Para llegar a los Juegos Olímpicos Tokyo 2020, Paola Pérez debió atravesar un largo periplo lleno de obstáculos, que incluyeron la migración a Chile y el confinamiento, entre otras dificultades que fueron mermando, no ya su deseo de competir sino incluso de vivir. Esta es la historia de su lucha para reencontrarse consigo misma.
Fotografías: Álbum Familiar
Paola Pérez alcanzó a echar un vistazo al frente, y vio que la estadounidense seguía liderando. A la ecuatoriana ya no la ubicaba. Se propuso nadar los últimos 2 kilómetros con más energía. Una vez fuera del mar, tras haber tocado la meta, Paola corrió hacia donde la esperaba su entrenador.
—¿En qué lugar quedé?
Adalberto, llorando, manoteó el aire.
—Pero, dígame —insistió—. ¿Gané medalla?
Adalberto estaba ahogado de la emoción: Paola había llegado al mismo tiempo que la estadounidense Eva Fabian, según lo indicaban los chips de ambas y la foto las mostraba tocando la meta en simultáneo.
Eran los Juegos Panamericanos de Toronto 2015. Toda la delegación venezolana se había ido a ver competir a Stefany Hernández en BMX, de quien esperaban que ganara la primera presea para el país. El delegado estadounidense se puso a conversar con los jueces, pero no había quien diera la cara por Paola y Adalberto. Los jueces decidieron que la medalla de oro era para la estadounidense Fabian, la de plata para Paola y la de bronce para Samantha Arévalo, de Ecuador. Paola y Adalberto igual celebraron. Era el primer triunfo de ella al más alto nivel.
Ese momento de regocijo fue excepcional en una relación con la que ella no se sentía nada cómoda, debido al trato que Adalberto solía darle. La llenaba de piropos, le ponía apodos propios de una relación sentimental y la tocaba más de lo necesario.
Ella, junto a Wilder, Diego y Liliana, todos en la veintena, conformaban la selección nacional de nado de aguas abiertas. Viajaban constantemente junto a Adalberto, el entrenador, quien le llevaba unos 14 años a ambas chicas. Diego y Liliana eran los más cercanos a él, ya que eran su sobrino y su novia.
Como la actitud de Adalberto la inquietaba demasiado, optó por poner entre ella y él una pared de hielo. Pero eso a él no lo detenía. Hacía comentarios sobre su vida íntima; si ella no iba a entrenar, por ejemplo, decía que era porque se había quedado “echando pipí”. La relación con Liliana también se fracturó: ambas competían, en las concentraciones, por ver quién fastidiaba más a la otra. Cada viaje era como nadar dentro de una olla de presión.
Hija de una ex nadadora de alto rendimiento y de un papá conocido en todo San Cristóbal por su devoción hacia el deporte, para Paola es imposible determinar cuándo empezó a nadar. Desde que tiene memoria está metida en una piscina, tratando de seguir la estela de su hermana Silvia, cuyo talento la hacía coleccionar medallas desde que estaba en preescolar.
Paola clasificó a los Juegos Olímpicos Río 2016 y se tatuó los aros olímpicos sobre su hombro izquierdo. Eso la ayudaba a pensar en positivo, pese a que ya el entrenador había empezado a quejarse de ella a sus espaldas. Estando allá debía soportar las bromas machistas y los cuestionamientos a su profesionalismo que él comenzó a hacer entre personas del medio. En vez de disfrutar el logro de asistir a unas Olimpiadas, pasaba los días tratando de regular la válvula que impedía que la olla llegara al punto de ebullición.
Encerrada junto con él y Diego, debió sopotar bromas machistas, alusiones a su vida sexual y cuestionamientos a su profesionalismo. Aunque fue la primera de su familia en asistir a un evento de esa magnitud, cuando regresó de Brasil sintió alivio. Se esforzaba por sacar de su cabeza los recuerdos recientes.
Por ese entonces, en Venezuela ya no había piscinas aptas en las que pudiera prepararse. El Stadio italiano, en Santiago de Chile, le ofreció sus instalaciones y la posibilidad de dar clases de natación. En 2017, migró a ese país. Nadaba dos horas en la mañana, luego hacía trabajos en el gimnasio, en la tarde daba clases a niños y finalmente volvía a nadar dos horas más.
En esa ciudad extrañaba el ritmo lento de San Cristóbal, la ciudad al occidente de Venezuela de donde es oriunda. Sentía a su familia, no en otro país sino en otra dimensión. Aunque ya no trabajara directamente con Adalberto, en las competiciones internacionales era él quien debía dar la cara por ella, al igual que por los otros seleccionados. Pero cuando le tocaba competir a Paola, Adalberto se iba a otro sitio.
Las horas que pasaba inquieta aumentaron. Acababa los días agotada y cuando viajaba a competir surgían otros conflictos. Fuese en Santiago o durante los viajes se sentía muy sola. Desarrolló, además, problemas estomacales.
Por muy rápido que nadara, no veía orilla hacia dónde llegar.
Para no sentirse tan sola, decidió llevarse a Chile a dos de sus hermanos. Buscaba calor y terminó insolada. Fue como vivir en casa de su madre, pero sin la figura de autoridad. Todas las dificultades para convivir —limpieza, comida, administración del hogar— afloraron durante esa convivencia, cargándola de nuevas ansiedades.
No sabe cuándo fue la primera vez que anidó en ella el deseo de matarse. La intranquilidad que la perseguía de día se trasladó a las noches. No dormía bien. Todo lo que comía le caía mal. Su cabeza era un inventario de argumentos que buscaban convencerla de que era una competidora mediocre. No encontraba en quién apoyarse. Vivía dentro de una burbuja de la que no sabía cómo salir y que nadie podía explotar desde afuera.
En 2019, viajó a Perú para los Juegos Panamericanos. El día que iba a competir, los delegados del Ministerio del Deporte venezolano le aseguraban por teléfono que su traje de neopreno, necesario para nadar en bajas temperaturas, iba en camino.
Pero el traje nunca llegó.
¿Por qué tenía que enfrentarse a tantos obstáculos?, se preguntaba.
Explicó a los jueces que iba a competir sin el traje. Ellos le recomendaron que no lo hiciera. Juzgó que había demasiados atletas soñando con nadar a su nivel, así que no podía retirarse. Decidió competir. Braceó y braceó hasta que se dio cuenta de que se movía más lento que la mayoría. Ya no sentía su cuerpo.
Terminó la carrera con hipotermia.
El mundo habló de ella. Por primera vez Paola era noticia y no por sus logros.
Volvió a su rutina. Cuando los niños a los que daba clases se iban, miraba la piscina sintiendo que sus músculos se desinflaban. En las mañanas, después de que sonaba el despertador, se preguntaba por qué hacía eso, cuál era el sentido; nadie la obligaba a madrugar, a entrenar, ¿para qué desgastarse? Más aún, ¿para qué vivir?
Los únicos momentos en los que parecía olvidar el malestar era cuando compartía con Hugo, un venezolano ex nadador con quien había empezado a salir. Estando con él sentía paz.
Y entonces, en 2020, llegó la pandemia por covid-19. Ella ya había abandonado el Stadio italiano por el Stade francés, también en Santiago, donde la venía entrenando Geovanny Riera.
Con el inicio de la cuarentena, Paola se fue a vivir con Hugo. Esa fase inicial del noviazgo estuvo marcada por las madrugadas en las que ella se despertaba a las 2:00 de la mañana llorando. Hugo se quedaba acariciando su espalda, abrazándola y escuchándola hasta las 6:00.
Ya su mente no fantaseaba con medallas. Tampoco maquinaba cómo huir del acoso de su entrenador, ni rumiaba la soledad en un país nuevo o el desgaste de administrar un hogar mientras enfrentaba diferencias con sus hermanos. No se quejaba de la desidia del Ministerio del Deporte ni de los puntos débiles de su forma de entrenar. Nada de aquello con lo que se acostumbró a lidiar. Ahora solo se dedicaba a imaginar diferentes formas en las que podría quitarse la vida.
Decidió evitar lugares como el Metro, en los que de un momento a otro podía “desmayarse” y caer sobre los rieles.
Pasaron cuatro meses. Nunca en su vida había estado tanto tiempo sin nadar. En Chile dieron permiso a los atletas locales para retomar sus entrenamientos. Paola quería tener el mismo privilegio, así que envió cartas al Ministerio del Deporte para que intercedieran por ella ante las autoridades chilenas. La ignoraron. Los Juegos Olímpicos de Tokyo 2020 habían sido pospuestos para 2021.
Y ahí estaba ella, llorando, sin poder entrenar y sin ingresos.
Un día se paró desnuda frente al espejo. Tenía grasa abdominal, los cachetes rellenos, algo de celulitis. Puso la vista sobre los aritos olímpicos tatuados en su hombro.
Llamó a Frank, un nutricionista de San Cristóbal que la conocía desde que era pequeña.
—Aaaaah, ¿ahora sí quiere trabajar? —respondió él—. A ver, primero cómprese la pesa.
Se refería a una balanza casera para la comida. Ella le dijo que mejor le mandara la dieta de una vez: no tenía dinero ni para eso.
Decidió entrenar con Johndry Segovia, un compañero de la selección venezolana de natación que trabajaba y entrenaba en el Stade francés. Anotó una fecha en el calendario: el Preolímpico de 2021 en Portugal. La última competición que otorgaría cupos para Tokyo.
Hacía ejercicio en su casa. Siguió el régimen alimenticio. Se creó un GoFoundMe. Nunca cumplió la meta a la que aspiraba, pero le fue llegando suficiente dinero para vivir en el día a día y realizar los trámites legales. Debía, por ejemplo, renovar su pasaporte. Con eso tampoco la apoyó el Ministerio del Deporte de Venezuela.
La serenidad de Hugo y de Johndry, junto a la disciplina de Frank, la ayudaron a aliviar la olla de presión. Sus horas libres las ocupaba leyendo sobre nutrición. Comenzó a entender cómo los alimentos afectaban su salud física y emocional.
En abril de 2021, llegó a Caracas. Ya con pasaporte y luego de bajar desde los 67 hasta los 52 kilos. Usó las instalaciones del Sport Center Los Naranjos: volvió a nadar. Johndry le mandaba los entrenamientos. Un mes antes de la competición solicitó dinero en el Ministerio del Deporte para ir a Portugal. No la atendían o la convocaban a reuniones en las que al final la embarcaban. Viajó a San Cristóbal y convocó una rueda de prensa. Explicó su situación.
Esa misma semana la llamaron del Ministerio.
Le entregaron 10 mil euros en efectivo. El ministro del deporte insistió en que fuera solidaria y se llevara también a Diego, aunque los fondos eran expresamente para ella. Paola cedió y financió el viaje de Diego a Portugal. Ella administraba el dinero y se dedicó a cumplir con la rutina de entrenar, descansar, entrenar. A pocos días para la competición, Adalberto, Liliana y Johndry llegaron a Portugal. Este último, aparte de ser el entrenador de Paola, nadaría en la categoría masculina.
Se sentía tranquila. Sus músculos se relajaban con mayor facilidad, volvió a dormir sin interrupciones y su digestión había mejorado.
Fue la única de la delegación venezolana que clasificó a los Juegos Olímpicos.
Ahora necesitaba dinero para viajar a Tokio. Pasó al Ministerio del Deporte venezolano un presupuesto de 24 mil dólares. Le aprobaron solo 14 mil, que debía buscar en Caracas. Ella tuvo que hacer maromas para recibir esa plata. Aunque tenía que hacer de su propia mánager y delegada, por primera vez en más de cuatro años había desparecido de su cabeza la idea del suicidio.
Aterrizaron en Japón el 30 de julio. La noche anterior a su competencia, su mente reprodujo la película de todo lo que había vivido. Una vocecita le susurró que podía haberse preparado mejor. Respiró hondo, se sentó sobre la cama y se dijo a sí misma que más bien había hecho demasiado.
El 3 de agosto se levantó con la emoción de quien va a recibir una casa recién comprada. Más tarde, luego de hacer un tiempo de 2:05:45 y llegar en la posición número 20, sintió que había nadado tanto para morir en la orilla.
Hubiese aspirado, al menos, quedar entre las 10 primeras.
Quería ver a su entrenador, para llorar acompañada, pero para eso debía atravesar la zona de prensa. Zigzagueó entre los periodistas que entrevistaban a las ganadoras. En eso vio a Gianni, una gran amiga suya y jefa de prensa de Yulimar Rojas, que había ido a apoyarla. Paola se puso a llorar. Una vez se hubo calmado, Gianni y otra periodista la grabaron antes de que llegara el equipo de prensa del Ministerio del Deporte de Venezuela.
Dijo que era difícil para ella hablar en ese momento. Que había sido lo mejor que fueron los mejores resultados que pudo obtener luego de un ciclo bastante tormentoso, después de meses para llegar hasta allí. Que le hubiese gustado quedar en una mejor posición, pero su preparación no había sido la que hubiese querido; había otras nadadoras que clasificaron en 2019 y tuvieron una preparación de nivel olímpico. Que eso fue lo que a ella le pudo salir. Que no sabía lo que venía ahora.
La periodista le preguntó si se veía a sí misma en las aguas abiertas de París 2024.
—Es difícil querer y lograrlo, después de que, en este ciclo, después de Lima —se llevó la mano a la cara, esbozó una sonrisa llena de nervios— tuve pensamientos de atentar contra mi vida. No quería seguir; y hoy me siento feliz de haber superado esos momentos tormentosos. Las personas —se le quebró la voz, brotaron lágrimas— que estuvieron conmigo saben lo difícil que fue para mí y el cambio que hice. Me quedo con eso. Obviamente que me duele, pero también me siento feliz: no me puedo juzgar nada, porque el camino fue difícil, y conté con gente que me apoyó al final, y espero que se sientan contentas con este resultado.
Paola solo les hizo una petición a los periodistas: no quería que le cambiaran ni una palabra a su declaración.
Luego de los Juegos, voló a España. Visitó a familiares y amigas. Se tomó las primeras vacaciones de su vida. También se enteró de que el Ministerio del Deporte venezolano estaba presionando para quitar su entrevista de la red.
Decidió que intentaría clasificar a París 2024, pero con otra estrategia. Contactó a una suerte de mánager que se encargaría de buscarle patrocinio. Una vez hubo regresado a Chile, se fue a su casa, donde la esperaba Hugo. Se había despedido de él con la ilusión de traerse un diploma olímpico, pero regresó con algo más valioso en el bolsillo: las ganas de vivir.