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¿Quién le paga esta deuda a Lucinda?

Maite Espinasa | 28 jun 2017 |
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Lucinda permitió que Angely, su hija de 10 años, pasara el fin de semana en casa de sus tíos, en Carmen de Uria, en el litoral central. Era diciembre de 1999. A la mañana siguiente recibió una llamada de su hija. La lluvia no cesaba y tenía miedo. Esa fue la última vez que supo de ella. La buscó infructuosamente durante mucho tiempo, hasta que una pista, en 2011, la llevó hasta el Hogar Santa María de la Caridad, en Caracas, que había acogido a niños huérfanos del deslave. Esta es la historia de su búsqueda.

Ilustraciones: Kabir Rojas

 

En esos días, transcurridos durante diciembre de 1999, el país pudo mirarse en el espejo de lo que sería su siglo XXI. Aquel particular domingo una lluvia pertinaz había ido socavando el cerro y desdibujando los cauces de los ríos, dejando a su paso un desierto de escombros. Los pobladores de Carmen de Uria, guarecidos en sus moradas, no lograban aun discernir el sonido del estruendo desatado cuando, sin permiso, el agua entró por sus puertas y ventanas, llevándose todo por delante, incluidos a ellos.

Al fragor de la naturaleza empezaron a sumarse gritos destemplados, bramidos, estallidos. Fueron horas, convertidas en días, hasta quedar reducidos al horror de la supervivencia. La ineficacia del auxilio, más que sosiego, trajo confusión y desorden. El saldo resultó en miles de muertos y desaparecidos, cuerpos sin reconocer, familias enteras que quedaron solo con lo puesto, muchos tratando de abordar algún vehículo que los pusiera a salvo, y demasiados niños, declarados huérfanos precipitadamente, que terminaron en albergues.

 

Cuando Lucinda colgó el teléfono, horas antes de la tragedia, las palabras de su hija siguieron resonando en sus oídos. A pesar de sus impulsos sobreprotectores, había accedido a que Angely, su hija de 10 años, pasara unos días con sus tíos en aquel poblado del Litoral guaireño. Pero vino la lluvia y se la llevó a ella también.

Para hacer frente a las dificultades y obstáculos, que la llevaran a hacerse de la información sobre la suerte de su hija, Lucinda hubo de emprender un largo peregrinaje, buscando las respuestas necesarias para que su corazón pudiera recobrar el sosiego perdido. En su desesperado afán, solo escuchaba la voz de su hija, a través del hilo telefónico, pidiéndole que fuera por ella. Que tenía miedo.

La decisión del Gobierno fue ocultar la magnitud de lo ocurrido. De hecho, nunca hubo cifras oficiales de decesos y desaparecidos. Solo alcanzó a poner en marcha algunas acciones de salvamento, sin estructurar un plan que diera las respuestas necesarias a lo sucedido, y, mucho menos, a las consecuencias que aquel deslave produjo en la vida de miles de personas, y a la devastación sufrida en aquel extenso territorio.

Ningún organismo se hizo cargo de centralizar la información a la que pudieran acceder las víctimas, los deudos o cualquier interesado. Lucinda se vio obligada, en medio de su dolor, a recorrer durante meses, instituciones, organismos, refugios. Fueron muchos kilómetros, lugares, funcionarios, demasiadas lágrimas, para llegar hasta una pista que la condujo al Fuerte Paramacay, en Naguanagua, estado Carabobo.

Una de las personas que atendió a los niños en el lugar reconoció haber visto a Angely allí, al ver su carita candorosa en la fotografía de Primera Comunión que Lucinda le mostró. Pero el regocijo duró muy poco antes de hacerse añicos contra nuevos muros. A pesar de haberse hecho de pruebas tangibles, lugares, nombres, videos, sobre del paradero de su hija, los organismos competentes la dejaron sin respuestas, abandonada a su suerte.

Transcurrido un año, agotada, procurándose una mejor asistencia, solicitó ayuda al Consulado de Portugal, su país de origen. Fue así como obtuvo apoyo de su nación, y también de algunos ciudadanos portugueses que, de forma voluntaria, se  sumaron a las investigaciones. Todos los esfuerzos, presiones, disposiciones, no lograron que la niña fuera devuelta a los brazos de su madre.

Aun así, no se daba por vencida.

 

Los años pasaron con una lentitud pasmosa. Y fue llegado el 2011 cuando, de súbito, Lucinda vio a su hija en el rostro de una joven, en un retrato publicado en Facebook.

Pocos meses después del deslave, el Hogar Santa María de la Caridad, en Caracas, acogió a un grupo de niños que habían sobrevivido a la tragedia, ofreciéndoles un lugar donde vivir. Dentro de ese grupo llegó una niña, a la que el torrente había arrancado también todos sus recuerdos. No sabía quién era, de dónde venía. Las Hermanas de San Vicente de Paul la llamaron Carla Ures, para su andar por la nueva vida que se abría ante ella.

Sin embargo, esa niña desorientada, confundida, no dejó de dar traspiés. Huiría del Hogar, trocando las calles en su casa y haciéndose una vida como podía, por un largo tiempo. Regresó, convertida en una de las tantas historias que abundan en estas tierras, de jovencitas que se enamoran sin precauciones, y traen al mundo una hija, sin padre, a quien llamó Camila.

Pero también la vida, caprichosa, quiso para Carla otra historia. Esos niños, que habían llegado a ese Hogar en marzo de 2000, emprenderían sus vidas luego fuera de aquel resguardo. La Hermana Dolores, para que no olvidaran aquella fecha como un renacer de sus vidas, se dio a la tarea de conmemorarla celebrando un reencuentro, al que todos acudían año tras año. Y, orgullosa de su obra, se daba a la tarea de subir, a su página de Facebook, las fotografías de aquellas fiestas.

Ocurrió así que, aquel 2011, llegó también, a aquella celebración, Lucinda Nunes, haciéndose pasar por monja, con el único propósito de mirar a Carla Ures a los ojos. Con el corazón desbocado, apenas vio el rostro de Carla sintió, estremecida, que había encontrado a su hija. Aun así se contuvo, sabiendo que debía actuar con prudencia para no asustar a aquella muchacha que había olvidado de donde venía.

Se tomó entonces unos días ideando pretextos para verla, hasta encontrar el momento y las palabras para dejar saber a la joven que ella era su madre. Y Carla, sobrecogida ante aquella revelación, deseó, con todas sus fuerzas, que así fuera. La vida le ofrecía esta nueva oportunidad.

 

Toda vez que se cumplieron los trámites necesarios, Lucinda llevó a Carla y a Camila a vivir a su casa, en Valencia. El padre y sus dos hermanos la recibieron, desconcertados, aunque también con cierto alivio. Necesitaban ocupar espacios. No solo Angely había desaparecido con la vaguada. En su empeño por encontrarla, la madre apartó al resto de la familia, sumiéndola en un letargo que terminó olvidando qué estaban esperando. En el tiempo transcurrido, aniversarios, festividades o cualquier celebración cotidiana de la vida había quedado suspendida del hogar de los Nunes.

Por eso, quizás, la respuesta ante aquella aparición fue confusa.

Carla, ahora Angely, y su hija Camila, se abrazaron a aquella familia aparecida. Todos se fueron aceptando poco a poco. Se volvieron a abrir las ventanas y así pudieron recobrar el aire. El semblante de Lucinda se iluminó de nuevo y el amor, retenido por tanto tiempo, volvió a fluir sin reservas.

Claro, las cosas no fueron fáciles. Mientras Lucinda se entregaba, diáfana, a Carla y a su hija, las dudas sobrevolaban en algunos sin detenerse del todo. Las emociones no dictan el camino de la ley, por lo que, cuando de documentos se trata, se imponen las pruebas de ADN.

No era suficiente escuchar a la sangre, había que someterla a prueba.

Ante la desconfianza por las experiencias vividas con las autoridades venezolanas, los Nunes decidieron hacer dichas pruebas en Portugal, y hasta allá viajaron las tres. Carla vivió con asombro aquella experiencia inimaginable en su vida anterior. Aeropuertos, aviones, nuevas tierras, otro idioma, nuevas caras. Un mundo desconocido.

Y, aunque para Lucinda era su mundo, se sintió de nuevo perdida cuando hablaron los resultados. Sus manos temblorosas tomaron aquel papel, entendiendo que el gesto de consuelo del mensajero hablaba por sí solo. Quedó paralizada y sintió, de nuevo, que colgaba el teléfono oyendo las súplicas de Angely.

Lloró con Carla un largo rato. Esta vez, Lucinda sintió que no estaba dispuesta a vaciar del todo aquel espacio. Ante la dura verdad, ya no tenía fuerzas para resistir de nuevo tanto dolor. Por eso, a pesar de los resultados, ella le ofreció a Carla seguir siendo una familia. Volvieron al país, y Lucinda puso su mejor empeño en fortalecer aquel vínculo, aferrada a ellas como un náufrago.

 

Pero este encuentro, que esta mujer veía como una obra de Dios, viajaba en dos direcciones. Quizás la orfandad, quizás la ignorancia, hicieron del corazón de Carla un envase hermético que impidiera nuevas decepciones, y a la vez alejaba también las bondades. La gratitud parecía no haber estado nunca en su exiguo diccionario. No pudo, no supo, no quiso, quién sabe, abrirse a aquel regalo. En su miseria, solo atinaba a exprimir su sentido de provecho.

El sosiego que tanto ansiaba su corazón maltrecho no consiguió abrigarse con la presencia de esta hija que, más que llenar un espacio, la invadió con un sinfín de contrariedades. Frágil y exhausta, Lucinda no tenía ya fuerzas para lidiar con aquella muchacha incapacitada de procurarse una buena vida. Y vencida, la alejó de sí, enfrentándose de nuevo al precipicio insondable de sus brazos vacíos.

De esta manera, Lucinda quedó nuevamente desolada. Como si aún escuchara la voz de su hija al otro lado del teléfono.

Maite Espinasa

Hice de la Promoción Cultural mi oficio, y lo desarrollé en diferentes ámbitos e instituciones. La lectura me acompaña desde que tengo memoria, algunas veces con frenesí y otras con fastidio. La escritura me sobrevino, ya adulta, como una pulsión. Mis pocos artículos publicados, nacieron de la rabia. Voy aprendiendo.
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