Observando las expresiones de sus pacientes y escuchándolos con detenimiento, Berta Rojas, especialista en medicina familiar, logra encontrar información valiosa sobre quienes acuden a su consulta. Es lo que le ocurrió con Marisela, una mujer maltratada que padecía de hipertensión, pero que necesitaba más que medicamentos y diagnósticos.
ILUSTRACIONES: IVANNA BALZÁN
No recuerdo exactamente cuándo fue. Solo sé que estaba pasando mi consulta habitual de medicina familiar, en la Clínica San Javier del estado Lara, cuando atravesó la puerta del consultorio una mujer a la que le calculé un poco más de 30 años. Me dijo que se llamaba Marisela. Que había ido porque estaba preocupada por su tensión alta, que ya había ido a varios especialistas cardiovasculares y que se había tomado los tratamientos que le habían indicado, pero sus cifras tensionales seguían sin mejorar. Traía en sus manos una bolsa con diferentes fármacos. Se lamentaba porque todo el dinero que gastaba en sus medicinas le impedía comprar alimentos y las medicinas para su niño.
Desde que se sentó frente a mí, me di cuenta de su preocupación, de su expresión de cansancio, su astenia y palidez. Llevaba una coleta, las canas le llegaban hasta la mitad de su cabellera, tenía el ruedo del pantalón descosido y los zapatos deslustrados, no sonreía y tenía ojeras que la hacían lucir de mayor edad.
Es algo que he aprendido con mi profesión, atendiendo la consulta de medicina familiar: debemos prestar atención no solo a las palabras del paciente, sino también a eso que expresa con sus gestos, con la mirada, con el modo en que se conduce. Y así, la mayoría de las veces, encuentro información valiosísima.
Le pregunté por su familia y, quizá porque le inspiré confianza, ella continuó hablando, pero esta vez con más soltura. Me pareció que necesitaba desahogarse.
Me dijo que sus padres habían muerto hacía algunos años, y que solo tenía una hermana, a quien veía poco porque vivía lejos. Trabajaba como aseadora en una escuela de Quíbor, estado Lara, el pueblo donde vivía. Y fue allí, cuando tenía 27 años, donde conoció a un hombre cinco años mayor que ella, obrero de la misma escuela, quien recién se había separado de su pareja. Poco después, comenzaron a salir.
Él se mostraba poco cariñoso y nunca la presentó con su familia. Marisela solo sabía que de su relación anterior no tenía hijos. No salían con mucha frecuencia, y cuando lo hacían, ella casi siempre terminaba pagando las cuentas. Pero quizá porque esa era su primera relación, y no tenía experiencia en asuntos del amor, asumía que de eso se trataba estar en pareja. Después de su primer encuentro sexual, le quedó la sensación de que cuanto le habían dicho sus compañeras de trabajo sobre su primera vez no eran más que engaños, pues no sintió los fuegos artificiales de los que las había escuchado hablar. Luego de varios encuentros, se dio cuenta de que algo pasaba: dejó de ver su periodo menstrual. Entonces acudió al médico, que corroboró lo que ya imaginaba: estaba embarazada.
La noticia hizo que comenzaran a vivir juntos en la casa de Marisela y así fue que supo quién era él realmente: el hombre llegaba tarde, si es que llegaba; no aportaba dinero para los gastos de los alimentos ni para el control prenatal; exigía y criticaba la comida, la casa y todo lo que ella hacía; no era cariñoso. Muchos conocidos de él le contaban a Marisela que él tenía fama de bebedor, que siempre andaba de mal genio, y que esa había sido la razón por la que su esposa anterior había decidido separarse e irse lejos.
Por aquellos meses, debido a que él faltaba con mucha frecuencia, perdió el trabajo en la escuela. Ella comprendió que todo esto aumentaba la carga sobre sus hombros, porque debía asumir todos los gastos. Además, no tenía a alguien que le brindara apoyo emocional, porque le avergonzaba contar lo que le estaba pasando. Sin embargo, saber que sería madre la animaba y le permitía continuar.
Pasaron los meses y Marisela siguió yendo a los controles regulares de su embarazo, que transcurrió con normalidad. Hasta que finalmente llegó el día del parto. Fue al hospital acompañada del marido, que esta vez estuvo dispuesto a apoyarla. Luego de un trabajo de parto largo y difícil, nació Diego Andrés.
Ella estaba emocionada. Sin embargo, algo le pasaba al bebé. Los médicos corrían de un lado a otro para reanimarlo. Estaba cianótico, no respiraba, por lo que tuvieron que intubarlo y llevarlo a terapia intensiva neonatal. Marisela no entendía qué le pasaba a ese pedacito de vida por el que ella seguía adelante a pesar de todo.
Diego Andrés pasó 45 días en cuidados intensivos. Los médicos lo diagnosticaron con parálisis cerebral infantil y le explicaron cuáles eran las consecuencias de esa condición. Ella solo pensaba en qué podía hacer para ayudar a su niño, que jamás se valdría por sí solo; que nunca iba a hablar, a caminar, a correr, a jugar, a ir a la escuela, presentarle amigos, una novia…
El papá no la apoyó durante la hospitalización. Cuando iba al centro médico, llegaba reprochándole que ella era culpable de la condición del niño: “A lo mejor fuiste floja para pujar”, decía. Y todo esto hacía que se sintiera peor.
Cuando regresó con Diego Andrés a su casa, se prometió que dedicaría su vida a verlo crecer y hacer todo lo que pudiera para que fuera feliz. Mirando al cielo pidió a Dios fuerzas, serenidad y sabiduría. Los primeros días lloró mucho porque no terminaba de aceptar que su hijo tendría siempre una condición especial. Luego del reposo posnatal, solicitó un permiso indefinido en el trabajo para poder brindarle los cuidados que requería. Para ayudarse con los gastos, Marisela hacía tortas y helados que vendía allí mismo.
En las noches, Diego Andrés lloraba o se quejaba, pero el papá no se levantaba a atenderlo.
Así fueron pasando los días. Ella se dedicaba a cuidar al niño y a estimularlo con la guía de terapistas y neurólogos. También atendía la casa. Para evitar discusiones servía a “el señor” según sus peticiones.
Marisela comenzó a sentirse mal cuando Diego Andrés tenía 2 años. Frecuentemente tenía cefaleas intensas, dolor cervical y sudoración acompañada de taquicardia. Al principio, pensó que era agotamiento físico por su trajinar diario, además de la angustia que le generaba no ver ninguna señal de progreso en su hijo. Pero ante la persistencia de esos malestares, y por miedo de morir y dejarlo desprotegido, decidió ir al médico. Le diagnosticaron hipertensión arterial estadio 2 porque sus cifras tensionales no bajaban de 175/100 milímetros de mercurio, le indicaron un tratamiento que debía cumplir a diario y realizarse controles periódicos.
Con el tratamiento mejoraron sus síntomas físicos, pero ella no terminaba de sentirse bien consigo misma. Un profundo sentimiento de insatisfacción y culpa crecía en su interior. Eso la llevó a abandonar su cuidado personal. Muchas veces, incluso, dejaba de comer. Casi no hablaba con nadie.
Concentraba todas sus energías en Diego Andrés: le cantaba canciones infantiles y bailaba tomándolo de sus bracitos para estimularlo. Muchas veces olvidaba su tratamiento antihipertensivo, pero cumplía al pie de la letra el del niño, quien ya tenía 5 años. Lo sentaba en su silla de ruedas, lo llevaba al patio, le hablaba, le buscó un perrito con el que comenzó a verse más activo y alegre. Con estos avances, retomaba su tratamiento de manera regular; necesitaba saberse sana para cuidarlo.
A la par, su relación de pareja empeoraba. Se negaba a mantener relaciones sexuales cada vez que él quería, por lo cual él la insultaba y hasta llegó a golpearla delante del niño. Cuando este veía a su padre cerca, lloraba. Y entonces reaparecieron los síntomas de la hipertensión, que le causaban trastornos del ritmo cardiaco. Por eso fue a tres cardiólogos diferentes, quienes luego de evaluarla le indicaron tratamientos o aumentaron las dosis, pero no lograban controlar su tensión.
Un día acudió a consulta de medicina familiar con el objetivo de solicitar una cuarta referencia a cardiología para ser valorada nuevamente.
Fue cuando llegó a mi consultorio y la conocí.
Le expliqué que ya tenía el tratamiento adecuado, indicados por tres buenos cardiólogos, y que algo pasaba en ella que no permitía que sus valores de presión arterial se normalizaran.
Ahora que lo cuento, pienso que allí comenzó la transformación de Marisela. Ella es una de las pacientes que más ha llorado en mi consulta. Se sentía culpable de la patología de su niño y de que su pareja no la amara. Se percibía como poco atractiva y poco amable. Creía que no merecía nada bueno, ni siquiera tener amigos. Pensaba que eran castigos por ese sentimiento de culpa. La dejé llorar todo lo que quiso. Cuando se tranquilizó le pregunté por su hijo, que cómo era él. Allí fue que descubrí que sí existía en ella la posibilidad de sonreír: la mirada se le iluminaba cuando lo describía.
Supe que necesitaba contar más detalles y desahogarse. Por eso le dije: “Quiero que me digas 10 fortalezas o cosas que te gusten de ti y me nombres las que no te gustan”. Pensó un buen rato, y entre sollozos me respondió que era amorosa y buena madre, buena gente y caritativa; que solía tener bonita sonrisa, que era trabajadora y nada floja. Después comenzó con las que no le gustaban, y si no la hubiera interrumpido aún estuviese enumerándolas. El autocastigo, la insatisfacción personal, la autoflagelación y el menosprecio por sí misma le impedían reconocer sus logros y virtudes.
La tarea era buscar vías de lograr proyectos, de recompensarse, amarse, poder conocer su gran valor personal, las fortalezas que estaban presentes en ella y que ella misma limitaba, pensando que no las merecía. Yo sabía que contaba con las herramientas para ayudar a Marisela, porque la medicina familiar, mi especialidad, es el área donde atendemos de manera integral al grupo familiar, y nos ocupamos de estudiar y tratar la esfera física, mental y social del paciente. Así decidí que el trabajo debía ser multidisciplinario entre medicina familiar, cardiología, psicología y psiquiatría. Mantendríamos el tratamiento y las dosis indicadas por el último cardiólogo que había valorado a Marisela. Ella accedió.
La cité para que regresara en 15 días. Cuando vino ya había comenzado a socializar más y a conversar con conocidos. Aunque su aspecto era similar al de la primera consulta, el brillo de sus ojos me decía que no era la misma. Ese día celebramos que su tensión estaba en rangos normales. Así que le pedí que volviera un mes después.
Pero ella no vino sino tres meses más tarde.
No la reconocí al verla.
—¡Doctora, soy Marisela…! —me dijo.
Yo reaccioné instintivamente dándole un abrazo fuerte.
Iba arreglada. Se había pintado el pelo. Un labial rosa suave le delineaba la sonrisa. Llevaba una blusa y un pantalón que le daban muy buen aspecto. Me dijo que durante esos tres meses se había descubierto valiosa, que sentía que había renacido, que era fuerte.
—Lo primero que hice fue sacar a aquel hombre de mi vida —me contó—. El regalo más grande que he recibido en mi vida y que me ha enseñado a ser fuerte y saber que puedo aprender ante las adversidades, es mi hijo Diego Andrés. La alegría más grande que he sentido en estos últimos meses fue su sonrisa y que moviera sus manos y su cabeza al verme arreglada, con mi pelo pintado y planchado. Le di un beso en su mano, y su expresión de felicidad nunca se borrará de mi mente.
Yo estaba muy contenta por ella, por lo que había logrado. Y se lo hice saber antes de despedirnos.
Unos años más tarde, Marisela me llamó. Quería venir a mi consulta. En menos de una semana nos vimos. Comenzó contando que hacía dos años había conocido a un señor muy respetuoso llamado Manuel. Esta vez lo pensó mejor antes de aceptar salir con él. Manuel era detallista, amoroso y dedicado con ella y su hijo. Tenía miedo de comenzar una nueva relación, pero a un año de conocerse él le propuso que se casaran.
Ella aceptó.
Al poco tiempo, celebraron la boda con una fiesta sencilla. Estaban la familia de él (que ahora también era la suya), su hermana, sus pocos amigos y, en primera fila, Diego Andrés.
Manuel colaboraba en la economía de la familia, con los gastos de la casa, la ayudaba y se turnaban con los cuidados del niño. A menudo salían a pasear los tres, lo que hizo de Marisela una mujer más extrovertida. Un descubrimiento importante fue que sus compañeras no habían mentido cuando le decían que sentían fuegos artificiales cuando se unían a sus parejas con verdadero placer, deseo y amor.
Luego me contaría, entre sollozos, que su Diego Andrés, quien ya había cumplido 10, había fallecido un año antes al sufrir una neumonía y broncoaspiración. Estuvo hospitalizado varios días, pero su cuerpecito no aguantó. Para ir superando el duelo, aún recibía terapias psicológicas a las que a veces iba acompañada por su esposo. Cuando la tristeza la embarga, lo recuerda.
A Marisela le debo haber reafirmado una convicción que por entonces venía tomando forma en mi cabeza. Que no es un título o una bata blanca lo que nos hace médicos; que no es una enfermedad lo que entra al consultorio buscando asistencia, sino una persona enferma, necesitada de amor, comprensión, paciencia, buscando apoyo para resolver algún problema y que la solución puede estar en nuestras manos, y pasar desapercibida si solo consideramos la enfermedad física.
Aún recuerdo sus palabras cuando se despidió de mí: “Ahora tengo un ángel acompañándome desde el cielo, que me enseñó a entender que yo valía y podía permitirme ser feliz”.
Entonces supe que Marisela tenía la fuerza suficiente para superar lo que estaba atravesando, porque se había transformado en una mujer diferente.
Y por historias como estas es que agradezco haber escogido la profesión de medicina y ejercerla como lo hago. Es de las cosas que todos los días me dan tranquilidad.
Esta historia fue producida en el curso Medicina narrativa: los cuerpos también cuentan historias, dictado a profesionales de la salud en nuestra plataforma formativa El Aula e-nos.