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Pensaba que yo era su enfermero 

Julio César Pereira | 24 feb 2024 |
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Su padre llevaba 10 años con alzhéimer cuando Julio Pereira decidió renunciar a su trabajo y relevar a su hermana en la tarea de cuidarlo. Se dedicó a él a tiempo completo. Viendo cómo la enfermedad lo iba apagando, no podía evitar pensar en la muerte. 

ILUSTRACIONES: IVANNA BALZÁN

Recuerdo cuando comenzó todo. Fue una tarde en la que estábamos reunidos en  familia, y a mi papá se le ocurrió salir a dar una vuelta o quizá a hacer una diligencia. Tomó las llaves de su carro, entró en él, lo encendió y arrancó, pero olvidó abrir el portón del estacionamiento y, al avanzar, se estrelló. Frenó. No se hizo daño. El incidente no pasó a mayores. Sin embargo, a partir de entonces, comenzamos a pensar que algo grave estaba pasando con la memoria de mi padre.

Lo llevamos al médico, y poco después llegamos a un diagnóstico que explicaba esos olvidos que ya eran frecuentes: tenía alzhéimer, la enfermedad que va suprimiendo los recuerdos, las emociones, las capacidades físicas, la vida.

Le mandaron un tratamiento coadyuvante, no curativo, porque no existe. Mi hermana es enfermera y se había dedicado a cuidar a mi mamá —quien cayó postrada a causa de las complicaciones asociadas a la diabetes— y comenzó a entregarse a tiempo completo a mi papá. Solía atenderlo en la casa de ella, en Valencia, estado Carabobo. Pero de tanto en tanto se iban por días o semanas a la casa de él, en la vecina ciudad de Maracay, en el estado Aragua. 

Les resultaba un poco molesto ese andar itinerante, pero así, de un lado a otro, transcurrieron 10 años. Yo siempre estaba atento a ellos. Viajaba con frecuencia desde Caracas, donde vivía y trabajaba, y me encargaba de lo que fuera necesario.

Después de esa primera década, a finales de 2019, decidí convertirme en el principal cuidador de mi papá. Con el paso del tiempo, la enfermedad había ido devorándolo. Ya no estaba lúcido. Cada vez se hacía más complejo trasladarlo. Y mi hermana no podía instalarse permanentemente en la casa de Maracay, porque tenía sus compromisos en Valencia. Además, era urgente que esa vivienda fuera habitada. Había grupos de personas que andaban invadiendo propiedades que pasaban tiempo desocupadas. Una vez, de hecho, una gente rompió la puerta para intentar entrar, pero alguien, creo que un vecino, alertó a los demás y los delincuentes huyeron. 

Intenté obtener una vacante en Maracay, en la misma institución pública donde trabajaba, pero me la negaron. Entonces me tocó escoger entre quedarme en mi empleo, en el que de todas formas ya no me sentía bien, y atender las necesidades de mi familia.

Lo más coherente con mi forma de pensar era lo segundo, aunque esto significara quedarme sin ingresos. Pero no me importó: renuncié, y me mudé con mi padre a Maracay. Quiero creer que mi decisión fue un acto amoroso no solo hacia mi papá sino también hacia mi hermana y hacia mi madre, que falleció preocupada por no saber quién se haría cargo del que había sido su compañero de vida.

Algunos médicos recomiendan a los cuidadores de personas con demencias establecer una rutina de actividades, pues esto le brinda al paciente certezas y cierta sensación de seguridad.

Fue lo que hice con mi papá. 

Nuestro día a día comenzaba con su aseo matutino, después le suministraba la medicación correspondiente y le daba desayuno. Llegó un momento en que comer era la única actividad que él hacía por cuenta propia. Eso sí, requería supervisión, pues podía ahogarse repentinamente. Aprendí, porque me dediqué a leer mucho sobre esta enfermedad, que es algo común: el cuerpo va perdiendo destrezas, el paciente también olvida cómo manejar el bolo alimenticio. Además, se vuelve inapetente, poco a poco cambia su gusto por los alimentos. Así que me sentaba a verlo, y estaba pendiente de que comiera toda la proteína que le servía y no solo lo que le agradaba.

A él, todos los alimentos le dejaron de gustar. Lo único que siempre pedía era café. Me conmovía. Sentía que saborear el café era una de las cosas que lo mantenía con vida. Y sé que esa no es la bebida más apropiada para alguien con su condición, ¿pero cómo se lo iba a negar? Yo le daba una taza como premio por terminar sus alimentos. Eso sí, se lo preparaba guayoyito, porque me parecía que así no le alteraba los nervios.

A media mañana era el momento del baño de sol. Lo sentaba cerca de una de las ventanas de la casa y a veces, cuando estaba de ánimo, lo sacaba al patio para que disfrutara del jardín. En esos momentos yo podía relajarme un poco, escuchaba música, veía algún video o una película, o leía.

El almuerzo era cuando más difícil se hacía darle de comer a mi padre. La mesa era de patas cortas y él podía estar ahí en su silla de ruedas. Yo me sentaba a su lado. Me tocaba tener paciencia para que al menos probara bocado. 

A media tarde, le tocaba su baño. Desde la mañana, ponía en el patio un tobo con agua para que el sol la fuera calentando, y cuando llegaba el momento, ya estaba tibia, como le gustaba. 

Yo ya vivía a otro ritmo: al compás que él me marcaba. Acompasé mi cuidado personal con el de él: después de su baño, tocaba el mío. Estar al servicio de mi padre me permitió cultivar una relación más profunda con él. Apenas despertaba, sabía si estaba de buen humor o si se sentía mal. Conocí sus gustos culinarios, con qué cantidad de leche le gustaba el café,  y que para el baño le gustaba el agua tibia. 

Como eran los tiempos de confinamiento por la pandemia de covid-19, estaba prohibido andar en la calle. Uno apenas podía ir a comprar alimentos o medicinas. Cuando salía, lo disfrutaba como si fueran verdaderos paseos. A veces, le llevaba cambur o naranjas y él se sorprendía. 

Hacia el final del día, lo aseaba y le cambiaba la ropa. Era como un ritual para indicarle que era la hora de dormir.  Y una vez apagada la luz, daba por terminada la jornada. 

Entonces, me ponía a pensar, a distraerme, a descansar. Mi hermana, desde Valencia siempre estaba al pendiente, y nos visitaba, pero poco, porque el confinamiento impedía que lo hiciera más seguido. 

Quienes cuidamos a personas queridas con enfermedades crónicas nos cansamos mucho, pero pocos piensan en eso, porque la atención siempre está en el paciente. El cuidador es una sombra. Si usted conoce a uno, tenga con él una palabra de aliento, un gesto, y si puede, ayúdalo a resolver alguna necesidad. 

El alzhéimer a veces nos sacaba a veces de la rutina.

Una vez, a mi papá le sobrevino un cuadro febril, quizá producto de una infección, y pasé no sé cuántas madrugadas tratando de bajarle la temperatura, poniéndole paños húmedos en la frente.

Pasó épocas despertando sobresaltado a causa de pesadillas. Es que a él le costaba distinguir entre la realidad y los sueños. Y era difícil calmarlo. Una madrugada, por ejemplo, despertó alrededor de las 5:00, gritando, muy alterado, diciendo que tenía que llevar a un amigo al aeropuerto. “Ya es algo tarde para esa cita, papá, tranquilo”, le dije mientras traté de tranquilizarlo.

No todo se vació tan rápido de su memoria: quedaban rastros de esa vida que iba expirando. Cuando estaba en sus veintes, mi padre viajó a México a estudiar medicina, pero por distintas razones no terminó, aunque ese viaje lo marcó tanto que siempre relataba fragmentos de lo que vivió en aquella época.

Cuando en la radio que había en su habitación sonaban temas de Pedro Infante o de la Billo’s, él sonreía. En su dormitorio también atesoraba fotos de familiares, algunos recuerdos de su época como profesor universitario. Al lado de la cama tenía un cuadro pintado por mi madre (llamado Maternidad). Siempre me preguntaba por ella. A veces, olvidaba que había fallecido. Y también tenía presente a sus padres, que murieron cuando era un niño, y a sus abuelos, que fueron quienes lo criaron.

A mí, a veces, me reconocía (en especial en las mañanas, quizá porque estaba más descansado), pero tenía la recurrente idea de que estaba en una clínica y que yo era su enfermero.

Verlo apagarse, me hacía pensar en la muerte. Era doloroso ver a una persona querida perder sus capacidades y volverse cada vez más dependiente. Y, aunque pensé tantas veces en la muerte, no vi venir el final.

Comenzó con una fuerte virosis que nos tumbó a ambos. A partir de entonces, lo noté disminuido, con más dificultad para comer y para tragar sus pastillas. Busqué a un especialista en geriatría, que nos indicó un nuevo tratamiento, y unos exámenes de laboratorio. 

Los resultados arrojaron que tenía una infección, y que debía ser hospitalizado.

La tarde del 6 de junio de 2023, después de darle su medicación, lo recosté mientras decidía qué hacer, cómo gestionar su ingreso a un centro médico. 

Estaba preocupado, pero no vi gravedad alguna. 

Y la verdad es que sí la había, porque a los pocos minutos falleció.

Me tocó vivir en soledad este momento. 

Producto de la enfermedad, él estaba muy delgado, así que su cadáver era liviano. Lo cargué, le cambié de ropa, lo limpié. Me quedé ahí un buen rato con él, inmóvil. Atardecía. No sabía qué hacer. Traté de ubicar a mis familiares o amigos cercanos, pero nadie estaba disponible, no estaban en sus casas o tenían los celulares apagados. Logré contactar un médico que me explicó los pasos a seguir en estos casos: un doctor debía ir a la casa a certificar la defunción. 

Aunque ya sabía que mi padre iba a morir, estaba desconcertado. Dejé un mensaje de aviso a mi hermana, quien fue uno de mis principales apoyos. También contacté a la funeraria a través del seguro médico y, afortunadamente, mi padre había sido previsivo, y tenía cubierto todos los gastos funerarios, así que no fue cuesta arriba organizar su funeral. 

Poco después de fallecer mi padre, caí enfermo. Nada grave, pero creo que como toda mi atención había estado fuera de mí, mi cuerpo pasó factura. Tuve que ir a varios especialistas y cumplir tratamientos médicos. Estoy bien. Me queda el consuelo de haber atendido a mi papá en su convalecencia. Ahora que no está, me pregunto si me tocará a mí pasar por lo mismo que él. Reconozco que vivo con ese gran temor.

Julio César Pereira

Periodista, desde Maracay intento explorar el mundo. Me gusta el cine, la música, el teatro y el buen comer. Orgulloso padre de dos jóvenes talentos.
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