Un niño de 8 años que vio morir a su hermanito de 6. Un ex novio celoso que los lanza al río Guaire para castigar a su madre. Una mujer que azuza al hijo para que le relate una y otra vez el crudo relato. Esta es la historia de una tragedia familiar que muestra las intimidades de cómo se genera y se multiplica la violencia.
Ilustraciones: Walther Sorg
Maikel duerme hasta el mediodía en un día de semana. Nadie se atreve a despertarlo porque no quieren desatar sus insultos, sus pataletas, sus arranques. Su madre le tiene miedo, como si se tratara del mismísimo diablo, por eso le ordena a su hija mayor que no haga ruido cuando entra al cuarto donde él está acostado. “No, Mayrita. Déjalo dormir. Vente para acá, vale”, le dice y cierra la puerta rápidamente.
Pero la niña, de 10 años, no le hace caso y vuelve a la habitación. Por descuido deja la puerta abierta. Puedo ver a Maikel dormir en un ambiente fresco gracias a un pequeño ventilador y a una delgada tela tendida en la ventana, como si fuera una cortina. Veo el desorden que han dejado los chamos hasta que Mayrita cierra la puerta con un manotón.
Maikel despierta. No está de mal humor pero tampoco habla mucho. Va con un mono azul claro y sin camisa, tal como se ha levantado de la cama. Camina descalzo hacia la sala, donde se siente una brisa refrescante, típica de una casa frente al mar. No da los buenos días ni pide la bendición a su mamá; ella tampoco lo obliga. Tampoco le ordena cepillarse los dientes, lavarse la cara y desayunar. Ocho cortos años gritan en cada gesto como si fuera un hombre que enfurece.
Auristela Durán lo sienta en sus piernas. Con dulzura, lo abraza pegando su cuerpo en la espalda de él y lo besa en el cuello. Él no parece disfrutarlo. Repentinamente se detienen las caricias y la madre le pide que cuente cómo Alexander lo lanzó al río Guaire, y cómo a su hermanito lo arrastró el agua.
—Dile papá, anda, dile cómo Alexander lanzó a Manuel Alejandro primero. Dile, anda, dile que tú fuiste más fuerte y por eso te agarraste de una cabilla, y te salvaste.
Maikel asiente lentamente con su cabeza mientras Auristela lo incita a hablar, como siempre que quiere oír nuevamente el crudo relato. Pero Maikel no quiere decir nada. Se zafa de las piernas de su mamá, camina hacia la cocina y agarra un vaso sucio del fregadero. No había agua en la casa desde hace días. Se sirve Frescolita. Vacila antes de volver a la sala y toma un pedazo de torta para desayunar. Camina mirando hacia el piso. Su mirada siempre da al piso.
Aquella mañana del domingo 20 de septiembre de 2015, Alexander engañó a Maikel y a Manuel Alejandro. Ambos desayunaban cereal con leche, sentados frente a una pequeña mesa de madera, escuchando el sonido de las comiquitas en el televisor. Estaban solos. Ese fin de semana se habían quedado bajo los cuidados de la abuela, quien había salido a comprar agua. Su mamá estaba quién sabe dónde con su nueva pareja.
La visita del ex novio de Auristela no era extraña para los niños. Durante el año y medio que duró la relación, se ganó su confianza regalándoles carritos y chucherías. Nunca les gritó ni les pegó, fue un amigo más. En los seis meses que tenía separado de su mamá no dejaron de verlo. Alexander estaba obsesionado con ella y la perseguía para obligarla a volver con él.
Tomaron una camionetica desde Catia La Mar hasta Caracas. Durante todo el recorrido por la autopista Caracas-La Guaira, de casi una hora, él no soltó una sola palabra. Llevaba los audífonos puestos y la música a todo volumen, mientras veía fijamente los carros que pasaban a toda velocidad por el canal contrario. Parecía que viajaba solo, aunque los dos hermanitos iban sentados a su lado, pensando que en pocos minutos se encontrarían con su mamá en el Parque del Este.
Caminaron desde la estación del metro de Chacaíto. Pasaron lentamente por el elevado que separa El Rosal de Las Mercedes y se enrumbaron por la avenida Río de Janeiro en dirección hacia Bello Monte. Dejaron atrás a un grupo de personas hasta que se detuvieron abruptamente.
Alexander logró desviar a los niños de la acera, por un trecho de tierra y grama que terminaba con el paso violento del Guaire y sus aguas marrones y malolientes. Tomó por el torso a Manuel Alejandro y, sin necesitar demasiada fuerza para su pequeño cuerpo de seis años, lo lanzó al río. Maikel tuvo poco tiempo para darse cuenta de lo que sucedía, porque el próximo fue él.
Intentó frenarse, clavando sus zapatos con fuerza en la tierra y echándose para atrás, mientras Alexander trataba de empujarlo hacia el agua. Gritó pidiendo ayuda, gritó para que alguien salvara a su hermanito. Pero cansado de luchar, y vencido por ese hombre corpulento, cayó en la orilla. A poco de ser arrastrado por la corriente, su mano nerviosa encontró una cabilla debajo del agua. Salió a la superficie, alzó la mirada y vio que varias personas corrían a ayudarlo.
Manuel Alejandro no sabía nadar y, en un intento desesperado por encontrar oxígeno, tragó agua. Desapareció.
Maikel no recuerda más.
Lleva un pedazo de torta a su boca, que mastica con la boca abierta y dejando caer trozos en su pecho desnudo. Toma un sorbo de refresco. Se sienta de nuevo en las piernas de su mamá. Aura, como ella se presenta, tiene 26 años y salió embarazada cuando apenas era una adolescente, aunque no fue por esto que solo llegó hasta sexto grado de primaria; simplemente decidió no estudiar más y no trabaja. Su piel es canela, sus curvas pronunciadas y su cuerpo no parece el de una mujer que ha parido tres veces.
Es mal vista en el barrio Marapa Marina de Catia La Mar, en el estado Vargas. Juzgada. La culpan porque Alexander se vengó de ella intentando matar a sus hijos. La tildan de sinvergüenza por estar ese día con un hombre, en vez de cuidando a sus muchachos. Por eso sube las largas escaleras que conducen hasta su casa sin saludar a los vecinos.
—Dile, papi, dile que viste cómo Manuel Alejandro voló cuando Alexander lo lanzó, y que a ti te empujó. Cuéntale que viste cómo el agua lo arrastró —insiste Auristela.
—Yo fui más fuerte. Manuel Alejandro era muy flaquito y por eso lo empujó primero y más fácil —dice Maikel, esbozando una sonrisa de superioridad.
—¿Y cómo viste a tu hermanito pasar? Dile que Manuel Alejandro tragaba agua mientras lo arrastraba el río. Y dile que ahora quieres tener una pistola.
El niño asiente con la cabeza y no sonríe más.
A Maikel lo rescataron los bomberos y lo llevaron al hospital J. M. de los Ríos, donde le dieron los primeros auxilios. Casi linchan a Alexander, pero funcionarios de Polichacao lo evitaron.
Hombres de Protección Civil de los municipios Chacao y Sucre iniciaron la búsqueda de Manuel Alejandro a todo lo largo del río Guaire. El lunes 21 de septiembre de 2015 Auristela se sumó a las labores, al igual que el padre de los tres niños, a quien veían poco; tiene otra mujer y su trabajo de camionero lo mantiene ocupado.
Dos días después le prohibieron a Auristela participar en la búsqueda. La desesperación por hallar a su hijo era tal que entorpecía el trabajo de los rescatistas. Debían estar pendientes de que no resbalara con una piedra, cayera al río y fuese peor la tragedia.
Recorrieron el Guaire desde Las Mercedes hasta el barrio El Encantado, en Petare. Hundieron largos palos para remover las profundidades, esperando que el cadáver saliera a flote, si es que estaba atrapado por algún escombro. Montaron guardia en una vivienda de la comunidad de El Llanito. La casa, con una enorme platabanda, permite una mirada amplia hacia una de las curvas más pronunciadas del río, en el sector La Línea, donde normalmente se atascan los cuerpos que se ha tragado.
Fue en vano. Se sumaron rescatistas de otros organismos y estados del país. Usaron un drone para llegar a zonas donde ellos no podían y un helicóptero sobrevoló los 73 kilómetros del Guaire. Pasaron nueve días. La búsqueda se extendió hasta los Valles del Tuy y Río Chico, en el estado Miranda, por si la corriente había arrastrado al niño a esas lejanías.
Luego de 22 días detuvieron la búsqueda. A Manuel Alejandro lo dieron por muerto. No hubo entierro, ni coronas, ni novenarios. Su familia lo lloró sin verlo y ahora le encienden velas con dudas, en ese extraño duelo que producen los desaparecidos.
A Maikel le ha dado por no comer. Si su mamá o su abuela intentan obligarlo, se enfurece, batuquea lo primero que ve, las insulta y ellas ceden. En la escuela golpea a sus compañeros, por eso ninguno se le acerca. Más de una vez las maestras han citado a Auristela para quejarse de los arrebatos del muchacho.
Ya no es el mismo niño juguetón, parlanchín, alegre y sonriente. Dejó de jugar fútbol y correr en su patineta. Maltrata a su hermana mayor, Mayra, la única hembra. En las noches, violenta el mimbre que cruza de un extremo a otro la puerta de la entrada principal de su casa y por un pequeño agujero mete su cuerpecito, y se escapa. Auristela ha pasado toda una noche buscándolo. Luego lo encuentra solo, sentado en unas escaleras viendo al infinito. Ha descubierto que fuma con unos niñitos del barrio.
Dice que quiere una pistola. Que quiere asesinar a Alexander y a toda su familia. Vengarse. Como lo hizo Alexander con su mamá por haberlo abandonado.
—Hijo, ¿verdad que quieres una pistola para matar a Alexander? —le pregunta Auristela, siempre insistente.
Maikel sonríe levemente y baja la cabeza con vergüenza.
—Mayrita, ¿verdad que tú lo ayudaste a reunir toda la ropa y juguetes que le regaló Alexander para quemarlos?
—Sí. Me dijo que lo ayudara. Y como mi mamá estaba en la calle buscamos las cosas para prenderle candela —dice la niña con soltura.
El psicólogo que ha atendido a Maikel no ha logrado quitarle de la cabeza la idea de asesinar. Auristela tampoco lo lleva frecuentemente, siempre excusándose en los berrinches que le arma, en su agresividad, en su ira. Ella ha intentado cortarse las venas en frente de sus hijos. Y a cada momento le pide a Maikel que le cuente cómo pasaron las cosas.
A Maikel le tiene sin cuidado que a Alexander lo condenaran a 20 años de prisión. Bien lejos de Caracas, en la cárcel de El Dorado, al sur del país. Tendrá vida de sobra para esperar que salga en libertad. Habrá tiempo para dar con él. Habrá tiempo para pensar cómo matarlo.
Esta historia inédita fue escrita durante el Seminario de Periodismo Narrativo “El pulso y alma de la crónica”, de Cigarrera Bigott, en 2016.