defectos que no quería que ellos imitaran.
Acaso, en un guiño al pasado, hizo alguna pillería puntual. Por ejemplo, una trampa junto a un amigo que, luego, se negó a darle su parte del botín. Sintiendo avivar el fuego de su pecho, buscó una pistola, persiguió a quien lo había “estafado” y le disparó mientras lo veía huir a toda prisa. Meses después, se enteró de que el hombre había perdido un pulmón, lo habían operado y se había marchado del país.
Esa era la clase de cosas en las que Jorge Santiago no quería ver a sus hijos involucrados.
Pero Yorman, el mayor, coqueteaba con las mismas sombras que oscurecieron la adolescencia de su padre. Había dejado el bachillerato, se había mudado a casa de sus abuelos y pasaba cada vez más tiempo en la calle: en esa forma de ocio en la que se sumergen los adolescentes que creen que el tiempo es un témpano que nunca se derrite.
Yorman, además, era el único de los tres hijos que conocía el pasado de su padre.
Asumir los defectos del otro crea vínculos: es más fácil relajarse con quien conoce tu sombra que con quien nada más quiere ver tu luz. Por eso Jorge se abría. Día tras día, le decía a su hijo que lo quería: que no se metiera en problemas.
Yorman, dicen, no pasaba de flirtear con los demonios. No delinquía, no pertenecía a ningún grupo. Solo era amigo de dos líderes de bandas enfrentadas. Uno de los cuales quería que lo ayudara a emboscar al otro, pero él se negaba.
En ese despiadado laberinto en el que se cocina el infierno, los demonios aplican la ley del “o estás conmigo o estás en mi contra”. Y hacen que se cumpla a la fuerza. Por eso, Jorge hablaba con él cada vez que podía. Por eso, también, un día en que el ruido de la cocaína se disipaba de su cabeza mientras se estiraba en el sofá, sintió que la culpa le golpeaba la nariz.
Buscó a su segundo hijo, Yorvin, para sincerarse. Para contarle todo sobre su historia. Todo.
A los 13 años dejó los estudios. Era 1981 y su afición principal era ahogarse en ron y perseguir mujeres. Se la pasaba con la pandilla Los menores, con la que de tanto en tanto le tocaba robar a transeúntes desprevenidos. O batirse a tiros con bandas rivales. En eso anduvo hasta que, a los 17 años —ya siendo papá y teniendo una novia “seria”—, se fue a la Escuela de Grumetes. El chico que creció sin padre y en una casa que compartía junto a sus ocho hermanos, cuatro sobrinos y tres primos, además de su mamá, luego de un tiempo de rectitud castrense, generaría al fin comentarios positivos entre sus familiares. Cambió, susurraban.
Lo que no sabían era que vestido de militar sería cuando probaría la droga, cuando —luego de leer un artículo sobre el SIDA— nunca faltarían condones en sus bolsillos: no quería contagiarle algo a su esposa ni dejar hijos regados en cada puerto. Pero también, sería la época en la que más extrañaría a su familia: cuando más esfuerzos haría para enviarle sus honorarios. Cuando más lo heriría la distancia.
Yorvin escuchó el relato en silencio. Su rostro variaba cada tanto, pero no mostraba ningún gesto elocuente. Hasta que al final, dijo:
—Papá, esa es tu vida y yo me siento orgulloso de que tú seas mi padre. Yo te perdono lo que tú hayas hecho.
Llovieron lágrimas: la vida a veces es un papel arrugado que solo los hijos pueden alisar.
Jorge se animó a intimar más con sus dos varones. Decidió apostar hasta las últimas fichas en la orientación de Yorman, para que no perdiera su camino. Ni él, ni otros como él: poco a poco, empezó a realizar actividades deportivas en el barrio: es mejor patear balones que costillas.
Y solo por si acaso, compró una póliza de seguros pensando en su hijo mayor. Por si en las décadas siguientes le tocaba usarla.
¿Que se había retirado del malandraje? Tras el asesinato de Yorman, no pasaron muchos días antes de que Jorge se encontrara en una habitación con paredes desconchadas. Decenas de armas cortas y largas puestas sobre el óxido de la mesa. Cajones, estantes y gavetas llenas de pistolas y municiones.
Pensó en su hijo. La imagen del cadáver tendido sobre el asfalto le aceleró el corazón.
Su anfitrión en aquella casa le explicó qué debía usar para dejarle claro al barrio que Yorman tenía dolientes.
Jorge respiraba de forma agitada. Las brasas subían de intensidad. Sus ojos, su nariz, su boca… ni sus oídos podían contener las formas de rabia que segregaba su cuerpo.
La imagen de una novia, embarazada, sabiéndose viuda antes de casarse.
La imagen de Yorvin corriendo, como queriendo dejar atrás el dolor.
Jorge puso una pistola en cada una de sus garras de oso. Las estudió. Quería decir algo, pero sus labios se mostraban incapaces de formular palabra.
El recuerdo de cuando le entregaron las pertenencias de Yorman.
El vacío, la nada, su corazón fragmentado.
De repente, alzó la cabeza:
—No lo voy a matar —dijo.
El hombre lo vio sin pestañear. Sacó un peine de plástico. Se peinó.
—Jorge, ¿qué pasa? ¿Te vas a cagar ahora?
Jorge estaba por responder. Pero otra vez sus labios tardaron en abrirse.
Un cliché flagelaba su mente: su esposa llorando sobre su hombro, apretándole los músculos con una fiereza inédita, como si quisiera desmaterializarse en un apretón para darle un último abrazo a su hijo. Al hijo que más nunca volvería a abrazar.
—No, yo no estoy cagado —dijo, por fin—. Sabes que yo no nunca me he cagado para hacer esto. Yo lo que estoy pensando es que si yo mato a ese chamo… coño, él tiene familia. Y me van a venir a matar a mis otros hijos. Entonces yo tengo que matar a su familia: su mamá, su mujer. Ellas no tienen nada que ver en eso.
El hombre alzó la voz, con los movimientos de un animal a punto de atacar:
—¡No hombre! ¡Vamos a matar a esos mamagüevos!
Pero Jorge soltó las pistolas, se frotó los ojos y caminó hacia la puerta.
—No, no. Yo no voy a matar a esos chamos. Yo te voy a decir algo, de eso se encargará la justicia divina.
En efecto, 20 días después, el asesino aparecería muerto. Ni él ni su familia tenían algo que ver.
Y así, con el paso del tiempo, el fuego se fue aplacando poco a poco. Se acabó la cocaína, ahora modera el alcohol y la fiesta dejó de ocupar un rol central en su vida.
Jorge Santiago se acerca a la vejez con una calma que lo haría irreconocible entre sus compañeros de la infancia. Claro que tampoco hay muchos que puedan contrastar ambas personalidades: él es apenas uno de los únicos cuatro de la extinta pandilla que sigue con vida. Los otros 76 se han quedado en el camino.
Las causas sociales se convirtieron en su nuevo centro. Ayudar a los que peor la están pasando, organizar a su comunidad para hacer frente a los problemas originados por los estragos de la crisis. Jorge es un destacado líder comunitario de Caracas Mi Convive.
Un año después de la muerte de Yorman, se sentó a sincerarse con su hija, la única a la que no le había desnudado su pasado. Jorge temblaba: su voz, sus parpados, su boca. Todo en él temblaba.
Le contó a una Yorxilef que lo observaba en silencio, cada rincón oscuro de su historia. Como si se estuviera exorcizando: narrar es una de las maneras de desarmar a los demonios.
Ella, luego de escucharlo en silencio, solo atinó a preguntarle:
—Bueno, papá: ¿Y tú ya te perdonaste a ti mismo?