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Recuerda aquella época con una sonrisa de orgullo

Reinaldo Cardoza | 30 jul 2019 |
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Lisbeidy González vive en Guaruchal, un caserío a dos horas y media de Carúpano, en el estado Sucre. Desde 2005 es una de las maestras de la única escuela de la comunidad. Para ella es un oficio tan importante que durante años estuvo viajando constantemente de Guaruchal a Carúpano para cursar la licenciatura en educación integral que está a punto de terminar.

Fotografías: Reinaldo Cardoza

Ir desde Carúpano a El Pilar toma 40 minutos en carrito por puesto, luego de allí se agarra una camioneta pickup que te deja en El Algarrobo —50 minutos más a la cuenta–, y finalmente se camina una hora cuesta arriba para llegar hasta Guaruchal, un remotísimo caserío del municipio Benítez, en el estado Sucre.

La maltrecha carretera atraviesa campos de paisajes con cielos pulcros y azules. A cada trecho aparece una que otra casa. En la medida en que se complican las condiciones de las vías, es mayor la belleza de la vista. El recorrido, de dos horas y media, se despacha rápido si no se tienen en cuenta las tantas dificultades que podemos encontrar en el camino: la lluvia intensa, como la que cae hoy; el estado de las carreteras de tierra que se desmoronan con el agua hasta convertirse en un charco espeso y amarillo, las crecidas de los ríos que impiden el avance, el transporte escasísimo, el riesgo de que se haga de noche y encontrarse a oscuras en zonas en las que nunca ha existido tendido eléctrico y menos alumbrado público.

En Guaruchal vive Lisbeidy González Rojas, y durante 12 años hizo esa travesía que la llevaba de su casa a Carúpano y luego de vuelta. Recuerda aquella época sonriendo, como si se enorgulleciese de su triunfo. Los repetidos viajes no tuviesen mayor trascendencia, o tuviesen un significado diferente, si no fuese por las razones que la movían: Lisbeidy asistía a clases en la Universidad de Oriente, en su sede de Carúpano. Ella superaba todos aquellos obstáculos dos veces a la semana para cursar la licenciatura en educación integral, que comenzó a estudiar en 2007.

Y esta historia fuese la de una persona más que se esfuerza por estudiar y obtener un título universitario —que en este país las hay muchas— si no fuese por las condiciones en las que su protagonista lo hacía.

Lisbeidy conversa y atiende las ollas que están sobre las hornillas: revuelve el contenido de los recipientes, prueba el punto de sal, agrega ingredientes, ajusta las llamas de los quemadores, baja una olla y sube otra. En una mesa junto a la cocina pela y pica verduras, vegetales y aliños. Todo lo hace con destreza y velocidad, como si le antecediese una larga experiencia. Tiene el tiempo en contra y aún quedan cosas por hacer. Este no parece el momento ni el sitio para una conversación distendida. Ella hubiese querido que nos encontráramos en algún lugar de más fácil acceso. Quizá en Carúpano o en El Pilar. Son las 11:00 de la mañana, y está cada vez más cerca la hora del almuerzo y de la pequeña celebración de despedida por el fin del año escolar. Lisbeidy es maestra en la única escuela del caserío.

Además de la sopa de pescado para la familia, prepara un pasticho y tequeños para sus estudiantes. Su dinamismo no parece coincidir con su figura menuda y sus ojos un tanto tristes y cansados.

—Y más tarde tengo que preparar otro pasticho y una torta para mi niño pequeño, Ángel Luis, que cumplió años hace días y hoy se lo celebraremos.

Mientras hace la comida está pendiente de sus dos hijos, de atenderlos y calmarlos cuando se ponen inquietos, o de llamarles la atención cuando intentan alguna travesura.

El ambiente de la estrecha cocina no resulta incómodo ni caluroso. Afuera bate brisa y las gallinas y los pollos picotean el piso y forman alboroto. La casa de paredes de tablas es fresca, incluso a pleno mediodía; tal vez ayude la sombra de los árboles altos que rodean la vivienda. Es una casa con los ambientes indispensables: una sala pequeña a la entrada, una cocina justo detrás de la sala, y a la derecha un dormitorio amplio que abarca todo el largo de la sala y la cocina. El techo de zinc a dos aguas, el piso gris de cemento pulido. En la entrada un porche breve en el que Lisbeidy suele sentarse por las tardes mientras cae el sol. A escasos 50 o 60 metros construyen otra casa de bloque, pero la obra está a medias.

—Comencé a estudiar acá en Guaruchal, hasta el 3er grado. Luego, cuando pasé para 4to grado, me fui a Puerto La Cruz a vivir con una tía y, como no me dieron papeles, tuve que empezar desde 1er grado; eso fue cuando tenía 9 años.

Con la tía de Puerto La Cruz permaneció hasta que cursó el 4to año de bachillerato, y solo visitaba a los padres en vacaciones. El 5to año lo estudió en Carúpano, quedándose con otra tía; entonces iba cada fin de semana a la casa familiar. En 2004 se graduó de bachiller y pasó un tiempo sin estudiar, hasta que en 2007 ingresó a la Universidad de Oriente. La opción fue obvia: desde 2005 trabajaba como maestra en la Escuela Básica Guaruchal, así que se inscribió en la licenciatura en educación integral.

—Los comienzos en la UDO fueron muy difíciles para mí. Yo sentía que me faltaba motivación, que no estaba decidida a graduarme. Además, estaba embarazada de mi primer hijo y mi papá complicado de salud con un tumor en la cabeza. Inscribía un semestre y me retiraba a medio camino, abandonaba las materias. Tampoco trataba a los compañeros de la carrera; yo llegaba, veía la clase y me iba, no hablaba con ninguno y no me conocían. Desde que comencé la carrera en 2007 hasta 2014, solo había aprobado 10 materias. ¡Todavía me faltaban 39!

Ahora, haciendo una retrospectiva de sus años como estudiante de la UDO, recordando ese estancamiento que no le permitía avanzar en la carrera, reconoce que todo fue resultado de una decisión, de un golpe de timón que le permitió cambiar el rumbo, el modo en que estaba asumiendo incluso su propia vida.

—El nacimiento de Ángel Luis fue un momento que me hizo ver que si seguía así no iba a llegar a ninguna parte. Comencé a valorar el esfuerzo de los que me ayudaban acá en la casa, de mi familia: de mi papá llevándome en mula hasta El Algarrobo cubriéndonos de la lluvia con un plástico, de mi marido y mi mamá quedándose con los niños cuando viajaba a Carúpano, y todo el gasto que mis viajes implicaban. También estaban mis hijos, y con el segundo la responsabilidad era mayor. Si me graduaba contaría con una herramienta más con la que podría ayudarlos en el futuro, a tener unas mejores condiciones de vida. Tenía que hacer algo. Después del nacimiento de Ángel Luis me dije que las cosas debían cambiar.

Y cambiaron. A partir de ese momento su récord académico y sus notas mejoraron sustancialmente. Lisbeidy comenzó a socializar con los compañeros, y poco a poco comprendió que la vida universitaria es más llevadera con la ayuda de los otros. Los otros no solo eran los estudiantes que la actualizaban cuando ella no podía asistir, sino también los profesores de la Coordinación de Educación Integral, a quienes ponía al tanto de sus dificultades para llegar a la universidad; la gente que cargaba a su bebé mientras ella presentaba los exámenes; el señor de la venta de chucherías que le regalaba agua potable para bañar al niño que lloraba desesperado por el calor. O el coordinador que la ayudaba a escoger los horarios, o la profesora que le permitió hacer la práctica profesional docente en Guaruchal, en su lugar de trabajo. Ella los recuerda a todos con gratitud y nostalgia, respira hondo y sus ojos se le ponen llorosos cuando repite los nombres y las múltiples formas en que le brindaban apoyo.

A Lisbeidy la conocí como mi estudiante de lectoescritura y literatura infantil en la Universidad de Oriente, en Carúpano. Aunque creo que llegué a conocerla realmente visitándola en ese caserío donde vive, en la escuela a la que se entrega con pasión y en el hogar que ha levantado. Siempre, desde los semestres que la tuve en mis clases, llamó mi atención que mientras muchos de mis otros estudiantes faltaban por nimiedades que no dudaban en llamar problemas, Lisbeidy no dejaba de ir y de cumplir con las tareas que le asignaba.

Cuando terminó las materias de la carrera, en el 1er semestre de 2018, ya muchos en la universidad la conocían y sabían de los esfuerzos que hacía para asistir a clases, sabían de lo remoto del lugar donde vivía y las difíciles condiciones para trasladarse, aun cuando los profesores no la hubiesen tenido en sus cursos o los estudiantes no hubiesen visto materias con ella. Mal estudiante no era. Y lo hacía sin tener electricidad, computadora ni internet en casa, atendiendo al marido, a los dos hijos y al trabajo como maestra.

Que Lisbeidy estudiase era no solo paradójico sino también aleccionador, aunque ella no se hubiese propuesto dar lecciones a nadie. Ahora tiene en mente superar un último obstáculo: vencer la burocracia de la administración pública y la universitaria para culminar con los trámites que le permitan obtener su título de licenciada en educación integral.

Espera haberlo logrado antes de que culmine 2019.

En esta pequeña cabaña de madera en medio del campo vive Lisbeidy desde hace 10 años con su marido Julio César Alfonzo, de 40 años, la misma edad que tiene ella. El hombre se dedica a la agricultura junto con dos cuñados y su suegro en las tierras de estos últimos. Guaruchal es conocido por ser uno de los proveedores de verduras y hortalizas en la región: acá se cultiva ocumo blanco, ocumo chino, auyama, yuca, cacao, café, ají dulce, tomate y maíz. Con ellos viven los dos hijos, Juliángel José, de 9 años, y Ángel Luis, de 5. Cerca, en la vía que une su casa con la escuela donde trabaja, tienen las casas sus padres y sus dos hermanos varones; hay otra hermana que vive en Caracas; Lisbeidy es la hija mayor.

Por las mañanas Julio César parte a los cultivos, y no regresa sino hasta final de la tarde, cuando ya ha oscurecido. Ella se va a la escuela y vuelve a mediodía, por lo que queda a cargo de la casa y al cuidado de los hijos. Al más pequeño a veces lo deja con su mamá; otras, se lo lleva a la escuela. El mayor acaba de pasar a 5to grado de educación básica.

La familia, la unión familiar, es uno de sus valores más preciados. No solo por lo que tiene en casa, sino por sus hermanos y los padres que viven en la misma calle. La cercanía les permite apoyarse, cuidarse unos a otros. Ella no lo dice, pero sabe que cuenta con ellos, que la quieren.

Cuando el almuerzo está listo, cae una lluvia recia que produce un ruido ensordecedor al contacto con el techo de zinc. Eso le da un poco de tiempo más a Lisbeidy para alistarse, bañar a los niños, vestirlos y organizar la comida que llevará a la despedida de sus alumnos. El trayecto de 15 minutos a pie por la carretera de tierra que lleva desde la casa de Lisbeidy hasta la escuela donde trabaja parece el único momento de la tarde en que está quieta, aunque camina y carga con los envases que ha preparado.

A un costado del camino, como una casa más, aparece la escuela de paredes de tablas pintadas de rosado, techos de zinc y piso de cemento pulido. Si no se confunde con otra de las casas es por el letrero de madera encima de la puerta de entrada en el que se lee: “Escuela Básica Guaruchal”. Fue construida por miembros de la comunidad, con madera cortada por ellos mismos, con cemento para el piso y láminas de zinc para el techo que consiguieron a través de donativos.

Solo tiene un aula —que usan las dos maestras en dos turnos para atender la matrícula de 39 alumnos— y la cocina. Ambas piezas no llegan a sumar un área de 40 metros cuadrados. El salón está ambientado con gracia y colorido, con vistosos carteles pegados a las paredes y mesas y sillas nuevas. En la cocina hay movimiento, otras cuatro mujeres ya han adelantado parte de la comida. Un olor a masa de tequeños fritos sale por la puerta hacia los alrededores.

La institución tiene instalado un sistema de paneles solares, que donó la Embajada de España en Venezuela en 2008, pero lleva unos tres años fuera de servicio porque las baterías de almacenamiento están dañadas. Los técnicos que venían periódicamente a hacerle mantenimiento no han vuelto desde hace algún tiempo. Como en el caserío no hay electricidad, el sistema de paneles solares es una necesidad para la escuela y los niños, para proporcionar iluminación, ventilación y alimentar el congelador de la cocina.

Lisbeidy saluda cariñosa a los niños y a las madres que los acompañan, y de improvisto se encuentra otra vez en un ir y venir que parece ser su estado habitual. Se reúnen todos en un bar (una sala abierta con un par de paredes de bloque y piso de cemento) que está a escasos metros de la escuela, y que los dueños suelen prestarles para actividades como la de esta ocasión. Hasta allí trasladan las sillas y algunas mesas del salón de clases. No hay música, pero sí pasapalos variados que circulan en bandejas entre los invitados.

Los niños corren alegres de un lado a otro y comen lo que la maestra y las mujeres de la cocina reparten. Ya hacia el final traen un termo de jugo que sirven frío. El día anterior Lisbeidy fue a El Pilar y trajo el hielo que ha conservado con celo en una cava plástica; allí mismo mantuvo fría la carne molida del pasticho y el pollo para la comida principal para los estudiantes.

—Yo amo mi trabajo. Me siento contenta con lo que hago —dice mientras se le dibuja una sonrisa y le brillan los ojos—. El clima de trabajo es agradable y me llevo bien con todos en el pueblo. Con mis estudiantes solo tengo las mismas dificultades que tienen los docentes en contextos similares al que tengo yo, y son cosas con las que uno aprende a lidiar, a ir superando. La gente siempre me pregunta que por qué no me voy de acá a la ciudad para darle mejores condiciones de vida a mis hijos, y yo cada día me convenzo más de que no hay mejor lugar para crecer que este caserío, con todo y sus limitaciones y carencias. No me imagino fuera de acá, porque además adoro la naturaleza y la vida en este campo. Creo que encontré mi lugar en el mundo y estoy dispuesta a disfrutarlo.


Esta historia fue producida dentro del programa La vida de nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de Derechos Humanos y fotógrafos de 16 estados de Venezuela.

Reinaldo Cardoza

Soy narrador y amante de las historias, profesor de literatura, animador de la lectura, padre de Amanda y esposo de Laura. Intento comprender mi realidad a través de la red de historias que me rodean.
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