Arnaud de Baecque llegó a Venezuela en diciembre de 2019 para dirigir la delegación en el país del Comité Internacional de la Cruz Roja. Han pasado cuatro años y ahora está por irse. En esta historia cuenta parte de su recorrido por estas tierras.
FOTOGRAFÍAS: CICR / ÁLBUM FAMILIAR
Arnaud de Baecque está por hacer maletas. No volverá a Venezuela. O al menos no lo tiene previsto en el corto plazo. Está seguro de que extrañará muchas cosas de aquí. Los colores de Caracas, el Ávila, las guacamayas que todas las tardes llegan a la ventana de su casa… Pero, sobre todo, echará de menos a la gente.
—Aquí, en cualquier lado, uno encuentra quien te ofrezca una tacita de café, o alguien te pregunta cómo estás, o alguien te da un abrazo —me dice, un tanto emocionado, sentado frente a su escritorio, mientras a su mente van llegando momentos, flashes, recuerdos de su recorrido por estas tierras.
Insiste en que cuando se monte en el avión para seguir su rumbo por el mundo, llevará consigo algo que encontró aquí:
—Un tesoro, una lección de vida…
Antes de venir, hace cuatro años, llevaba tiempo en Ginebra, Suiza, trabajando en la sede del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR). Debía asumir una nueva misión internacional y las opciones eran Caracas o Bagdad. Algunas personas le comentaban que por Venezuela pasaba el vórtice de una tormenta. Que aquí había tanta inestabilidad que nadie podía predecir qué ocurriría en el corto plazo. “Hay secuestros exprés; los servicios básicos no funcionan: puede repetirse un apagón eléctrico que mantuvo al país desconectado y a oscuras por días, y el suministro de agua es intermitente o nulo; hay devaluación; inflación; conflictividad política”, le decían.
Pero como parte del CICR, Arnaud ya había vivido en países en conflicto, ayudando a quienes padecían dificultades enormes. Tenía amigos latinos —de hecho, le gustaba la música que escuchaban— y podía comunicarse en español, aunque llevaba un par de décadas sin hablar en ese idioma. Además, su pareja, a quien conoció en otra misión porque también trabaja en el CICR, halló una oportunidad laboral en la delegación de Venezuela, así que podían venir juntos y seguir teniendo una vida de familia.
Por todos esos factores, recibió de buen modo la noticia de que, finalmente, el CICR había resuelto enviarlo al norte de Sudamérica. Después de cinco semanas en Madrid repasando su español, el 5 de diciembre de 2019 aterrizó en el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Maiquetía.
Podría decirse que la vida de Arnaud ha transcurrido entre aeropuertos y aviones. Nació en otro país, pero tenía apenas meses cuando su familia decidió instalarse en Francia: creció en París, su lengua materna es el francés.
Como su padre trabajaba en una aerolínea, tenía grandes descuentos en los boletos de viaje, por lo que durante su juventud pudo ir a muchos países. Quizá fue en ese entonces que comenzó su interés por las distintas culturas y por el funcionamiento del sistema internacional.
Más adelante, participó en programas de intercambio que lo llevaron a un orfanato en Bolivia, cerca de la selva amazónica, donde pasó dos meses y aprendió español; y a Burkina Faso, a colaborar con un proyecto de construcción de casas para comunidades desfavorecidas.
Ya adulto, Arnaud se graduó de abogado y comenzó a trabajar en la empresa nacional francesa de gas. Al cabo de 10 años, renunció para irse a Sídney, Australia, a estudiar una maestría, y se especializó en gestión de proyectos de desarrollo humanitario. Volvió a París en 2008, queriendo tomarse unos meses de descanso, pero apareció en su horizonte la oportunidad de incorporarse al CICR.
La Cruz Roja es ampliamente conocida, pero él no sabía la envergadura de esta organización. Apenas se adentró en ella, le entusiasmó su misión: proteger la vida y la dignidad de víctimas de conflictos armados y otras formas de violencia, en atención a los convenios de Ginebra, un conjunto de tratados que pretenden atenuar las consecuencias de acciones bélicas y ayudar a las personas que no participan en ellas o las que ya no pueden seguir en combate.
Arnaud, convencido de que era una labor importante, y sabiendo que podía aportar echando mano de su formación como abogado, se sumó al equipo. Comenzó así a recorrer un camino a través del cual pudo descubrir el mundo de otro modo. Encargado de misiones que duraban entre uno y dos años, estuvo en Gaza, Afganistán, el Congo y la República Centroafricana.
“¿Cómo Venezuela, un país con tantos recursos, ha llegado a una situación tan delicada?”, se preguntaba aquel 5 de diciembre de 2019 mientras aterrizaba en Caracas para asumir su nueva misión como jefe de la delegación del CICR en Venezuela.
Estaba seguro de que aquí encontraría un panorama desalentador. Y ciertamente más adelante vio “el monstruo por dentro”, pero al llegar, al principio, se sorprendió porque, a pesar de todo, en esos días, próximos a la Navidad, la gente trataba de sonreír. Escuchaban gaitas, compartían en torno a la mesa. Le dieron a probar hallacas y le gustaron: comió muchas.
Por aquel entonces, nadie podía saberlo, el mundo ya estaba cambiando. La covid-19, que había aparecido en Asia, devendría en una pandemia que irremediablemente tocaría este lado del planeta y marcaría el inicio de la gestión de Arnaud en Venezuela.
Entre enero y febrero de 2020, fue a los estados que el CICR estableció como prioritarios: Zulia, Táchira, Apure, Bolívar, Miranda y Aragua, en los que ocurrían situaciones de violencia de distinta naturaleza. El objetivo era identificar las necesidades más urgentes de la gente, para ofrecerles protección y asistencia humanitaria, y procurar el diálogo con grupos armados, autoridades oficiales y líderes comunitarios. En esos recorridos, fue constatando que lo que le habían advertido era cierto: Venezuela necesitaba ayuda y pronto.
Sucedió que un domingo de comienzos de marzo fue a conocer la Colonia Tovar, a poco más de dos horas de Caracas. En verdad, en ese pueblo turístico, de edificaciones de estilo alemán al interior de las montañas del estado Aragua, él no estaba desconectado: no paraba de pensar en lo devastadora que estaba siendo la nueva enfermedad en Europa y Asia.
Y de pronto, ocurrió algo que abonó sus pensamientos: un motorizado comenzó a seguirlo. Arnaud se asustó por la persecución, pero cuando el sujeto se le acercó, le explicó que era un líder del pueblo, que estaba preocupado porque, al ver el carro con el emblema del CICR, pensó que la pandemia había llegado a su comunidad.
Arnaud le respondió que no pasaba nada; que no tenía información; que él, como todo el mundo, también estaba expectante.
—Solo estoy conociendo el pueblo.
El incidente era una muestra de que el país por aquellos días era una postal de incertidumbre, rumores e informaciones inexactas. Pero en medio de todo, algo tenía claro Arnaud. El CICR debía responder, rápido, a lo que en Venezuela sería una emergencia: estaba al tanto del impacto que estaba teniendo la crisis económica en el sistema sanitario.
Cuando el 13 de marzo de 2020 fue declarado el confinamiento, él ya se había anticipado. El CICR había comenzado a importar productos que ayudarían a paliar el desabastecimiento de los centros de salud.
Llegaron al país 1 mil 471 toneladas de insumos médicos. El CICR mantiene una postura neutral, imparcial e independiente para llevar adelante su trabajo humanitario. Así, sin descuidar las medidas de bioseguridad, pudo trasladar por tierra esos insumos hasta las puertas de 12 hospitales de Caracas, Bolívar y Táchira.
También llevaron equipos médicos, agua y comida.
Pero no era suficiente.
Si bien la consigna mundial era #QuédateEnCasa, al equipo del CICR le preocupaban las personas que no podían acatarla al pie de la letra.
—Era mucha la gente que, si no salía a buscar el pan de cada día, no tendría la forma de mantenerse —me dice Arnaud.
El CICR, en conjunto con voluntarios de la Cruz Roja Venezolana (CRV), comenzó entonces a repartir frascos con gel antibacterial, tapabocas y folletos con información preventiva en las calles de distintas partes del país. Arnaud fue a varias de las jornadas que se llevaron a cabo en las salidas del Metro de Caracas, mientras su equipo monitoreaba los hospitales y las morgues para llevarle el pulso a la pandemia en Venezuela.
Más adelante, diseñaron protocolos de atención para pacientes con covid-19 en hospitales y centros penitenciarios. Apoyaron el remozamiento de la infraestructura de centros de salud. Le tendieron la mano a quienes migraron o volvían al país en medio de la pandemia. Junto a la Federación Internacional de Sociedades de la Cruz Roja, la Media Luna Roja y la Cruz Roja Italiana, trabajaron en jornadas de vacunación en 13 estados, que llevaba adelante la CRV.
—Estábamos apoyando a la Cruz Roja en su rol de auxiliar a los poderes públicos. Redoblamos esfuerzos para aportar soluciones a los problemas más urgentes. Esos días fueron desafiantes para mí. Yo no conocía el teletrabajo, nunca había trabajado en casa: pasé horas y horas frente a la pantalla, aislado. Pero lo importante es que seguíamos adelante. No nos podíamos detener.
Al hablar de aquel tiempo que ahora parece tan lejano, Arnaud lo hace con un dejo de satisfacción, como quien sabe que ha superado un desafío en el camino.
La pandemia fue una circunstancia sobrevenida que se extendió en el tiempo. Por ello, cuando las aguas de la urgencia parecieron calmarse, en paralelo, el CICR retomó el foco en otros asuntos apremiantes, como las dificultades que enfrenta la gente que vive en los estados prioritarios para la organización.
En marzo de 2021, por ejemplo, a Arnaud le tocó abocarse a Apure, uno de ellos: en La Victoria, pueblo de ese estado, en la frontera con Colombia, estalló un enfrentamiento armado entre disidentes de las Farc y la Fuerza Armada de Venezuela.
El CICR estaba al tanto de lo que ocurría minuto a minuto, porque miembros y aliados de la organización, que trabajan en la zona, le informaban lo que sucedía.
Había bombardeos, muertos, heridos.
El CICR levantó un hospital de campaña y gestionó el traslado de heridos a centros médicos de San Cristóbal, en el vecino estado Táchira. Equiparon con antibióticos, analgésicos, antiinflamatorios, guantes, mascarillas y kits de higiene al ambulatorio de La Victoria, lo cual permitiría atender prontamente a más heridos.
—Al principio estuve en Caracas, muy atento a lo que ocurría y al trabajo del equipo que estaba en el terreno, pero cuando bajó la intensidad del conflicto, yo mismo fui a la zona —recuerda—. Allí estuve una semana. Vi edificios destruidos, gente migrando con miedo, mucha angustia. Algunos nos contaron sobre los enfrentamientos. Fue duro escuchar y ver todo lo que había ocurrido.
Arnaud cuenta que estar allá le hizo pensar en la importancia de que la gente sepa cómo protegerse en medio de contextos violentos, que es otro de los focos de trabajo del CICR. La organización también mantiene un diálogo con quienes portan armas, para tratar de influenciar en que sus comportamientos no afecten a la gente. Y lleva talleres a muchas comunidades para enseñarles qué hacer cuando hay enfrentamientos armados. ¿Cómo ponerse a salvo? ¿Cómo salir de la línea de fuego? ¿Qué puede hacer una maestra o un alumno si está en el colegio y de pronto comienzan ráfagas de disparos? ¿Cuál es la labor de una sala de urgencias en un hospital? Preguntas que tratan de responder en esas formaciones.
—Una vez, fui a un colegio de Petare y vi en las paredes agujeros producidos por balas. Varios me mostraron videos de los tiroteos. Me alarmé porque grabar enfrentamientos es algo que no se debe hacer: quizá lo hacen por la adrenalina del momento, pero conservar esos videos los puede poner en riesgo. Por eso, es importante que sigamos enseñando a las comunidades. A veces creen que no tienen la necesidad de formarse para estar seguros y nos preguntan: ¿por qué están aquí? Y mi respuesta es: “Porque nos importan”.
El paso de Arnaud por Venezuela ha dejado números elocuentes. Solo en 2022, el CICR benefició a más de 243 mil 726 personas afectadas por la violencia armada; unos 35 hospitales recibieron ayuda para mejorar su infraestructura y restablecer sus servicios básicos; 30 centros de salud recibieron 362 toneladas de insumos y medicamentos; 7 mil 269 personas privadas de libertad recibieron alimentación y suplementos en 5 centros penitenciarios; 166 funcionarios públicos recibieron capacitaciones sobre buenas prácticas de identificación forense y atención a las víctimas.
Hay números, muchos números, tantos que ahora mismo Arnaud no los recuerda con precisión. Pero detrás de las estadísticas está la gente que, insiste, le enseñó muchas cosas. Lo apuntó en uno de sus informes de gestión: “Como dicen en esta tierra caribeña: cuando algo se torna un tanto retador, toca echarle pichón, ni más ni menos”.
—Aquí la gente puede que no domine las situaciones adversas, pero sí logran mantener un espacio en el que la vida sigue con sus cosas buenas. Las personas, aunque vivan en situaciones precarias, te hablan del clima bendito de este país, de la belleza, de las hallacas y las arepas, de lo que les produce orgullo… Es eso lo que me llevo como un tesoro, como una lección de vida, porque eso no lo había visto antes. En ninguna parte. Hay guerras en las que la gente está solamente cabizbaja. Eso no sé si es resiliencia, no sé si es algo que se desarrolla con años haciéndole frente a tantos desafíos. Pero me lo llevo como algo para mí, porque es una perspectiva que hace la vida más ligera.
Al final, Arnaud me dice que siente que este es un lugar al que le encantaría volver, así sea de visita. Que lo hicieron sentir como un venezolano más. Que le alegra saber que esta Navidad comerá hallacas, como hace cuatro años, cuando llegó, y que de algún modo es una forma de cerrar el ciclo. Que entendió que aquí la gente siempre da abrazos. Que, si está en confianza, ya puede saludar a alguien diciéndole: “Épale, chamo”. O despedirse, cómo ahora, diciendo: “Hasta pronto, hermano”.