A Venezuela, de donde en los últimos años han migrado más de 33 mil médicos en medio de una severa crisis humanitaria, llegó el doctor colombiano David Forero con la ilusión de especializarse, cosa que en su país parecía imposible. Con 24 años, aterrizó en Ciudad Bolívar, en enero de 2016. Seis años después, se empeña en formar nuevas generaciones como una forma de agradecer la acogida que recibió.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
El joven médico David Forero había pasado madrugadas enteras estudiando para el examen que se disponía a responder. En un aula de la Universidad Nacional de Colombia, ansioso pero optimista, sentía que se jugaba su futuro. No era para menos. Aquella mañana de 2014, alrededor de 1 mil 300 médicos buscaban obtener un cupo en el postgrado de medicina interna. Solo quedarían los 6 mejores y él se había preparado, durante meses, para ser uno de ellos.
En verdad, más que atender pacientes, David Forero quería dedicarse a hacer investigaciones científicas. Durante el pregrado había descubierto que esa era su verdadera vocación. Un día, a mitad de la carrera, un profesor invitó a los alumnos a postularse a un concurso cuyo premio era un pequeño fondo para desarrollar un estudio científico. Los participantes no podían haber reprobado materias y debían tener un promedio académico mayor a 4 puntos (en una escala del 1 al 5). De los 40 estudiantes, David y otro compañero eran los únicos que cumplían con esas condiciones. Así que se entusiasmaron y prepararon un proyecto.
Su profesor de inmunología, quien era parte del jurado, les rogó que no se desanimaran cuando semanas después publicaron el veredicto y sus dos alumnos no habían ganado. “Vamos a reunirnos los viernes a revisar y discutir artículos científicos mientras llega la nueva convocatoria al premio. Así se siguen preparando”, les dijo.
En uno de esos encuentros de cada viernes, David supo de una beca, en São Paulo, Brasil, que consistía en un curso corto de inmunología. Inquieto, siempre con ganas de aprender cosas nuevas, se postuló. Lo escogieron, viajó a Brasil y durante dos semanas estuvo enclaustrado en un laboratorio viendo cómo mataban ratoncitos y haciendo microscopía: descubriendo un mundo que le parecía fascinante.
Regresó a Colombia, su país, y apenas abrieron la convocatoria, volvió a presentarse al concurso en el que había perdido el año anterior. Esta vez ganó. El premio, 250 dólares mensuales por un año, lo invirtió en investigar sobre el mal de Chagas.
Ninguna de esas actividades extracátedra distrajo a David de la carrera de medicina, de la que se graduó, precozmente, a los 21 años. No quería cumplir el rural en un pueblo, lidiando con quién sabe cuántos pacientes a la vez, sino en un laboratorio, investigando. Encontró un puesto en un centro de investigación de Cali, donde estudiaban enfermedades tropicales. Muchos médicos llegaban y se iban al cabo de pocos días porque, por un lado, el jefe era exigente, y por otro, extrañaban el roce con pacientes. David, en cambio, se sentía en su hábitat. Terminó siendo el coordinador de ensayos clínicos y evaluando una vacuna en fase experimental para la malaria.
Volvió a Bogotá, después de un año, con la idea de crear su propio centro de investigación. Lo fundó con un amigo pero, por falta de recursos, no prosperó. Solo quedó registrado el nombre: Instituto de Investigación Biomédica y Vacunas Terapéuticas (Vacter).
Una cosa es lo que uno quiere y otra lo que necesita.
David se dio cuenta de que en Colombia los investigadores eran mal pagados. En un centro de investigación le ofrecieron un salario de 300 dólares mientras que un médico general en un hospital ganaba alrededor de 800. “Necesito dinero para vivir”, se dijo. “Me tendré que dedicar a la práctica clínica y más adelante volveré a mi camino, que es la investigación”.
Trabajaba en un hospital grande, hacía suplencias en clínicas, en salas de emergencia, en unidades de cuidados intensivos, en ambulancias. Saltaba de guardia en guardia. Hubo un mes en el que trabajó 20 días seguidos. Sus dos prioridades eran producir dinero y estudiar para aplicar a medicina interna, la especialidad que le parecía más completa.
Pero aquella mañana en la Universidad Nacional de Colombia, a sus 23 años, sentado en el pupitre a punto de presentar el examen para ser admitido en ese postgrado, volteó su cabeza a la derecha y vio a su profesor de semiología médica. Fuera de las aulas había coincidido con él en la unidad de cuidados intensivos en la que trabajaba de vez en cuando. Era un hombre muy inteligente. Se saludaron y, entre dientes, el profesor le dijo que este era su 9no intento de quedar en medicina interna y que no tenía demasiadas expectativas esta vez.
Verlo y escucharlo así, frustrado y resignado, fue una lluvia helada que pasmó el ánimo de David. “Si no lo ha logrado una lumbrera como él, ¿cómo voy a quedar yo?”, se preguntaba mientras intentaba sin éxito salir de la obnubilación y responder el examen.
En efecto, no quedó.
El que había sido su profesor, tampoco.
Presentar esa prueba fue como descorrer una cortina que le permitió apreciar un panorama que hasta entonces no había visto. “No basta con estudiar y sacar buena nota. Hace falta más que suerte”, pensó.
Había escuchado cuentos a los que hasta ahora no le había dado crédito. Que dentro de las universidades colombianas había mafias que les aseguraban cupos en los postgrados a candidatos con dinero o contactos. Que había quienes pagaban hasta 20 mil dólares por una vacante. Que había médicos que pasaban años viajando por toda Colombia, aplicando a distintas especialidades —algunas de las cuales ni siquiera eran de su interés— con la ilusión de que los aceptaran en cualquiera. Que otros, ya hartos, dejaban de insistir y se quedaban, para siempre, ejerciendo como médicos generales… Y no eran cuentos de camino. Por aquellos días, el Ministerio de Salud sostenía que había un déficit de especialistas: de 92 mil médicos con los que contaba el país, apenas 22 mil tenían un postgrado.
“No voy a estar toda la vida intentándolo aquí. Tengo que irme de Colombia”, concluyó el joven médico.
La ilusión de irse lejos a ejercer la medicina era una antigua motivación de David Forero. De adolescente, soñaba con ser piloto y médico, y tener su propio avión para volar a comunidades remotas y llevar medicinas en jornadas de atención gratuita para gente pobre. Al egresar del liceo, intentó presentar el examen en una escuela de aviación, pero era tan enjuto —medía apenas 1,40 metros de estatura— que no lo aceptaron. Los pilotos debían ser más corpulentos, le dijeron. Fue así como, para no quedarse de brazos cruzados, a los 16 años se inscribió en la carrera de medicina en la Universidad Antonio Nariño de Bogotá.
Ahora, a los 23, ya como médico general y habiendo desechado aquella ilusión adolescente de ser piloto, estaba determinado a irse lejos para ejercer la medicina. O más bien para buscar su lugar en el mundo.
Primero, tuvo la idea de instalarse en Brasil. Le había gustado mucho ese país cuando viajó a disfrutar de la beca. Estudió portugués unos meses, se fue a la Universidad de São Paulo y se postuló a una maestría en inmunopatología, donde tendría que investigar mucho.
Lo entrevistaron y le dijeron que sí: solo debía esperar hasta enero de 2016 para arrancar. Faltaban unos cuantos meses, así que regresó a Colombia a seguir trabajando y a preparar su viaje. Pero entonces una nueva posibilidad apareció en el horizonte.
En una guardia en el hospital, una colega le dijo que ella también estaba por viajar, pero a Venezuela, donde un joven que había estudiado en la misma universidad que ellos estaba cursando pediatría.
—Está en un sitio que se llama Ciudad Bolívar. Y le va muy bien —agregó—. Por eso es que quiero ir a ver qué tal. Es que aquí en Colombia es tan difícil…
—¿…Y sabes si allá dan medicina interna? —la interrumpió David.
—Sí, yo creo que sí.
—¿Será que me voy contigo a ver…?
—¿Por qué no? —le respondió ella.
¿Por qué sí? ¿Por qué se entusiasmó si ya tenía un cupo en una maestría en la que podía investigar, cosa que él quería?
De nuevo, una cosa es lo que uno quiere y otra lo que necesita.
A veces hay que tomar una ruta larga, desviarse un poco o tomar atajos, para llegar al mismo destino. David reparó en el hecho de que uno de sus profesores, su mentor, el que lo había inspirado, con todo y que tenía un doctorado en investigación en Boston, ganaba mucho menos que los médicos con especialidades clínicas. Pensando en su futuro, prefirió seguir intentando cursar medicina interna y más adelante volver a la investigación.
El fin de semana siguiente aterrizó junto a su amiga en la calurosa Ciudad Bolívar, en el sur de Venezuela. En el Hospital Ruiz y Páez había no uno sino cerca de 30 colombianos cursando distintas especialidades a través de un convenio con la Universidad de Oriente. Algunos de sus compatriotas les comentaron que podían vivir con pocos dólares, pero otros les advirtieron que, aunque eso era cierto, no estaban en el paraíso: Ciudad Bolívar era un pueblo, se iba la luz a cada rato, en el hospital escaseaban hasta las gasas y no había ni siquiera con qué intubar a los pacientes.
David Forero hizo caso omiso a tales advertencias, dejó la carpeta con sus documentos en el hospital, y regresó a Bogotá sacando cuentas.
—Con los ahorros que tengo puedo costear la estadía en Bolívar —le explicó a su madre cuando le contó el nuevo plan—. Vale la pena: no es lo mismo aplicar en Venezuela, donde si acaso hay unos 20 médicos extranjeros aspirando a 2 cupos, que en Colombia, donde ya me enfrenté a 1 mil 300 optando a 6 plazas, y no quedé. Si hay cerca de 30 colombianos en un solo hospital venezolano quiere decir que la tasa de ingreso es alta. Tampoco es lo mismo pagar en Colombia 20 mil dólares por un cupo a través de los caminos verdes, más 6 mil por la matrícula, que cero bolívares en Venezuela, por la vía formal. Allá tengo más chance, pues.
—Bueno, hijo. Vaya… —le dijo su madre.
Dos semanas después, la mañana de un sábado de junio de 2015, regresó a Ciudad Bolívar para presentar la prueba de admisión. Llegó solo, pues la amiga que lo había animado a explorar esa posibilidad, finalmente decidió no intentarlo porque le dio miedo vivir en Venezuela.
El examen fue largo y difícil. David sacó un buen puntaje, y sus credenciales como investigador le sumaron más puntos. Esa misma tarde lo llamaron para avisarle que había quedado. Y, saltando de alegría, regresó a Colombia por sus maletas.
Hacer electrocardiogramas. Tomar muestras de sangre. Agarrar vías. Trasladar a pacientes, en sillas de rueda, de un lado a otro. ¿Cómo es que en Venezuela debía encargarse de todo eso? ¿Cómo, si ni siquiera sabía muy bien cómo hacer algunas de esas cosas? No había tenido la necesidad de aprenderlas porque en Colombia eran las enfermeras quienes se ocupaban.
David llegó a Ciudad Bolívar el 2 de enero de 2016. Tenía 24 años y mucho entusiasmo, pero no entendía muy bien la dinámica del Hospital Ruiz y Páez. El primer mes se le hizo eterno. No conocía a nadie, se sentía solo, extrañaba a su familia. A veces no había luz. Casi nunca había internet. Los profesores eran estrictos. La primera vez que escribió una historia clínica tuvo que repetirla seis veces porque debía ser riguroso con los detalles. Además, en Colombia estaba acostumbrado a hacerlas en digital y aquí tenía que escribir largas parrafadas a mano.
Le tocaban guardias largas, de 24 horas seguidas, que soportaba porque ya tenía experiencia en esas jornadas infinitas. Como le habían advertido, en Bolívar tenía que “trabajar con las uñas”. Ante la falta de recursos, se vio obligado a desarrollar eso que en su gremio llaman “ojo clínico”: examinar pormenorizadamente al paciente, entrevistarlo con calma, detenerse en cada síntoma para tener una impresión diagnóstica clara y pedirle los exámenes solo para confirmar el diagnóstico. “Porque aquí nadie tiene para andar gastando plata de más”, le decían sus superiores.
El 1er año estudiando medicina interna David perdió 10 kilos.
Aunque era extenuante, jamás pensó que se había equivocado al estudiar en Venezuela, donde si bien debía hacerle frente a enormes obstáculos, no podía negar que lo habían recibido con una calidez inusitada. Vivía alquilado en la casa de una doña afable que le cobraba apenas 10 dólares mensuales, y por las mañanas le hacía café y arepitas con queso rallado, y cuando lo veía demacrado le insistía: “Hijo, descanse”. Sus compañeros de clase eran solidarios, lo invitaban a fiestas, a conocer la ciudad y lo hicieron parte de sus familias: “Es que el colombiano es pana”, decían.
Y se enamoró. Apareció en su vida una chica que estudiaba bioanálisis, con la que comenzó una relación. Con ella se sintió menos solo. Juntos, hacían cuanto podían para lidiar con la escasez de alimentos y la inflación, que, en algún momento de 2016, comenzaron a hacerse insoportables. Revendían carne, pollo o lo que fuera, para generar recursos que le permitieran a David mantenerse, porque los ahorros se le acabaron demasiado rápido.
Pero no fue solo el amor lo que lo ancló a Bolívar.
A la emergencia del hospital comenzó a llegar mucha gente con malaria, una enfermedad transmitida por un mosquito infectado que, al picar, inocula un parásito que se instala en los glóbulos rojos y se multiplica. Si un paciente no recibe antimaláricos (medicamentos que matan el parásito), puede ver comprometidos sus órganos vitales y llegar a morir.
La sala de espera se llenaba de hombres, niños y mujeres —algunas hasta embarazadas— temblando, con fiebre, escalofríos, sudores y dolor de cabeza, todos síntomas de malaria. La mayoría de los enfermos había ido a las minas del sur del estado a sacar oro clandestinamente. A David, quien tenía experiencia en aquel centro de investigación en Cali que estudiaba esta patología, le brillaban los ojos. En su vida apenas había visto un solo paciente con malaria, a quien llevaron a Bogotá en helicóptero desde la selva colombiana.
Llamó a su exjefe de inmediato y le contó lo que estaba viendo. Era algo insólito, casi absurdo. El primer país en eliminar la malaria siete décadas atrás, era ahora un foco de transmisión de la enfermedad. Aunque el régimen de Nicolás Maduro dejó de publicar boletines epidemiológicos, más tarde se sabría, gracias a los reportes que hace a la OPS, que el país acumula más de la mitad de los casos y 73 por ciento de las muertes por malaria en América.
El exjefe ayudó a David a financiar una investigación. El joven médico tomó muestras sanguíneas a 160 personas con malaria que venían de las minas y les hizo diversos análisis sanguíneos para estudiar el comportamiento de la enfermedad.
Pero no solo era malaria. También había tuberculosis, toxoplamosis, VIH. Como estaba aprendiendo tanto, David sentía que, si había un sitio en el mundo para estar, era, definitivamente, Venezuela. A su gente en Colombia le resultaba insólito que estuviera tan convencido de permanecer en un país que parecía retroceder en el tiempo. Un país que estaba sumido en una alarmante crisis sanitaria. El mismo país del que más de 33 mil médicos, según la Federación Médica Venezolana, estaban migrando porque allí no tenían condiciones para ejercer su oficio.
Ahí, en ese terreno que parecía infértil, era donde David Forero intentaba echar raíces.
Le volvió a la mente la idea de Vacter, su centro de investigación, aquel que no pudo levantar en Colombia por falta de recursos. Y se le ocurrió una fórmula para hacerlo viable: enseñar a estudiantes de medicina y de otras carreras del área de la salud que necesitaban hacer tesis de grado. Si los formaba, podrían hacer sus investigaciones bajo la tutoría de Vacter, y podría, quizá, contar con ellos más adelante.
Registró el centro de investigación en Bolívar. Alquiló un espacio en la clínica de la Universidad de Oriente y con drywall lo dividió en dos: una parte sería oficina y otra el laboratorio. Compró una camilla y un electrógrafo de segunda mano, porque no tenía dinero para cosas nuevas. En 2018, comenzaron a investigar. Arrancó tomando muestras de pacientes con malaria y las mandó a Filadelfia, donde había un venezolano estudiando esta enfermedad. Después, tomaron el parásito de un paciente positivo para ver sus características y analizar la resistencia al tratamiento. Todo le parecía tan interesante que comenzó a pensar que, al terminar medicina interna, en 2019, iba a estudiar la subespecialidad de infectología.
¿Para qué volver a Colombia? ¿Para qué si, como ya sabía, hacer la subespecialidad allá también sería difícil? Varios internistas que conocía nunca habían logrado estudiar infectología en su país. Además, la homologación del título se demoraría un año.
Decidió quedarse. Viajó de Ciudad Bolívar a Caracas. Fue al Hospital Universitario de Caracas donde imparten infectología, en la Universidad Central de Venezuela, pero allí le dijeron que la convocatoria que estaba abierta era solo para venezolanos. David insistió. Le habló a las coordinadoras sobre su trabajo, les mostró una carpeta con su historial como investigador y ellas, al ver su perfil, lo entrevistaron. Le dijeron que era la primera vez que tenían a alguien con tanta experiencia. No podían dejarlo ir: esa noche lo llamaron y le propusieron que presentara la prueba de admisión con los venezolanos.
Quedó. Con el título de internista, se mudó a Caracas en 2019 y viajaba a Bolívar de tanto en tanto para compartir con su novia y para ocuparse de Vacter, que seguía muy activo. Tanto, que David llegó a ir a congresos en Boston y Washington para exponer lo que encontraba en sus estudios en Venezuela.
En eso estaba cuando estalló la pandemia.
El primer caso positivo que llegó al país lo identificaron en el servicio de infectología del Hospital Universitario de Caracas, donde estaba David. El 20 de marzo de 2020 instalaron una carpa a las afueras del hospital para atender los casos sospechosos. David sabía que era un momento crucial. “No quiero desaprovechar la oportunidad de contar esto que estamos viviendo. A mí me gusta la investigación, entonces voy a investigar”, le dijo a la coordinadora del postgrado.
Rápidamente, diseñó un formato para recabar información clínica de quienes llegaban a la carpa con síntomas de covid-19. Les pidió a los residentes y colaboradores que lo llenaran: obtuvo más de 2 mil respuestas. La investigación, que permitió caracterizar el comportamiento de la pandemia en Caracas en esos primeros días, obtuvo el premio José María Vargas de la Academia Nacional de Medicina.
Haciéndolo, se dio cuenta de que los voluntarios —médicos residentes, estudiantes de medicina— eran brillantes. Comenzó a motivarlos para que siguieran investigando. Junto a ellos, desarrolló otros estudios tomando como base muestras de los pacientes que iban a la carpa. En algún momento les habló de Vacter y los invitó a sumarse. Además, hizo una convocatoria pública y llegaron más interesados: estudiantes inteligentes, despiertos, con muchas preguntas. Durante la pandemia, como tenían tantos pacientes, pudieron publicar más artículos científicos sobre lo que estaban viviendo. Y eso los dio a conocer en la comunidad científica.
—Yo, afanado con los muchachos, sentía que estaba retribuyéndole a Venezuela todo lo que me ha dado. La oportunidad de estudiar, de tener un centro de investigación en el que se investiga de verdad. Vacter podría funcionar con colombianos, pero no, son puros jovencitos venezolanos, y eso me hace sentir orgulloso.
El doctor David Forero, ahora de 31 años, está sentado en el cafetín del Hospital Universitario de Caracas. Acaba de salir del servicio de infectología, donde trabaja. En 2020 se graduó de ese postgrado y comenzó una especialización en VIH, que está por terminar. Además, es profesor de salud pública en la Escuela de Medicina, para continuar enseñando a investigar a las nuevas generaciones.
Eso está contando cuando una joven con bata blanca, que pasa por el cafetín, lo interrumpe.
—Profe, ¿cuándo es que tenemos el parcial?
—La semana que viene, recuerde que rodamos la fecha, estudie para que salga bien —le responde.
Cuando la chica se aleja, sonríe.
—Es que yo como profesor soy muy comprensivo. Me tomo muy en serio la docencia. Estoy tratando de renovar la cátedra introduciendo contenidos nuevos. Soy el profesor más joven. Para mí, dar clases es otra forma de agradecerle a Venezuela que aquí pude hacer no una sino dos especialidades. Este país me hizo mejor médico, me obligó a ser más riguroso, a desarrollar el ojo clínico, a resolver con lo que se tiene a la mano. He crecido. He trabajado con Julio Castro, María Eugenia Grillet, Óscar Noya y Jaime Torres, que son eminencias. Eso en otro lado, incluso en Colombia, hubiese sido difícil.
Aunque no quiere irse, sabe que su camino continúa: tiene una invitación a Harvard, donde están trabajando en una investigación con muestras de sus pacientes de Bolívar.
Y, como nunca trató de cambiar el destino sino de tomar un camino más largo, espera cursar un doctorado en epidemiología en Estados Unidos.
—Eso será pura investigación, que es lo que siempre he querido. Yo cambié la ruta pero no la meta.