Andreina Gómez vive con dos de sus cuatro hijos en una habitación anexa a la casa de sus padres en el barrio San Blas de Petare. Trabajó limpiando casas de familia en urbanizaciones del sureste de Caracas hasta que sus empleadores se fueron del país. Convencida de que sus hijos deben ir a la universidad, los manda a donde Marlice, una maestra que abrió unas tareas dirigidas allí en el barrio.
FOTOGRAFÍAS: JOHAN AZUAJE
En el sector La Casona, del barrio San Blas, en lo profundo de Petare, Andreina Gómez duerme con sus dos niños. Ferney, de 10 años, que tiene medio cuerpo entre las piernas de su madre; y Franyer, de 11, cuyo brazo izquierdo cuelga por el borde del colchón. El calor de sus cuerpos les permite sobrellevar el frío de la madrugada. Pero a las 5:45, la rutina ineludible, el constante movimiento de los niños y el sonido de los gatos en el techo, obligan a Andreina a levantarse.
Sale de la cama con cuidado y camina hasta la cocina, que queda a dos pasos. Afuera, el día sigue negro. La brisa de la montaña se desliza a través de la puerta azul de su casa. Se pone un suéter y se calienta las manos; monta el agua del café y saca un recipiente con la masa para las arepas. Pone cinco en el budare: una para ella, dos para los niños aún dormidos, y dos para sus hijos mayores que, por falta de espacio, no viven con ella.
—Yo los atiendo. Siempre salen desayunados.
Con la taza entre las manos, sale de su casa y sube unas escaleras de porcelanato que conducen a la casa de sus padres. Lleva puestas unas sandalias, un gorro rosado que le cubre las orejas, y un short de lana que deja ver sus piernas morenas y gruesas. Va directo a la cocina de sus papás, quienes viven en el sector desde hace más de 30 años.
—Buenos días, papi. Buenos días, mami.
Toma un poco de leche de la nevera y baja a su hogar, un anexo de cuatro por dos a orillas de la calle. No hay vestíbulo, ni sala. La entrada es cocina, almacén, armario y batea. Las luces amarillas de los vecinos empiezan a encenderse. Los niños se levantan.
A menos de un metro de distancia, Freyner y Franyer se visten juntos. Con la camisa puesta, agarran un poco de agua del tobo para lavarse la cara y cepillarse los dientes. Si necesitan una poceta deben acudir a casa de los abuelos. Cuando vuelven, Andreina los espera con el desayuno: arepas con queso blanco rayado y una taza de café con leche. Es el primer acto de amor de la madre en el día. El dinero en el bolsillo no importa tanto como la comida en el estómago.
Ahora toca ir al colegio.
Andreina los apura para que lleguen temprano. Deben caminar 10 minutos, en subida, hasta la Escuela Básica Estadal Simón Bolívar, en San Blas, un colegio de más de 1 mil alumnos construido en 1982.
Antes de salir de la casa, Andreina se cambia la camisa, se suelta el cabello, se lava la cara, se pone unos zarcillos. Como todos los días, acompaña a sus hijos hasta la puerta de la escuela. Mientras, los vecinos empiezan a salir de sus casas. Son las 7:00 de la mañana, y la mayoría prefiere salir a esta hora por la amenaza de la delincuencia. Los hijos mayores de Andreina, Fraiber y Joel, quienes también van al colegio, se juntan a mitad de camino. Vienen de casa de su bisabuela paterna, a 10 minutos de donde vive Andreina.
—¿Hicieron la tarea? —les pregunta la madre.
Ellos apenas responden.
Al poco tiempo, llegan al colegio.
Saluda a sus conocidos, espera unos minutos, comprueba que los niños entran a clases, y regresa a casa.
En su brazo derecho tiene un tatuaje que dice: “MIS 4 AMORES”.
—Mis hijos son mi fortaleza, mi bendición —dice ella.
A pesar del poco espacio, Andreina se esfuerza por mantener el orden y la higiene. Aprovecha que el agua llega de miércoles a domingo para limpiar, barrer, fregar. No tienen tanque, ni bomba, ni grifos.
—Empecé como asistente de peluquera en Chacaíto. Lo dejé porque el niño me necesitaba. El trabajo era esclavizante.
Estuvo dedicada a sus dos primeros varones durante cuatro años. Luego, su suegra le consiguió un empleo en Los Naranjos, una urbanización de clase media del sureste de Caracas, que dejó a los tres años porque le ofrecieron un mejor sueldo en La Tahona, una urbanización cercana.
—Era una familia de cuatro. Yo limpiaba y cocinaba. Lo fundamental de ese trabajo es la honestidad. No agarrar lo que no es de uno.
Con los niños en el colegio, Andreina descansa 20 minutos. El ocio incentiva el pensamiento. Piensa en Franklin, su antigua pareja, el padre de sus cuatro niños. Estuvo 18 años con él. Desde que se separaron, en 2019, tuvo que mudarse a este pequeño anexo de sus padres.
—Mi casa es chiquitica. Hay unos a quienes el dolor los tranca y a otros los empuja para adelante. Él tenía otra niña, por la calle. Hasta que dije basta y cada quien por su lado.
La separación no afectó el acuerdo que tenían sobre la educación de sus hijos: los cuatro deben graduarse de bachilleres. Ella quiere que vayan a la universidad, pero no sabe a cuál ni cómo la pagará.
—No he pensado las opciones. Hay una en Palo Verde.
Nadie sabe lo que estudiará Joel, el hijo mayor, que se gradúa de bachiller en agosto de 2023.
—No he tratado ese tema con él. Una vez me dijo que quería ser veterinario, pero las preferencias cambian, la gente cambia. En el colegio le recomendaron que escogiera una mención, pero yo creo que debe ser en ciencias porque las humanidades son puros idiomas.
El colegio es el núcleo ordenador de la vida de la familia. Sin embargo, Andreina reconoce deficiencias en la formación de sus niños. Freiber, por ejemplo, necesita leer.
—No lee con soltura. Se tranca.
Por esta razón, cuando Andreina se enteró de que su vecina Marlice Carvajal abriría un centro de enseñanza alternativa, enseguida la contactó.
—Yo los mando para que se superen, para que sean mejores que yo. Para que refuercen y tengan otras herramientas. En mi casa no hay internet, allá pueden hacer las tareas con el teléfono de Marlice.
La iniciativa de Marlice nació de su vocación y de la necesidad. Al finalizar sus estudios como fisioterapeuta reconoció que no le gustaba. No soportaba tocar a los pacientes y sentir que les hacía daño. Así, comenzó a estudiar en el Instituto Pedagógico de Caracas y se graduó 5 años después. Con 31 años, y casada, quería trabajar, producir, enseñar. En enero de 2020, antes de que estallara la pandemia de covid-19, abrió el Centro Pedagógico María Montesori en frente de la casa de su familia materna, en San Blas. Comenzó como una iniciativa de tareas dirigidas a las que asistían 8 alumnos, y en la actualidad, en junio de 2022, tiene 50. Siente que es útil y que es recompensada.
—Ella ha motivado mucho a mis hijos —dice Andreina—. Ahora leen mejor.
Andreina estuvo 10 años trabajando en el servicio doméstico de una casa en La Tahona. En 2021, sus empleadores emigraron a España. Sin trabajo, Andreina no tiene suficiente dinero para pagar regularmente los gastos de comida, servicios básicos y educación. Franklin y su familia, a pesar de cumplir con frecuencia, tampoco tienen suficientes recursos.
—Cuando los jefes vienen de España me llaman, pero mientras tanto uno espera.
A las 2:00 de la tarde llegan los niños. Gracias al apoyo de su padre y de su madre, Andreina les prepara el almuerzo. A pesar de la incertidumbre, alimentarlos siempre será una responsabilidad y una satisfacción. Al terminar, los abuelos tienen un helado de sorpresa. Los niños se alegran, se alborotan. La madre les pide que se apuren porque deben ir a las tareas dirigidas. Salen de su casa y vuelven a caminar por las calles de San Blas.
A 200 metros de la escuela, uno de los niños se acerca a una platabanda. La vista es luminosa, serena. El cañón del Guaire se abre ante los ojos de Andreina. No se escucha música ni motores. No ve los morros ni el río, sino la ciudad. Ve hacia lo lejos. La ciudad que sigue su ritmo. Desde ahí piensa, una vez más, que lo mejor que puede dejarles a sus hijos es una buena educación. Y esa es su motivación para seguir trabajando cada día.