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Regresó convertida en la número 79

Gregoria Díaz | 1 ago 2020 |
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Michelle Flores migró a Lima con la ilusión de trabajar para sacar a su familia de Venezuela. Estaba a punto de lograrlo cuando a Yudexsi Machado, su madre, le avisaron que la habían encontrado muerta. Fue la tercera migrante venezolana asesinada en Perú en 2019. Esta historia obtuvo la mención publicación en la 2da edición del concurso Lo mejor de nos.

Fotografías: Álbum Familiar

 

“¿Qué sabes de tu hija?”.

El 27 de junio de 2019, Yudexsi Machado leyó ese mensaje en su celular y sintió que el corazón le daba un vuelco. Se lo enviaba un venezolano desde Perú, donde vivía su hija Michelle desde hacía diez meses. En lugar de responder, buscó el chat en el que hablaba con ella, y volvió a escuchar el último mensaje de voz que le había enviado la noche anterior:

“Te quiero muuuuucho”.

En ese mensaje, también le dijo que, al día siguiente, como estaría libre en el trabajo, le depositaría el dinero para el tratamiento odontológico de su hermano de 12 años. Cuando terminó de oír, Yudexsi se percató de que Michelle ni siquiera había leído la bendición que, como hacía todos los días, le envió esa mañana.

Entonces le escribió a Yorge, la joven que había sido pareja de Michelle, con quien todavía vivía en un cuarto alquilado en la comunidad limeña de Villa El Salvador.

“¿Qué sabes de Michelle?”.

No hubo respuesta.

15 minutos después, recibió una nueva llamada con el código de Perú: del otro lado, un hombre le preguntó si sufría del corazón.

—Lo que pasa es que nadie se atreve a darle la noticia: Michelle está desaparecida desde ayer y consiguieron un cadáver con sus características.

Yudexsi cortó la llamada. Creyó que era una broma de mal gusto, pero el teléfono repicó de nuevo. Esta vez era una mujer que decía ser vecina de Michelle. Llamaba para repetir la misma noticia. Yudexsi, aunque no terminaba de dar crédito a lo que le decían, respondió:

—Ella tiene tatuado mi nombre en su espalda.

Las palabras salieron de su boca en medio del llanto.

Minutos después, Yorge también llamó.

—Mataron a Michelle. Sí, es verdad. Yo fui a verla y me cercioré de que era ella.

Yudexsi ya no tenía dudas. Tampoco fuerzas. Sintió un intenso dolor recorriéndole el cuerpo que la dejó paralizada y muda. Y desesperada, se lanzó a correr, sin parar, por una avenida de Maracay, en el estado Aragua, donde vive.  

Y cuando se tranquilizó un poco, se dijo que no podía abandonar a su hija: decidió viajar a Perú, junto a Hever Flores, su exesposo y padre de Michelle, a buscar sus restos.

No tenían cómo. Yudexsi trabajaba como enfermera y lo que ganaba no le alcanzaba ni para cubrir lo más básico. Pero los amigos de la familia y sus vecinos hicieron una campaña para recaudar los fondos que les permitieran llegar a Lima. Mientras, Yudexsi y Hever buscaban más ayudas: acudieron al Palacio de Miraflores, en Caracas, donde apenas recibieron el ofrecimiento de un pasaje hasta San Antonio del Táchira, en la frontera con Colombia; al Ministerio de Relaciones Interiores; y a la embajada de Perú en Venezuela, adonde ni siquiera los dejaron entrar.

Al cabo de cinco días, con el poco dinero que lograron reunir y un ejemplar de un diario del estado Aragua cuyo titular de primera plana decía “Asesinaron a una venezolana en Perú”, Yudexsi y Hever comenzaron a recorrer por tierra el tortuoso camino hasta Perú, en donde su hija yacía en la morgue de Lima, sin ningún tipo de identificación y registrada como persona no conocida.

  

El cuerpo de Michelle Stephany Flores Machado, de 22 años, fue hallado la mañana del 27 de junio por la policía de Perú. La joven había sido estrangulada y abandonada en un terreno contiguo a una construcción. El asesino ocultó el cuerpo cubriéndolo con un neumático.

Michelle había llegado a Perú el 28 de agosto de 2018. Como miles de venezolanos, decidió abandonar sus estudios universitarios y su empleo en una ferretería, para buscar un mejor futuro en el extranjero. En Lima trabajaba atendiendo las mesas de un restaurant desde las 2:00 de la tarde a las 10:00 de la noche. Lo que ganaba le permitía pagar el alquiler de un cuarto, enviar un poco de dinero a Venezuela y reunir para alcanzar su objetivo: llevarse a su madre y a su hermano. Cosa que estaba muy cerca de hacerse realidad, porque días antes de ser asesinada, la joven le dijo a su mamá que tenía el dinero para comprarles los pasajes a ella y al hermano. Solo estaban esperando a que el muchacho saliera de vacaciones escolares en julio.

Pero quienes partían a Lima en julio eran Yudexsi y su exesposo, e iban con un dolor a cuestas.  

A Cúcuta llegaron con poco dinero, no les alcanzaba para pagar el pasaje hasta Ecuador. A Hever le tocó pedir dinero en las calles. Mientras, Yudexsi localizó a una vieja amiga de su hija que trabajaba en una agencia de viajes, quien logró que su empleador les exonerara uno de los dos boletos. Así fue que Yudexsi y Hever abordaron un autobús hasta Rumichaca, entre Colombia y Ecuador. Llegaron tres días después, desesperados, agotados y hambrientos.

Yudexsi apeló a su condición de enfermera y se acercó hasta un puesto de la Cruz Roja. Allí les dieron unos tiques para comida, un kit de viaje con provisiones y el pago de una modesta habitación de hotel. También se acercó a una comisión de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) que estaba allí. Explicaron su situación y los trasladaron en un transporte humanitario hasta Tumbes, una ciudad del extremo noroeste de Perú.

Allí pernoctaron una noche más. La OIM dispuso de un especialista para que les brindara ayuda psicológica. Y también le envió un informe con el caso al Ministerio de la Mujer en Perú, para que los padres de Michelle recibieran apoyo financiero y legal en Perú.

Finalmente, después de ocho días de viaje por carretera, llegaron el 11 de julio. Se hospedaron en un hotel en el centro de Lima. Soltaron el ligero equipaje que llevaban y salieron, desesperados, a la morgue, que estaba a escasas cuadras.

—¿Cómo se llamaba?, ¿tienen su cédula? —les preguntó un funcionario.

Yudexsi solo llevaba consigo la fotocopia de la cédula de Michelle y su partida de nacimiento.

—Eso no me sirve —les dijo un forense que apenas les permitió reconocer el cuerpo de su hija en fotografías.

De allí se fueron a Villa El Salvador, a la pequeña habitación donde vivía Michelle. Encontraron su ropa y algunos electrodomésticos. Como iban a necesitar mucho dinero para costear los gastos funerarios, los padres dispusieron vender algunas de esas cosas. Y fueron al consulado venezolano, donde les entregaron un registro con los datos de Michelle. Con ese documento, les dijeron, podrían ver y retirar el cadáver de su hija. Volvieron a la morgue, pero la respuesta del funcionario de nuevo fue tajante:

—Eso no me sirve.

Esta vez la exigencia eran unos datos filiatorios, que en Venezuela tardarían demasiado en conseguir.

En Perú, un cuerpo solo puede permanecer 36 horas en la morgue y por cada día adicional los familiares deben pagar. Como no tenían dinero, la madre pidió hablar con el director.

—¿Vio la foto?

—Sí.

—¿Es su hija?, ¿está segura?

—Claro que es mi hija.

—Ese cuerpo es suyo. Solo tiene que pagar y puede llevárselo.

—¿Para dónde?, ¿para el medio de la calle?

 Yudexsi imploró tiempo para conseguir dinero. Pero les dijeron que un día más y los restos iban a ser donados a alguna universidad o sepultados en una fosa común. Fue entonces cuando una noticia cambió las cosas: Benjamín Tello, subgerente de la Unidad de Tanatología Forense del Ministerio Público, anunció que, por disposición de la Fiscalía de Perú, a los familiares de las víctimas migrantes se les exoneraba del pago por conservación de cadáveres.

Entonces pudieron verla: no tenía ni un rasguño, ni un golpe, estaba intacta. Solo la marca en su cuello.

 

Mientras Hever se movilizó hasta el Ministerio de la Mujer de Perú, donde les ofrecieron una pequeña ayuda, Yudexsi recorría funerarias: 1200 soles —unos 360 dólares— fue el precio más económico que encontró para el velatorio. Los amigos que Michelle había hecho en Perú hicieron una colecta, pero aún no contaban con suficiente dinero.

La madre siguió la búsqueda. Hasta que la dueña de una de las funerarias les ofreció el servicio velatorio por 300 soles —menos de 100 dólares— para que pudieran despedir a su hija. Había, sin embargo, otro asunto que resolver: la cremación no estaba incluida en ese presupuesto, y para eso debían conseguir otros 400 soles. Repatriar el cuerpo de Michelle era impensable: costaba no menos de 4 mil dólares.

Finalmente, a finales de julio, en la íntima compañía de dos amigas y una pareja de venezolanos que conocían a la familia, velaron a Michelle. Sobre el ataúd, pusieron la bandera de Venezuela. Solo tuvieron cuatro horas para despedirse de ella. 

Ese día, su hermano menor, que estaba en Maracay, cumplía 13 años.

Con sus padres ausentes.

Y su hermana muerta.

 

Michelle había sido asesinada y para cremarla, les dijeron, hacía falta un documento que certificara que ya el cuerpo no era necesario para las investigaciones. Ese papel tardaba 45 días en ser emitido por la fiscalía. Y los padres de Michelle se quedaban sin dinero. Pero no había opción: tenían que esperar ese trámite. Por eso debieron trasladarse, gracias a gestiones de la OIM, a un albergue en el que estarían como refugiados.

Al cabo de varios días, la fiscalía emitió el certificado.

Y entonces los padres pudieron recibir las cenizas de su hija.

El 9 de agosto, Yudexsi y Hever emprendieron el retorno a Venezuela con Michelle: la joven volvía en una pequeña caja de madera que tenía su nombre tallado; volvía a Venezuela convertida en la mujer número 79 que, en 2019, murió violentamente en Perú; volvía la tercera migrante venezolana en ser asesinada en ese país. Tal vez por eso, las autoridades peruanas se empeñaron en buscar a un hombre con el que, aparentemente, había salido la noche anterior a su asesinato. Su novio fue interrogado varias veces, pero nada lo inculpaba.

La policía entonces se concentró en Yorge Delgado, la joven aragüeña madre de un pequeño que por cuatro años había sido la pareja de Michelle, hasta que esta decidió romper con aquella relación.

El fin de semana antes de su muerte, Michelle le había pedido que abandonara el cuarto en donde vivían. “Jamás te perdonaré que me dejes por un hombre”, le dijo Yorge.

Yudexsi y Hever jamás vieron a Yorge mientras estuvieron en Perú. Ni siquiera en el velatorio. Ya había desaparecido. El crimen, un año después, sigue impune. Por indagaciones que ha hecho por sí misma, Yudexsi sabe que la expareja de su hija regresó a Venezuela.

En la entrada de la casa en la que vive en Maracay, cuelga un gran afiche con el rostro lozano y sonriente de Michelle. Al lado, unas pequeñas flores amarillas que Yudexsi se apresura a cambiar antes de que se marchiten. En el cuarto, dos camas divididas por una pequeña mesa de noche. Sobre ella, la pequeña caja de madera.

—Ya mi niña está conmigo —dice. 

Gregoria Díaz

No me imagino ejerciendo otro oficio. Menos mal que soy periodista. Corresponsal de Crónica Uno y del Instituto Prensa y Sociedad, en Aragua. Defensora activa de derechos humanos.
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