Su hermano, Efraín Ortega, fue detenido el jueves 24 de julio de 2014, acusado inicialmente de terrorismo. Desde entonces, Mariana Ortega perdió su trabajo como abogada tributaria y se dedicó por completo a su defensa. Tres años después, Efraín Ortega permanecía en la cárcel de El Rodeo, gravemente enfermo y a la espera de un juicio por dos nuevos cargos: fabricación de explosivos y asociación para delinquir.
Fotografías: Elvira Prieto / Álbum familiar
Mariana Ortega se había prometido a sí misma mantener la entereza. Serenidad, serenidad, serenidad. Un abogado —se repitió hasta el cansancio— siempre debe contenerse. Pero aquel 14 de diciembre de 2015 perdió el aplomo. Escuchó a la juez Marian Altuve decir que su defendido, Efraín Ortega, debía seguir preso e ir a juicio, ya no acusado de terrorismo sino de asociación para delinquir y fabricación de explosivos. Después, lo vio a él, pálido, cayendo desmayado. Y en un impulso iracundo que brotó de ella, se lanzó al piso intentando ayudarlo y desde allí, privada de llanto, le gritó a la juez.
—¡Mi hermano es inocente, usted lo sabe! ¡¿Por qué está haciendo esto?! ¡La va a pagar, créalo, la va a pagar!
Impávida, la juez no respondió nada.
Efraín Ortega volvió en sí, y Mariana, secándose las lágrimas, le dijo:
—Hermano, tú eres inocente, no me voy a cansar, te voy a sacar de aquí, ellos van a pagar.
Y todavía lo repite a diario como un mantra: “Mi hermano es inocente, no me voy a cansar, lo voy a sacar de allí, ellos van a pagar”. Y continúa exigiéndose sosiego. Pero hay veces en que vuelve a sentir que todo se le desvanece. Como ahora. Es un día de finales de marzo de 2017. Mientras hablamos en la planta baja del edificio donde vive junto a su madre, los recuerdos le desatan un llanto que le dificulta el habla.
—Se supone que no debo llorar. Nadie entiende por qué lloro. A los abogados nos enseñan que no se debe, y eso pienso cuando estoy delante de él. Pero ¿cómo hago? Sin que él lo sepa, lloro. Tengo sangre en las venas y son muchas las cosas que han pasado desde que ese 24 de julio comenzó este infierno.
Cada domingo o feriado, los Ortega Hurtado solían encontrarse en la casa materna en La Candelaria, una céntrica parroquia de Caracas. Es una familia de profunda devoción católica, en la que compartir siempre ha sido importante. El padre, Efraín Ortega Díaz, abogado de profesión, falleció hace algunos años; y la madre, Norma Hurtado, docente jubilada, se alegra cada vez que reúne en casa a sus tres hijos: Adriana, Efraín, Mariana. Ingeniera, administrador, abogada. Todos entre los 42 y 45 años. El jueves 24 de julio de 2014 era feriado y doña Norma estaba preparando una sopa para todos.
Efraín, líder de proyectos de la gerencia de sistemas del Banco Central de Venezuela, estaba de guardia ese día. Llamó para avisar que se retrasaría un poco, pero que lo esperaran para el almuerzo. Dijo que, antes de pasar por allí, iría a una ferretería a comprar un repuesto para reparar un desperfecto de la casa donde vive con su esposa y su hijo, también en La Candelaria. Mariana recibió esa llamada.
—¿Me acompañas a hacer esa diligencia? Anda, acompáñame. Es rápido.
—No, Efraín, qué fastidio; anda y te esperamos aquí.
—Está bien, yo debo llegar a las 4:00 de la tarde.
No llegó. Ni a las 4:00, ni a las 5:00. Sintieron hambre y se sentaron a comer. “Cuando aparezca que se coma su sopa fría”, dijeron todos. Tampoco llegó a las 6:00 ni a las 7:00. No se imaginaron nada malo, por aquello de que las malas noticias vuelan. Al contrario, hicieron conjeturas alegres, dando por sentado que lo único posible para ellos era esa cotidianidad tranquila, feliz. “Debe haberse ido a celebrar con la esposa en el club”, comentaron.
Pasada la medianoche, sonó el teléfono. Doña Norma se sobresaltó y, asustada, atendió.
—Mamá, soy Efraín.
—Muy bonito que te quedó el embarque —lo interrumpió.
—Mamá, perdóname. Estoy detenido en el Cicpc, en la División de Terrorismo.
Y no hubo tiempo para más detalles.
Nadie entendió. Mariana quiso salir corriendo a buscarlo, pero le pareció sensato esperar, y eso hizo. No durmió. Apenas amaneció fue a la oficina de su hermano y avisó que él no podría llegar para entregar el proyecto que los jefes estaban esperando ese día, y luego a la policía judicial. Pero ya lo habían trasladado a la Brigada de Acciones Especiales, y para allá se fue. Entonces se enteró de todo.
Efraín salió del trabajo ese jueves y fue a una ferretería en la avenida San Martín. Había quedado en encontrarse con su amigo José Luis Santamaría. Allí estaban cuando llegaron los policías.
Primero detuvieron a Santamaría, quien estaba fuera del local, y buscaron a Efraín, quien se encontraba pagando en la caja. Contrario a lo que dice la ley, no hubo orden de aprehensión. “¿Detenido yo?”, “¿Por qué?”. En la patrulla les informaron que estaban implicados en el caso de Araminta González. A ella, químico de profesión y amiga de José Luis y de Efraín, la habían detenido horas antes en un centro comercial, luego de que unos “patriotas cooperantes” la señalaran de fabricar explosivos y de ser cómplice de un presunto plan desestabilizador dirigido por Vasco Da Costa. Tanto Araminta como Vasco aseguraron que no se conocían. A los cuatro les imputaron el delito de terrorismo.
—Tranquila, doctora, esto se solucionará pronto, porque no hay evidencias, no le encontramos nada —le susurró un comisario a Mariana.
Ella se calmó un poco, porque creyó que en cuestión de días todo habría pasado. “Seguro cruzaron las llamadas para ver con quién hablaba Araminta. Pero esos salen pronto. Averiguaciones”, pensó.
Pero no fue así. Lo llevaron a la División de Captura del Cicpc. Allí estuvo hasta aquel 14 de diciembre de 2015, cuando la juez Marian Altuve dijo que iba a juicio. Antes, habían desestimado el delito de terrorismo por falta de evidencias, y con los mismos elementos lo habían imputado por dos nuevos cargos: fabricación de explosivos y asociación para delinquir. Efraín fue trasladado al Internado Judicial de El Rodeo, donde aún espera por el inicio del juicio: van 20 audiencias diferidas. Mientras, a Araminta González, quien estuvo presa en el Instituto Nacional de Orientación Femenina, se le concedió la libertad condicional en noviembre de 2016, por su “grave enfermedad siquiátrica”.
Los demás, todos, siguen en prisión.
A Mariana la despidieron de su trabajo. La compañía de importación aduanera en la que se desempeñaba como abogada tributaria desde hacía 12 años, le solicitó la renuncia al enterarse de lo que sucedía con su hermano. Le dijeron que no era conveniente para la imagen de la empresa que ella continuara allí. Sin poner muchos peros, entregó la renuncia. A partir de entonces, se ha dedicado enteramente a la defensa de Efraín.
A diferencia del resto de la familia, puede visitarlo tres veces por semana en la cárcel. Se lo permiten por ser la abogada, pero precisamente por eso en el penal no dejan que le lleve más que un envase de agua de 5 litros. Y ella quisiera llevarle más. Al menos comida, porque la que le dan allí suele estar podrida, y casi siempre es el mismo arroz frío con mantequilla y granos.
Esos recuerdos le llegan en forma de lágrimas. Cuánto quisiera estar yo en su lugar ¿Cómo le ahorro eso? Y deviene en un desconsuelo largo, como estos tres años. Y duele, pero disimula para que el hermano sienta afecto, fuerza y ánimo; para que sonría, si es que es posible. Es inocente, no me voy a cansar, lo voy a sacar de allí, ellos van a pagar. Pero no hay fortaleza que se mantenga intacta ante episodios inenarrables que, como piezas de un rompecabezas, no deja de recordar. Como los siguientes:
Mariana, consiguiendo un paraguas para que su hermano esquive el chorro de una pútrida cañería que —intencionalmente— lo baña en el calabozo del Cicpc. Allí, donde él tuvo que dormir agachado porque no había espacio; donde lo golpearon —encadenado, con los ojos vendados— y después le descargaron electricidad en el cuello; todo para que dijera la verdad: “Dinos, quiénes eran los financistas del plan, habla”.
Mariana, viendo a Efraín salir de ese calabozo para El Rodeo con la piel llagada, la cara hinchada, casi desfigurada.
Mariana, saliendo de su primera visita a El Rodeo mientras escucha el grito de su defendido: “Quiero irme contigo, hermana, no me dejes aquí”; y ella caminando hacia la puerta pensando: “Daría lo que fuera por llevármelo”.
Mariana, acudiendo a todas las instancias legales posibles para que autoricen atención médica para su hermano; porque allí se volvió hipertenso, le aparecieron trombos, se contagió de hepatitis, sufre de cólicos nefríticos y quistes en los riñones por la falta de agua.
Mariana —serena— escuchando la advertencia del médico cardiólogo que logró atenderlo: “Él se puede morir de un momento a otro de una trombosis cerebral o pulmonar, o de un infarto: puede estar bien y, de pronto, morirse”.
Desde que él comenzó a empeorar, ella entregó más de 30 cartas en la Defensoría del Pueblo, en Derechos Fundamentales, la Fiscalía 20 Nacional y el despacho de la fiscal general, Luisa Ortega Díaz, hoy en el exilio. Pedía que su hermano pudiera ser operado. Pero solo logró que le hicieran un conjunto de exámenes médicos que se vencieron sin que un especialista pudiera revisarlos. Quiso que al menos lo trasladaran a la prisión militar de Ramo Verde, para que no esté con presos comunes, y se lo negaron. Ha solicitado una medida cautelar, como se le concedió a Araminta González, y fue negada. No, no y no. Siempre no.
—¿Por qué la vida nos está jugando esto tan sucio? ¿Qué hicimos? —se pregunta—. Antes de todo esto, si yo lo llamaba a las 12:00 de la medianoche para hablar de cualquier cosa, él se venía y amanecíamos tomando café y fumando. Ahora vivimos con el corazón en la boca, esperando una llamada. Nos quitaron la tranquilidad, destruyeron a mi familia y destruyeron a la familia de mi hermano. Nosotros también nos sentimos presos. ¿Cómo llegamos a esto?
Doña Norma escucha a Mariana. Ha querido interrumpir este monólogo desde hace rato, y el nudo en la garganta se lo ha impedido. Intenta dominarse y, en medio de sollozos, dice:
—Cuando yo voy a esa cárcel, no quiero entrar. A uno lo revisan todo, las partes íntimas. Revuelven la comida que uno le lleva. Me pongo a llorar, a llorar así. Me dicen que me calme para que él no me vea. Le pido a Dios que me dé fuerza. Entonces veo a Efraín, lo abrazo y lo beso… Y veo que se me está yendo; mi muchacho tan bueno, se me está yendo… y lo tengo en mis brazos… y le sonrío… Y salgo destrozada.
—¿Ves? —la interrumpe Mariana—, mi mamá está destrozada. Pero si ella sigue adelante, ¿cómo no voy a poder yo?
En la casa de Efraín, también en La Candelaria, el televisor está encendido en un canal de dibujos animados. Sobre la mesa del comedor hay un par de balones de fútbol, un muñeco de Spiderman y otros juguetes. Hay muchos retratos familiares exhibidos en el recibo. Están allí como recordando que alguna vez la felicidad no era esta mancha oscura y borrosa. Fotos de viajes. De la boda. De navidades. De carnavales. De un partido de fútbol. Fotos de un día normal. Fotos de cumpleaños. Fotos que ahora están cubiertas por estampitas de muchos santos, de la Virgen María, de Jesucristo. Un gesto desesperado para que la providencia escuche tantos ruegos.
Es la noche de un día de mediados de abril de 2017. Mariana viene de hacer diligencias sobre el caso en los tribunales, y ha pasado a saludar a su sobrino, el hijo de Efraín. Cuando entra, el niño de 8 años le pide la bendición y ella lo abraza, le da un beso, entran a un cuarto, y desde la sala se escuchan sus risas.
Afuera, sin que ellos puedan oír, la esposa de Efraín me confiesa que se las ha arreglado para que él siga creciendo feliz. Eso incluye aislarlo de una tragedia que nadie entiende bien cómo se generó. Aunque tenga las cuentas en rojo, no se le ha pasado por la mente sacarlo de las prácticas de fútbol por las tardes que tanto disfruta el niño. Lo ayuda con las tareas. Juegan. Cuando bajó a recibirme en la planta baja del edificio, me explicó que era sensato que su nombre no apareciera en esta historia, porque tiene miedo de que —como le pasó a Mariana— la despidan de su trabajo, una institución bancaria en la que no saben nada de lo que está viviendo.
Eso me estaba diciendo cuando sonó su teléfono celular.
—Ya subo, mi amor. Estamos esperando a tu tía Mariana. Puedes agarrar cereal, mi vida. No te asustes, estoy cerca.
Entramos en el ascensor y me resuena en la mente la última frase: no te asustes, estoy cerca.
Desde el día que Efraín no volvió más, le ha dicho al pequeño que a su papá le salió un viaje de trabajo muy importante. Lo pensó como una mentirita blanca, porque el malentendido con la cárcel de su esposo tenía que arreglarse en cuestión de días. Pero como sucede con algunas mentiras blancas, esta ha ido creciendo como una bola de nieve.
Ahora le dice al niño que papá continúa recorriendo el mundo, trabajando, que le traerá regalos. No sabe hasta cuándo se lo seguirá diciendo. Él llama cuando en el penal se lo permiten. Antes lo hacía casi todas las noches, pero en uno de los dos motines que ha vivido en El Rodeo, le quitaron el celular con el que se comunicaba. De modo que ahora las llamadas son esporádicas: una o dos por mes. Desde luego que ese niño, que juega en el cuarto con su tía Mariana, insiste: ¿Papá, pero hasta cuándo? ¿Cuándo vas a volver?
—Ya no sé a qué santo pedirle. En lo económico es muy duro: estoy con la carga familiar yo sola. A Efraín lo suspendieron en el banco, sin goce de sueldo ni de ningún beneficio. Y cada vez que vamos a visitarlo hay que llevarle de todo. La última vez gasté 60 mil bolívares entre carne molida, una pasta que compré bachaqueada, mayonesa, galletas, un refresco y agua. Me quitaron todo mi confort. Vivo amargada. A veces quiero desaparecer de todo. Pero el nené me da ánimo. Ya va a ser su cumpleaños, el tercero sin su papá. Es demasiado tiempo. Mi relación con él ahí va: no es la mejor, porque esto es desgastante. Pero no lo voy a dejar. El mes próximo cumpliremos 12 años de casados.
Mariana sale del cuarto y el niño se queda dentro. No lo escucho más. Mariana mira alrededor. Comenta una a una las fotos. Recuerda. “Mira cómo estaba de gordo, pesaba 130 kilos, ahora está como en 70”. “Ahí fue cuando ellos se casaron”. “¿Viste que al niño, como a su papá, le gusta el fútbol?”. “¿Verdad que a partir de todo esto tú ya no duermes en la cama matrimonial, que te cambiaste de cuarto, cuñada?”. “Cuando él salga, lo vas a conocer, ya verás por qué te decimos que es un pan de Dios”. Y dice:
—¿Sabes qué no me gusta? Que estamos aquí, hablando de alguien que ya no está. No me gusta. Es como que… no está, no está. Y yo lo quiero aquí: con su esposa, con su hijo, con todos nosotros. Yo no voy a descansar hasta que esté aquí. Aquí. Aquí.
Bajo medidas cautelares, Efraín Ortega salió de la cárcel la noche del 6 de octubre de 2017. Fue llevado a un centro médico privado en el que atendieron sus múltiples patologías. Se le practicaron tres intervenciones quirúrgicas. Por su condición de procesado, en el Banco Central de Venezuela no le han permitido reintegrarse a sus labores.
SIGUIENTE ENTREGA:
La fuerza madre de Zaida
La vida de nos agradece al Foro Penal Venezolano por su apoyo para la elaboración de esta historia.